Pedro
Miguel
www.jornada.unam.mx/041016
Entonces
la democracia no tiene sentido: es como un muro sin puertas, como un sepulcro
tapiado. Los alzados en armas no pueden transitar hacia la participación
política pacífica, la
guerra es la única forma de interlocución y para los bandos no hay más destino
que la rendición incondicional o la muerte.
Eso dijeron en las urnas, el domingo
pasado,
los seis millones y medio de ciudadanos colombianos que rechazaron cuatro años
de negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y la dirigencia
de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Eso dijeron, en primer
lugar, Álvaro Uribe Vélez y su caterva de mercenarios, paramilitares y logreros
de la violencia; y eso dijeron las cúpulas oligárquicas aterradas ante la
posibilidad de perder unas tierras que acaparan, pero que no utilizan, y
también las asustadizas clases medias urbanas que compraron el discurso de
odio, terror y venganza.
Pero
eso dijeron también los que tenían el corazón del lado de la paz, pero que por
alguna razón no acudieron a las urnas, acaso confiados en que
el sí tenía el triunfo garantizado, como lo sugerían las encuestas.
Tal vez querían decir otra cosa, o bien no decir nada, pero al abstenerse
permitieron que 20 por ciento de la ciudadanía impusiera al resto la negación
de una salida al conflicto armado más viejo de América. Votaron, a la pasiva,
por la guerra.
Y eso
mismo dijeron, con dolor legítimo, muchas víctimas directas e indirectas de una
guerra que, como cualquier otra, deja un saldo de atrocidades, atropellos y
abusos injusticiables, y se negaron a sí mismas la oportunidad de dejar que sus
muertos descansen en paz. Tal vez no puedan entender que la reparación y el
castigo son posibles, pero no absolutos; que si se aspira a la justicia
perfecta, como dijo el propio Santos, hay que renunciar a la construcción de la
paz, y que ni así se consigue: ni en el marco de una derrota tan redonda e
incuestionable como la que sufrieron los nazis en la Segunda Guerra Mundial.
En
todo caso, el dolor y el
rencor resultaron el caldo de cultivo óptimo para la agitación uribista, que no
tiene como propósito la justicia, sino seguir haciendo negocios turbios y ganar
elecciones con el espantajo de una supuesta impunidad que no aparece por ningún
lado en la propuesta de justicia transicional construida por las partes en La
Habana.
Esos acuerdos versan,
desde luego, sobre muchas cosas más que la desmovilización, la entrega de armas
y los mecanismos jurídicos para la legalización de la guerrilla. Contienen
también la primera gran
propuesta de reforma agraria del siglo XXI, que incluye desde el reparto
de tierras ociosas hasta el establecimiento de modalidades de autonomía para
los campesinos; desde el respeto a los derechos de género en el agro hasta el
acceso a la conectividad digital; desde la erradicación del trabajo infantil
hasta mecanismos para garantizar el derecho a la alimentación. Los acuerdos se
refieren, además, a una reforma política orientada a fortalecer la participación
ciudadana, el acceso a los medios de información y la fiscalización civil del
poder; a las vías que hagan posible la reconciliación y la inclusión; a la
sustitución y erradicación de los cultivos de drogas ilícitas y al
desmantelamiento de organizaciones criminales de origen paramilitar.
Más allá de la paz y de la guerra,
el documento es, en suma, un
ambicioso e insólito programa de transformación nacional pactado entre una
presidencia de la derecha oligárquica y una organización guerrillera de orígenes
marxistas; es, pues, algo así como un milagro del entendimiento, la
razón, la mediación y el diálogo.
En el
panorama regional, la derrota de los acuerdos de La Habana es un nuevo triunfo
de esa oleada de la reacción antipopular, antinacional y profundamente corrupta
que recurre al fraude electoral para mantenerse en la Presidencia de México,
que desalojó del poder al kirchnerismo en Argentina y que orquestó el golpe de
Estado institucional contra los gobiernos progresistas en Brasil. El mensaje es
inequívoco: en estas democracias no hay lugar para las visiones nacionales
distintas a las del poder oligárquico ni sirve para construir sociedades
pacíficas y mínimamente incluyentes; su única utilidad real es el
enriquecimiento de las élites políticas, empresariales, mediáticas y delictivas
a costa de los países, de sus poblaciones, de su soberanía y de sus recursos.