Juan
José Tamayo A.
www.atrio.org/011016
El
papa Francisco ha creado una Comisión, formada por seis hombres y seis mujeres
y presidida por el secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el
arzobispo español Luis Ladaria Ferrer, para el estudio del diaconado femenino
en la Iglesia católica. De
la Comisión han sido excluidos cuatro continentes: Asia, África, América Latina
y Oceanía. Hay doce miembros europeos y una estadounidense.
Mi
opinión es que se trata de una
Comisión tan innecesaria como ineficaz. Innecesaria porque el estudio ya está hecho por exegetas,
teólogos, teólogas e historiadores del cristianismo. Las conclusiones cuentan
con un amplio consenso entre los investigadores: Jesús de Nazaret formó un
movimiento contra hegemónico igualitario de hombres y mujeres que lo acompañaron
por los caminos de Galilea, compartieron su estilo de vida itinerante y
asumieron responsabilidades sin discriminación alguna.
En los
primeros siglos del cristianismo hubo mujeres sacerdotes, diaconisas y obispas
que ejercieron funciones ministeriales y tareas directivas hasta que la Iglesia
se jerarquizó, clericalizó y patriarcalizó y fueron reducidas al silencio. El
libro de la teóloga Torjesen, “Cuando las mujeres eran sacerdotes”, lo
demuestra con todo tipo de argumentos: arqueológicos, históricos, teológicos,
hermenéuticos.
La
Comisión me parece ineficaz, si
falta voluntad de incorporar a las mujeres a las funciones directivas, al
acceso directo a lo sagrado sin mediación patriarcal y a la elaboración de la
doctrina y de la moral. Y hoy falta dicha voluntad. A los hechos me remito. En
la encíclica Inter insigniores,
el papa Pablo VI cerró a
cal y canto la puerta al acceso de las mujeres al ministerio sacerdotal alegando que Jesucristo solo
ordenó a varones.
Sus sucesores han repetido tan falaz argumento
como un mantra. Juan Pablo II, asesorado por el cardenal
Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, radicalizó el
cierre al afirmar que el asunto quedaba zanjado definitivamente. Benedicto XVI,
conocedor como teólogo que era, de la existencia de mujeres diaconisas,
sacerdotes y obispas en el cristianismo primitivo, se mostró igualmente
contumaz y siguió el mismo camino de obstrucción al sacerdocio de las mujeres.
El papa Francisco ha vuelto a ratificarlo citando la contundente afirmación
excluyente de Juan Pablo II.
Estoy
en contra del diaconado femenino, porque, de instaurarse institucionalmente,
las mujeres seguirían siendo subalternas y estarían al servicio de los
sacerdotes y de los obispos, no de la comunidad cristiana.
Creo que es hora de pasar de la
subalternidad de las mujeres a la igualdad; de su
sumisión al empoderamiento; de su estatuto de dependencia a la autonomía; de
ser objetos decorativos a sujetos activos. Y eso con el diaconado femenino no
se logra, sino todo lo contrario: se prolonga la minoría de edad de la mujeres
bajo el espejismo de que se está dando un importante paso hacia adelante y de
que se les concede protagonismo, cuando lo que se hace es perpetuar su estado
de humillación y servidumbre. Para que se produzca un cambio real en el estatuto de inferioridad de
las mujeres es necesario que sean reconocidas como sujetos religiosos,
eclesiales, éticos y teológicos, cosa que ahora no sucede.
Para
eso suceda es necesario mirar al pasado, ciertamente, pero no con la añoranza
de reproducir acríticamente la tradición, sino con el objetivo de
recuperar creativamente el protagonismo que las mujeres tuvieron en el
movimiento de Jesús y en los primeros siglos de la Iglesia cristiana. Pero,
sobre todo, hay que mirar al presente y al futuro para poner en práctica en el
interior de la Iglesia el principio de igualdad y no discriminación de género
que rige, aunque imperfectamente, en la sociedad. Un hombre, una mujer, un
voto; un cristiano, una cristiana, un voto. Todas y todos son iguales por la
común dignidad que poseemos hombres y mujeres y por el bautismo, que
iguala a todos los cristianos y cristianas.
Cualquier discriminación de género es
contraria a los derechos humanos y al principio de fraternidad-sororidad que
debe regir en la Iglesia. Sin igualdad, la Iglesia
seguirá siendo una de los últimos, si no el último, de los bastiones del
patriarcado que quedan en el mundo. En otras palabras, se mantendrá como una
perfecta patriarquía. Y para ello no podrá apelar a Jesús de Nazaret, su
fundador, sino al patriarcado religioso, basado en la masculinidad sagrada, que
apela al carácter varonil de Dios para convertir al hombre en único
representante y portavoz de la divinidad. Como afirma la filósofa feminista
Mary Daly, “Si Dios es varón, entonces el varón es Dios”. ¡Patriarcado en
estado puro!