Pilar
Rahola
23
Octubre - 2016
Basílica
de la Sagrada Familia de Barcelona, 15 octubre 2016
Excelentísimo
Sr. Arzobispo Juan José Omella,
monseñores, autoridades,
amigas y amigos:
monseñores, autoridades,
amigas y amigos:
No puedo empezar este pregón sin compartir los sentimientos que, en este preciso momento, me tienen el corazón en un puño. Estoy en la Sagrada Familia, donde, como decía el poeta Joan Maragall, se fragua un mundo nuevo, el mundo de la paz. Y estoy aquí porque he recibido el inmerecido honor de ser la pregonera de un grandioso acto de amor que, en nombre de Dios, nos permite creer en el ser humano. Si me disculpan la sinceridad, pocas veces me he sentido tan apelada por la responsabilidad y, al mismo tiempo, tan emocionada por la confianza.
No soy creyente, aunque algún buen amigo me dice
que soy la no creyente más creyente que conoce. Pero tengo que ser sincera,
porque, aunque me conmueve la espiritualidad que percibo en un lugar santo como
este y admiro profundamente la elevada trascendencia que late el corazón de los
creyentes, Dios me resulta un concepto huidizo y esquivo. Sin embargo, esta
dificultad para entender la divinidad no me impide ver a Dios en cada acto
solidario, en cada gesto de entrega y estima al prójimo que realizan tantos
creyentes, precisamente porque creen. ¡Qué idea luminosa, qué ideal tan elevado
sacude la vida de miles de personas que un día deciden salir de su casa, cruzar
fronteras y horizontes, y aterrizar en los lugares más abandonados del mundo,
en aquellos agujeros negros del planeta que no salen ni en los mapas! ¡Qué
revuelta interior tienen que vivir, qué grandeza de alma deben de tener,
mujeres y hombres de fe, qué amor a Dios que los lleva a entregar la vida al
servicio de la humanidad! No imagino ninguna revolución más pacífica ni ningún
hito más grandioso.
Vivimos tiempos convulsos, que nos han dejado
dañados en las creencias, huérfanos de ideologías y perdidos en laberintos de
dudas y miedos. Somos una humanidad frágil y asustada que camina en la niebla,
casi siempre sin brújula. En este momento de desconcierto, amenazados por
ideologías totalitarias y afanes desaforados de consumo y por el vaciado de
valores, el comportamiento de estos creyentes, que entienden a Dios como una
inspiración de amor y de entrega, es un faro de luz, ciertamente, en la
tiniebla.
Hablo de ellos, de los misioneros, y esta palabra
tan antigua como la propia fe cristiana -no en vano los cristianos empezaron a
salir de su tierra, para ir a la tierra de todos, desde los principios de los
tiempos-, esta palabra, decía, ha sido ensuciada muchas veces, arrastrada por
el fango del desprecio. Es cierto que los misioneros tienen un doble deseo, una
doble misión: son portadores de la palabra cristiana y, a la vez, servidores de
las necesidades humanas. Es decir, ayudan y evangelizan, y pongo el acento en
este último verbo, porque es el que ha sufrido los ataques más furibundos,
sobre todo por parte de las ideologías que se sienten incómodas con la
solidaridad, cuando se hace en nombre de Cristo. De esta incomodidad atávica,
nace el desprecio de muchos.
Es evidente que las críticas históricas a
determinadas prácticas en nombre de la evangelización son pertinentes y
necesarias. Estoy convencida, leyendo el Nuevo Testamento, de que el mismo
Jesús las rechazaría. Pero no estamos en la Edad Media, ni hace siglos, cuando,
en nombre del Dios cristiano, se perpetraron acciones poco cristianas.
Desgraciadamente, el nombre de todos los dioses se
usa en vano para hacer el mal, y este hecho tan humano tiene muy poco que ver
con la idea trascendente de la divinidad. Pero, al mismo tiempo, hay que poner
en valor la entrega de miles y miles de cristianos que, a lo largo de los
siglos, han hecho un trabajo de evangelización, convencidos de que difundir los
valores fraternales, la humildad, la entrega, la paz, el diálogo, difundir,
pues, los valores del mensaje de Jesús, era bueno para la humanidad. Si es
pertinente hacer proselitismo político, cuando quien lo hace cree que defiende
una ideología que mejorará el mundo, ¿por qué no ha de ser pertinente llevar la
palabra de un Dios luminoso y bondadoso, que también aspira a mejorar el mundo?
¿Por qué, me pregunto -y es una pregunta retórica-, hacer propaganda ideológica
es correcto, y evangelizar no lo es? Es decir, ¿por qué ir a ayudar al prójimo
es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se
hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la osadía de responder: porque los que lo rechazan lo hacen también por motivos ideológicos y no por posiciones éticas.
hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la osadía de responder: porque los que lo rechazan lo hacen también por motivos ideológicos y no por posiciones éticas.
Quiero decir, pues, desde mi condición de no
creyente: la misión de evangelizar es, también, una misión de servicio al ser
humano, sea cual sea su condición, identidad, cultura, idioma…, porque los
valores cristianos son valores universales que entroncan directamente con los
derechos humanos. Por supuesto, me refiero a la palabra de Dios como fuente de
bondad y de paz, y no al uso de Dios como idea de poder y de imposición. Pero,
con esta salvedad pertinente, el mensaje cristiano, especialmente en un tiempo
de falta de valores sólidos y trascendentes, es una poderosa herramienta,
transgresora y revolucionaria; la revolución del que no quiere matar a nadie,
sino salvar a todos.
Permítanme que lo explicite una manera gráfica: si
la humanidad se redujera a una isla con un centenar de personas, sin ningún
libro, ni ninguna escuela, ni ningún conocimiento, pero se hubiera salvado el
texto de los Diez Mandamientos, podríamos volver a levantar la civilización
moderna.
Todo está allí: amarás al prójimo como a ti mismo,
no robarás, no matarás, no hablarás en falso…;¡ la salida de la jungla, el
ideal de la convivencia! De hecho, si me disculpan la broma, solo sería
necesario que los políticos aplicaran las leyes del catecismo para que no
hubiera corrupción ni falsedad ni falta de escrúpulos. El catecismo, sin duda,
es el programa político más sólido y fiable que podamos imaginar.
Y de la idea menospreciada, criticada y tan a
menudo rechazada de la evangelización, a otro concepto igualmente demonizado: el
concepto de la caridad. ¿Cuántas personas de bien que se sienten implicadas en
la idea progresista de la solidaridad, y alaban las bondades indiscutibles que
la motivan, no soportan, en cambio, el concepto de la caridad cristiana? Y uso
el término con todas sus letras: caridad cristiana, consciente de cómo molesta
esa motivación en determinados ambientes ideológicos. Sin embargo, esta idea,
que personalmente encuentro luminosa, pero que otros consideran paternalista e
incluso prepotente, ha sido el sentimiento que ha motivado a millones de
cristianos, a lo largo de los siglos, a servir a los demás. Y cuando hablamos
de los demás, hablamos de servir a los desarraigados, a los olvidados, a los
perdidos, a los marginados, a los enfermos, a los invisibles.
¡Quiénes somos nosotros, gente acomodada en
nuestra feliz ética laica, para poner en cuestión la moral religiosa, que tanto
bien ha hecho a la humanidad! La caridad cristiana ha sido el sentimiento
pionero que ha sacudido la conciencia de muchos creyentes, decididos a entregar
la vida propia para mejorar la vida de todos.
Y no me refiero solo a los misioneros actuales, a
los más de quinientos catalanes, o a los casi trece mil de todo el Estado,
repartidos por todo el mundo, allí donde hay necesidad más extrema, sino
también a aquellos lejanos cristianos que, por amor a su fe, protagonizaron
gestas heroicas. ¿Qué podemos decir, por ejemplo, de los mercedarios que se
intercambiaban por personas que estaban presas en tierras musulmanas, como acto
sublime de sacrificio propio, en favor de los demás?
El mismo ideal espiritual que motivaba a san
Serapión a ir hasta el Magreb, entrar en la prisión de un sultán y liberar a un
desconocido, convencido de que aquel acto de amor era un tributo a Dios, es el
que motivó a Isabel Solà Matas, una joven enfermera catalana, perteneciente a
la Congregación de Jesús-María, a estar dieciocho años en Guinea y ocho en
Haití, hasta que fue asesinada. Durante todos estos años de entrega, dejó su
estela de bondad y servicio, y, gracias a ella, por ejemplo, existe ahora
Enviado a la página web de Redes Cristianas, Proyecto Haití, un centro de
atención y rehabilitación de mutilados que fabrica prótesis para los haitianos
que no tienen recursos. La conocían como “la monja de los pies”, porque,
gracias a ella, muchos haitianos pobres habían tenido una segunda oportunidad.
Casi ochocientos años separaban a san Serapión de Isabel Solà, y, en ocho
siglos, el mismo alto ideal de servicio y entrega los motivaba, empujados por
la creencia en un Dios de amor.
Y como Isabel, tantos otros misioneros, monjas,
curas y seglares, muertos en cualquier rincón del mundo, asesinados, abatidos
por virus terribles, caídos en las guerras de la oscuridad. Cómo no recordar al
hermano Manuel García Viejo, miembro de la Orden de San Juan de Dios, que,
después de 52 años dedicados a la medicina en África, se infectó del ébola en
Sierra Leona y murió.
O a su compañero de Orden Miguel Pajares, que
desde los doce años dedicaba su vida a los más pobres y que regentaba un
hospital en una de las zonas de Liberia más castigadas por el virus. Todos
ellos, caídos en el servicio a la humanidad, motivados por su fe religiosa y
por la bondad de su alma. Isabel, Manuel, Miguel son la metáfora de lo que
significa el ideal del misionero: el de amar sin condiciones, ni concesiones.
Si Dios es el responsable de tal entrega completa, de tal sentimiento poderoso
que atraviesa montañas, identidades, idiomas, culturas, religiones y fronteras,
para aterrizar en el corazón mismo del ser humano, si Dios motiva tal viaje
extraordinario, cómo no querer que esté cerca de nosotros, incluso cerca de
aquellos que no conocemos el idioma para hablarle.
Decía Isabel Solà en 2011, en un vídeo-blog para
pedir ayuda para su centro de prótesis: “Os preguntaréis cómo puedo seguir
viviendo en Haití, entre tanta pobreza y miseria, entre terremotos, huracanes,
inundaciones y cólera. Lo único que podría decir es que Haití es ahora el único
lugar donde puedo estar y curar mi corazón. Haití es mi casa, mi familia, mi
trabajo, mi sufrimiento y mi alegría, y mi lugar de encuentro con Dios”.
No encuentro palabras más intensas para describir
la fuerza grandiosa del amor. He dicho al inicio de este pregón que no soy
creyente en Dios, y esta afirmación es tan sincera como, seguramente, triste.
¡Estamos tan solos ante la muerte los que no tenemos a Dios por compañía! Pero
soy una creyente ferviente de todos estos hombres y mujeres que, gracias a
Dios, nos dan intensas lecciones de vida, apóstoles infatigables de la creencia
en la humanidad.
El papa Francisco ha pedido, en su Mensaje para
este DOMUND, que los cristianos “salgan” de su tierra y lleven su mensaje de
entrega, pero no porque los obliga una guerra o el hambre o la pobreza o la
desdicha, como tantas víctimas hay en el mundo, sino porque los motiva el
sentido de servicio y la fe trascendente. Es un viaje hacia el centro de la
humanidad. Esta llamada nos interpela a todos: a los creyentes, a los
agnósticos, a los ateos, a los que sienten y a los que dudan, a los que creen y
a los que niegan, o no saben, o querrían y no pueden. Las misiones católicas
son una ingente fuerza de vida, un inmenso ejército de soldados de la paz, que
nos dan esperanza a la humanidad, cada vez que parece perdida.
Solo puedo decir: gracias por la entrega, gracias
por la ayuda, gracias por el servicio; gracias, mil gracias, por creer en un
Dios de luz, que nos ilumina a todos.
Pilar Rahola.