Gilberto
López y Rivas
www.jornada.unam.mx/170715
Los procesos
autonómicos que protagonizan los pueblos indígenas enfrentan arduos obstáculos
y desafíos, entre ellos, esencial, la falta de voluntad del Estado capitalista
neoliberal para abrir espacios de reconocimiento efectivo, aun dentro de los
limitados derechos formalmente reconocidos en la Constitución mexicana,
principalmente en su artículo 2, y de aquellos establecidos en los marcos
jurídicos internacionales, como el Convenio 169 de la Organización
Internacional del Trabajo (OIT) y la Declaración Universal de Derechos
Indígenas de la Organización de Naciones Unidas.
La reforma
constitucional en materia de derechos indígenas, que se llevó a cabo en el año
2001, no fue satisfactoria para nadie en el ámbito de las organizaciones
originarias independientes del Estado, así que los pueblos emprendieron el
camino de construcción de la autonomía por la vía de los hechos, la autonomía de
facto, siendo el caso más consistente el de los indígenas mayas-zapatistas
en Chiapas, que reivindican no tener relación alguna con los gobiernos federal
y estatal, aunque en la cotidianidad de los territorios, las autoridades
municipales de origen partidario acuden frecuentemente a las juntas de buen
gobierno zapatistas para resolver problemas de variada naturaleza.
Por su parte, la
Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias- Policía Comunitaria
(CRAC-PC), en Guerrero; el municipio purépecha de Cherán, Michoacán, y otros
pueblos y organizaciones que resisten de manera silente, mantienen relación con
el Estado. La de la CRAC-PC, permanentemente conflictiva, y la de Cherán, por
igual confrontada pero legalizada por la victoria obtenida en su demanda ante
el Instituto Electoral Estatal, que reconoció la facultad de sus habitantes
para nombrar sus autoridades y gobernarse según estructuras organizativas
propias.
Esta es una
diferencia notable con respecto a los zapatistas y la CRAC-PC, y también en
relación con otras experiencias de cabeceras municipales que siguen dominadas
por mestizos, como entre los wixáritari (huicholes) del estado de Jalisco,
donde en varias de ellas, una mayoría de población indígena segregada social y
geográficamente se encuentra subordinada a esta suerte de dominación mestiza
también en el plano político.
Así, en los
autogobiernos indígenas predominan autonomías de facto con diversas
gradaciones en lo que respecta a su relación con el Estado, aunque siempre
conflictiva, contradictoria y ambigua, cargando el peso de una perspectiva
discriminatoria hacia el mundo indígena y una permanente política de cooptación
de los procesos en marcha, o si es posible, de erradicación de los mismos.
Estas autonomías,
por ejemplo entre los mayas zapatistas, se desarrollan en el contexto de una
estrategia de contrainsurgencia o guerra de desgaste por parte del Ejército (el
yunque) y la paramilitarización (el martillo) que la caracteriza, teniendo
lugar permanentes agresiones de grupos que provenientes de varias
organizaciones políticas, se paramilitarizan y violentan a los municipios
autónomos con la invasión de las tierras de las ex fincas recuperadas por los
indígenas zapatistas en 1994.
Así, todas las
autonomías, tanto las amparadas en el artículo 2 constitucional como las de
facto, y también las que se desarrollan bajo preceptos constitucionales
locales más consistentes, como en Oaxaca, viven una situación de permanente
asedio, de confrontación, cuyo origen es el Estado, los grupos oligárquicos
locales, las policías y el Ejército, además de las corporaciones del
extractivismo capitalista en su frenética búsqueda de recursos y desposesión
territorial.
Las autonomías están
cercadas por los poderes fácticos protegidos por la mano dura del Estado de
formas diferentes. En la última década, hay que añadir también el poder
represivo que ejerce el Estado a través del narcotráfico, y en general, del
crimen organizado, que representa un sector más de la economía capitalista, y
también, junto con la guerra contra el narcotráfico, conforman las múltiples
facetas de la estrategia del Estado (y sus mentores estadunidenses) para
golpear al mundo indígena y campesino, y al conjunto de las oposiciones
regionales y nacionales. La masacre de Iguala y la desaparición forzada de los
43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa constituye la macabra culminación de
esta estrategia de un Estado criminal.
Como las
corporaciones capitalistas madereras, mineras, turísticas, etcétera, que buscan
apoderarse de los recursos de los pueblos indígenas, lo que está en el centro
del problema del narcotráfico es el esfuerzo por despojarlos de su
territorialidad, fundamento material de su reproducción y espacio estratégico
de sus luchas; su finalidad es expropiar a los indígenas de sus tierras-recursos-fuerza-de-trabajo,
y las fuerzas armadas y policiacas son cómplices de esta sustracción a partir
de sus acciones represivas y contrainsurgentes realizadas con el apoyo de los
grupos paramilitares que operan como el brazo clandestino de la guerra
sucia. La militarización para supuestamente combatir al crimen no trae la
disminución de las actividades delictivas, como lo prueban las extensas zonas
de la República Mexicana bajo virtual ocupación castrense.
La delincuencia
organizada no es más que la cara clandestina del sistema capitalista
neoliberal, con su violencia inherente desbocada, sicópata y sin mediación
social y política que la controle. Es altamente rentable económicamente,
además, a partir del hecho de que Estados Unidos es el principal proveedor de
armas de los grupos del narco. The Independent daba a conocer ya desde
2004 que el tráfico de drogas es la tercera mercancía mundial en generación de
efectivo, tras el petróleo y el tráfico de armas (29 de febrero).
La única posibilidad
de una defensa efectiva frente a este fenómeno en el mundo indígena –como
muestran las juntas de buen gobierno zapatistas; Cherán, en Michoacán; la
Policía Comunitaria de Guerrero, o los nasa en el Cauca de la geografía
colombiana– es el fortalecimiento de las autonomías, a partir de las cuales se
ha logrado controlar –no sin dificultades– la presencia del crimen organizado
en los territorios indígenas.