Boaventura
de Sousa Santos
www.publico.es/040715
En 1926, el poeta
irlandés W. B. Yeats lamentaba: “A los mejores les falta convicción, mientras
que los peores están llenos de intensidad apasionada”. Esta afirmación resulta
más verdadera hoy que entonces.
Supongamos,
hipotéticamente, que los mejores en el plano personal, moral, social y político
son la mayoría de la población y que los peores son una minoría. Como vivimos
en democracia, no debería preocuparnos el hecho de que los peores estén llenos
de convicciones que, precisamente por ser adoptadas por los peores, tenderán a
ser peligrosas o perjudiciales para el bienestar de la sociedad. Al fin y al
cabo, en democracia son las mayorías las que gobiernan.
La verdad es que hoy se
viene generalizando la idea de que las convicciones que dominan en la sociedad
son las suscritas apasionadamente por los peores, y que esto es la causa o
consecuencia de estar gobernados por los peores. La conclusión de que la
democracia está secuestrada por minorías poderosas parece ineludible. Pero si a
los mejores les falta convicción, probablemente también no están convencidos de
que esta conclusión sea verdadera, por lo que les será difícil movilizarse
contra el secuestro de la democracia. Es, por tanto, urgente averiguar de dónde
viene en nuestro tiempo la falta de convicción de los mejores.
La falta de convicción
es la manifestación superficial de un malestar difuso y profundo. Surge de la
sospecha de que lo que se difunde como verdadero, evidente y sin alternativa,
de hecho, no lo es. Dada la intensidad de la difusión, se vuelve casi imposible
para el ciudadano común confirmar la sospecha y, a falta de confirmación, los
mejores acaban paralizados en la duda honesta.
La fuerza de esta duda
se expresa como aparente falta de convicción. Para confirmar la sospecha, el
ciudadano común tendría que recorrer a conocimientos a los que no tiene
acceso y no ve divulgados en la opinión publicada, porque también está al
servicio de los peores.
Veamos
algunas de las convicciones que se están convirtiendo en sentido común y que, por ilusorias y absurdas,
constituyen el nuevo contrasentido común:
La
desigualdad social es la otra cara de la autonomía individual.
Por el contrario, más
allá de ciertos límites la desigualdad social permite a quienes están en los
niveles más altos cambiar las reglas del juego con el fin de controlar las
opciones de vida de quienes están en los más bajos. Sólo es autónomo quien
tiene condiciones para serlo. Para el desempleado sin prestación de desempleo,
el jubilado empobrecido, el trabajador precario, el joven obligado a emigrar,
la autonomía es un insulto cruel.
El
Estado es por naturaleza mal administrador.
Muchos Estados
(europeos, por ejemplo) de los últimos cincuenta años demuestran lo contrario.
Si el Estado fuera por naturaleza mal administrador, no sería invocado tan a
menudo para resolver las crisis económicas y financieras provocadas por la mala
gestión privada de la economía y la sociedad. El Estado es considerado mal
administrador siempre que pretende administrar sectores de la vida social donde
el capital ve oportunidades de beneficio. El Estado sólo es verdaderamente mal
administrador cuando quienes lo controlan consiguen ponerlo impunemente al
servicio de sus intereses privados por medio del fanatismo ideológico, la
corrupción y el abuso de poder.
Las
privatizaciones permiten eficiencia que se traduce en ventajas para los consumidores.
Las privatizaciones
pueden o no generar eficiencia, siendo siempre cuestionable lo que se entiende
por eficiencia, qué relación debe tener con otros valores y a quién sirve. Las
privatizaciones de los servicios públicos casi siempre se traducen en aumentos
de las tarifas, sea en el transporte, el agua o la electricidad. Las
privatizaciones de los servicios esenciales (salud, educación, seguridad
social) se traducen en la exclusión social de los ciudadanos que no pueden
pagarlos. Si lo privado fuese más
eficiente, las sociedades público-privadas deberían haberse traducido en
beneficios para el interés público, al contrario de lo que ha sucedido.
El engaño de la
proclamada excelencia del sector privado en comparación con el público alcanza
el paroxismo cuando una empresa del sector público de un Estado es vendida a
una entidad pública de otro Estado, como ocurrió recientemente en Portugal en
el sector eléctrico, vendido a una empresa pública china; o cuando la
adquisición de un bien público estratégico por parte de un inversor extranjero
puede ser financiada por un banco estatal de ese país, como ocurre en el caso
de la venta en curso de la compañía aérea TAP (Transportes Aéreos Portugueses),
con la posible financiación de la compra del inversor brasileño por parte del
banco estatal brasileño BNDES (Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e
Social).
La
liberalización del comercio permite crear riqueza, aumentar el empleo y
beneficiar a los consumidores.
Tal como se ha venido
negociando, la liberalización del comercio concentra la riqueza que crea
(cuando la crea) en una pequeñísima minoría, mientras que los trabajadores
pierden empleo, sobre todo el empleo decentemente remunerado y con derechos
sociales. En las grandes empresas norteamericanas que promueven la
liberalización, los directores ejecutivos ganan 300 veces el salario medio de
los trabajadores de la empresa.
Por otro lado, las
leyes nacionales que protegen a los consumidores, la salud pública y el medio
ambiente serán consideradas obstáculos para el comercio y, sobre esa base,
cuestionadas y probablemente eliminadas. Hay en marcha tres importantes
tratados de libre comercio: el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de
Asociación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), el Acuerdo sobre Comercio
de Servicios (TiSA) y el Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión
(conocido como TTIP). Por las razones expuestas crece en Estados Unidos (y en
Europa, en el caso del TTIP) la oposición a estos tratados.
La distinción entre izquierda y derecha ya no tiene
sentido porque los imperativos
globales de gobernanza son inevitables y porque su alternativa es el caos
social.
Mientras haya
desigualdad injusta y discriminación social (y ambas han aumentado en las
últimas décadas), la distinción tiene pleno sentido. Cuando se dice que la
distinción no tiene sentido, sólo es puesta en cuestión la existencia de la
izquierda, nunca la de la derecha. Sectores importantes de la izquierda
(partidos socialistas) cayeron en la trampa de este contrasentido común, y es
urgente que se liberen de ella. Los “imperativos globales” no permiten
alternativas hasta verse obligados a ello por la resistencia organizada de los
ciudadanos.
La
política de austeridad busca sanear la economía, disminuir la deuda y llevar el
país al crecimiento.
En los últimos treinta
años, ningún país sujeto al ajuste estructural consiguió tales objetivos. Los
rescates se han hecho en interés exclusivo de los acreedores, muchos de ellos
especuladores sin escrúpulos. Por eso los ministros que aplican “con éxito” las
políticas de austeridad son frecuentemente contratados por los grandes agentes
financieros y las instituciones a su servicio (FMI y Banco Mundial) cuando
abandonan las funciones de gobierno.
Portugal
es un caso de éxito; no es Grecia.
Este es el mayor
insulto a los mejores (la gran mayoría de los portugueses). Basta leer los
informes del FMI para saber lo que le está reservado a Portugal después del
saqueo de Grecia. Más recortes en las pensiones, más reducción de salarios y mayor
precarización del empleo serán exigidos y nunca serán suficientes. Las “arcas
llenas”[1]
pregonadas por el actual gobierno conservador portugués son para vaciarse ante
el primer estornudo especulativo.
Portugal
es un país desarrollado.
No es verdad. Portugal
es un país de desarrollo intermedio en el sistema mundial, condición que tiene
hace siglos. Esa condición hizo que Portugal fuese simultáneamente el centro de
un vasto imperio y una colonia informal de Inglaterra. Debido a esa misma
condición, las colonias y excolonias tuvieron a veces un papel decisivo en el
rescate de la metrópoli. Así como Brasil rescató la independencia portuguesa
durante las invasiones napoleónicas, la inversión de una excolonia (Angola)
viene hoy tomando a su cargo los sectores estratégicos de la economía de la
exmetrópoli. En los últimos treinta años, la integración en la Unión Europea
creó la ilusión de que Portugal (también España y Grecia) podía superar esa
condición semiperiférica.
El modo en el que está
siendo “resuelta” la actual crisis económica y financiera muestra que la
ilusión se deshizo. Portugal está siendo tratado como un país que se debe
resignar a su condición subalterna. Los portugueses deben contribuir al
bienestar de los turistas del Norte, pero deben contentarse con el malestar del
trabajo sin derechos, de la creciente desigualdad social, de las pensiones
públicas desvalorizadas y sujetas a constante incertidumbre, y de la educación
y la salud públicas reducidas a la condición de programas pobres para pobres.
El objetivo principal de la intervención de la troika fue bajar el nivel de
protección social a fin de crear las condiciones para un nuevo ciclo de acumulación
de capital más rentable, o sea, un ciclo en el que los trabajadores ganen menos
que antes y los grandes empresarios (no los pequeños) ganen más que antes.
La
democracia es el gobierno de las mayorías.
Ese es el ideal, pero
en la práctica nunca fue así. Primero, se impidió que la mayoría tuviese
derecho al voto (restricciones al sufragio). Después, se intentó con varios
mecanismos que la mayoría no votase (restricciones fácticas al ejercicio del
voto: voto en día laborable, intimidación para no votar, costos de transporte
para ejercer el derecho al voto, etcétera) o lo haga en contra de sus intereses
(propaganda engañosa, manipulación mediática, inducción al miedo por las
consecuencias del voto, encuestas sesgadas, compra de votos, interferencia
externa).
En los últimos treinta
años, el poder del dinero pasó a condicionar decisivamente el proceso
democrático, especialmente a través del financiamiento de los partidos y de la
corrupción endémica. En algunos países la democracia ha sido secuestrada por
plutócratas y cleptómanos. El caso paradigmático es Estados Unidos. ¿Y alguien
puede afirmar de buena fe que el actual Congreso brasileño representa los
intereses de la mayoría de los brasileños?
Europa
es el continente de la paz, la democracia y la solidaridad.
En los últimos ciento
cincuenta años, Europa fue el continente más violento y aquel en el que los
conflictos causaron más muertes: dos guerras mundiales, ambas provocadas por la
prepotencia alemana, el holocausto, y los genocidios y masacres cometidos en
las colonias de África y de Asia. El prejuicio colonial con el que Europa
continúa mirando al mundo no europeo (incluyendo las otras Europas dentro de
Europa) vuelve imposibles los diálogos verdaderamente interculturales,
generadores de paz, democracia y solidaridad. Los valores europeos del
cristianismo, de la democracia y de la solidaridad son en teoría generosos
(pese a ser etnocéntricos), pero han sido frecuentemente usados para justificar
agresiones imperiales, xenofobia, racismo e islamofobia.
El modo en el que la
crisis financiera del sur de Europa ha sido “resuelta”, el vasto cementerio
líquido en el que se transformó el Mediterráneo, el crecimiento de la extrema
derecha en varios países de Europa, son el desmentido de los valores europeos.
En Europa, como en todo el mundo, la paz, la democracia y la solidaridad,
cuando son apenas un discurso de valores, buscan ocultar las realidades que los
contradicen. Para ser vivencias y formas de sociabilidad y de política
concretas, tienen que ser conquistadas por la vía de las luchas sociales contra
los enemigos de la paz, la democracia y la solidaridad.
[1]
Se refiere a la expresión de la ministra de Estado y de Finanzas de Portugal,
Maria Luís Albuquerque, quien recientemente afirmó que su país tiene las “arcas
llenas” para honrar compromisos en la eventualidad de que surjan perturbaciones
en el funcionamiento del mercado (nota de los traductores).