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Envío
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El sábado 23 de mayo
El Salvador vivió la mayor concentración de su historia reciente en la
ceremonia de beatificación de Monseñor Romero. ¿Trescientas mil personas,
quinientas mil…? Difícil un cálculo exacto.
La participación emocionada de la multitud evidenció el afecto entrañable y la admiración que persisten en la memoria de buena parte del pueblo salvadoreño hacia el hombre que durante tres años de represión sangrienta fue la “voz de los sin voz”, hacia quien se convirtió en el “padre de los pobres”, como lo llamó el Papa Francisco al nombrarlo beato.
El espaldarazo dado por el Papa Francisco a todo lo que ha significado en estos 35 años Monseñor Romero, desbloqueando el proceso, declarándolo mártir y disponiendo que fueran eclesiásticos llegados de Roma quienes presidieran la ceremonia en San Salvador son signos de inflexión en un prolongado conflicto, esencial para entender la historia de este pedacito de mundo que es Centroamérica.
DOS
PODERES DETERMINANTES
En América Latina,
como producto de la conquista de españoles y portugueses -en aquel momento
adalides ambos de la Contrarreforma, enfrentada militar y culturalmente con el
protestantismo naciente- la Iglesia católica ha sido hasta hoy, y a pesar de
los rápidos y recientes avances de las denominaciones evangélicas, una
institución poderosa, con notable influencia en los poderes civiles y en las
conciencias.
Según el agudo análisis del sociólogo y sicoterapeuta peruano Guillermo Nugent, las dos instituciones jerárquicas más sólidas en toda América Latina han sido, y siguen siendo, el ejército y la Iglesia católica, dos poderes fácticos determinantes. El “caudillaje militar y la hegemonía cultural católica” habitan el imaginario colectivo latinoamericano como referentes fundamentales del poder. “Todavía hasta la fecha -escribe- los desfiles militares y las procesiones son las actividades callejeras que mejor expresan la imagen de ese orden jerárquico... Ambas instituciones son consideradas los pilares de la organización social, sin ellas la sociedad se desmoronaría”.
Y aunque afirma entre sus sugerentes conclusiones que “en América Latina la democracia, como un proyecto civil y laico, se enfrenta a los obstáculos de una configuración histórica distinta a la de los procesos que en su momento tuvieron lugar en Europa y Estados Unidos”, también admite la capacidad latinoamericana de “crear cosas enteramente nuevas con las palabras de siempre, con los ingredientes de siempre, con lo naturalmente familiar”. Tenemos, dice, la capacidad “de crear nuevos contextos” que, cuestionando “esas dos prótesis jerárquicas” que son el orden castrense y la institucionalidad clerical afloren “un sentido más amplio de cómo entender una comunidad nacional y una experiencia religiosa menos obediente”.
DOS
MODELOS DE IGLESIA
Algo de esa
capacidad creativa se expresó en el acto de beatificación de Monseñor Romero.
Paradójico acto, inédito momento. Por un lado, la ceremonia tuvo toda la
solemnidad del rito eucarístico católico, lo que hizo de ella un impactante
signo de poder. Por otro lado, quien era exaltado en la ceremonia es desde hace
décadas un símbolo, no sólo salvadoreño, sino universal, de ese poder
eclesiástico puesto al servicio de los pobres, de los oprimidos y reprimidos
por el poder económico y el poder militar… Romero fue en su tiempo, y se ha
convertido con el tiempo, en el protagonista icónico de un “nuevo contexto”
eclesial... no exento de conflictos.
En la historia centroamericana y latinoamericana, también en la nicaragüense, siempre hubo dos modelos de Iglesia en conflicto. No en pugnas por dogmas o doctrinas, sino por las actitudes y las prácticas ante el poder civil y ante las víctimas del abuso del poder. Tan pronto como en 1550 tuvimos en Nicaragua el primer obispo mártir del continente, Fray Antonio Valdivieso, asesinado por la causa de la justicia, como Monseñor Romero, matado como él por autoridades católicas y “por odio a la fe”, cuando la fe se traduce, como afirmaba Fray Antonio, en poner en práctica eso: “que el poder de la Iglesia sea para los opresos”, en su tiempo los indígenas.
EN
AMBOS BANDOS
Durante las luchas
independentistas las sociedades coloniales latinoamericanas se dividieron
profundamente y también tomaron bandos opuestos las jerarquías católicas.
En Centroamérica, varios sacerdotes, inspirados en el movimiento campesino armado que en México encabezaron los sacerdotes José María Morelos y Miguel Hidalgo, conspiraron contra la corona española y vivieron una experiencia religiosa en “desobediencia” a las autoridades que la representaban en la región.
Otros sacerdotes defendían el poder colonial. En 1811, el cura José Antonio Chamorro, clamó en esta proclama: “El pueblo insurrecto ha desobedecido a los reyes de España, ha menospreciado la legislación española... Ese monstruo infernal del pueblo insurgente ha sido y es un traidor a Dios y a la Religión…”
En 1824, tres años después de lograda la independencia, nada menos que el Papa, entonces León Once, calificó el vuelco político centroamericano como “funesto”, provocado “por la cizaña de la rebelión contra nuestro amado rey de España”.
Un siglo después, durante la intervención militar de Estados Unidos en Nicaragua, vimos a clérigos respaldando a los marines y a un obispo, Monseñor Simeón Pereira y Castellón, denunciando “la política calculada y amenazante” del imperio del Norte y pidiendo “ya no solamente para Nicaragua, sino para todos los pueblos americanos, un período de reparación y de justicia, que cese ya el predominio de la fuerza y que llegue la serena actuación del derecho”.
CONCILIO:
EL GRAN CAMBIO
Dos modelos de
Iglesia aparecieron de una o de otra forma en todos nuestros países en los más
de quinientos años de historia del cristianismo en América Latina, aunque es
justo reconocer que las jerarquías “desobedientes” fueron generalmente
excepciones, mientras que en las bases predominó durante siglos la religiosidad
enseñada por esas jerarquías, una religiosidad centrada en los ritos,
caracterizada por la resignación y por la esperanza en el “más allá”.
Esto empezó a cambiar por fin hace ahora cincuenta años con el gran acontecimiento que significó el Concilio Vaticano Segundo (1962-1965), un encuentro de más de dos mil obispos y teólogos de todo el mundo, reunidos por primera vez en un evento de ese tipo, ya no para condenar nada ni tampoco para discutir únicamente asuntos internos de la Iglesia.
Por primera vez la Iglesia católica parecía interesarse por “el mundo”. Por primera vez se proclamaba con fuerza que la Iglesia no es sólo el clero y los religiosos, sino todo el “pueblo de Dios”. El Concilio invitó a todos a ver el mundo con optimismo y a transformarlo para hacerlo más justo. La Iglesia comenzó a entenderse como un pueblo comprometido con hacer realidad el sueño de Jesús, el Reino de Dios. Y, siguiendo la tradición protestante, las comunidades católicas comenzaron, por primera vez, a leer la Biblia desde una exégesis renovada. Se abandonó el latín en la liturgia, se orientó el diálogo ecuménico con todas las religiones…
Por todas las “ventanas” de la Iglesia entraba “aire fresco”, como había querido el convocador del Concilio, el Papa Juan 23. No faltaron jerarquías eclesiásticas empeñadas en cerrarlas, aunque en aquel momento parecían estar en minoría.
MEDELLÍN
1968: HORA CERO
En 1968 los obispos
latinoamericanos se reunieron en Medellín para “leer” las importantes novedades
del Concilio desde la realidad de nuestro continente, la única región del planeta
habitada mayoritariamente por creyentes cristianos y, contradictoriamente, la
más desigual del globo, la de más injusta distribución de las riquezas, de la
tierra, de las oportunidades.
Si la Europa del Concilio vivía ya un proceso acelerado de secularización, donde la pregunta “religiosa” era “si hay vida después de la muerte”, de este lado del mundo la pregunta acuciante era “si habrá vida antes de la muerte”…
Urgidos por dar respuestas a esa pregunta nacida del empobrecimiento de las mayorías, nacieron de Medellín conceptos teológicos que inspiraron prácticas que recuperaban la fuerza transformadora del evangelio de Jesús: el pecado estructural (no basta con evitar el pecado personal, hay que transformar el pecado social); nuestro continente necesita no sólo de desarrollo, urge de liberación; la fe y la política, la fe y el compromiso por el cambio social no pueden separarse; Dios no es neutral en los conflictos históricos y toma partido por los pobres para que dejen de serlo; amar a los ricos es denunciar su riqueza injusta para que puedan vivir como hermanos, amar a los pobres es sacarlos de su pobreza para que logren vivir como humanos…
Siguiendo el método de ver–juzgar–actuar, los obispos reflexionaron sobre la realidad del continente e hicieron central la “opción preferencial por los pobres”. Los documentos surgidos de Medellín fueron una recreación original y autóctona de los del Concilio. Medellín fue el bautismo oficial de la teología de la liberación.
Eran tiempos de dictaduras militares por todo el continente cuando estas ideas y las prácticas derivadas de ellas -porque la teología de la liberación es ante todo una práctica, una actitud ante el poder y la pobreza que provoca-, vieron nacer la evolución más importante vivida por la Iglesia en América Latina.
Protagonismo de los ejércitos dominando los gobiernos y transformación profunda en las prácticas de la jerarquía y las bases de la Iglesia católica: un cambio en extremo conflictivo.
Monseñor Romero fue inicialmente un activo censor y adversario, por temor, de todo lo que había surgido de Medellín. Sería hasta unos diez años después que él, como tantas otras jerarquías, como tanta gente, cambió, se transformó, hasta llegar a ser quien es hoy: el representante más conocido en el mundo de ese momento estelar de la historia latinoamericana.
IGLESIAS
RENOVADAS
En toda América
Latina y en Centroamérica el Concilio y Medellín innovaron la Iglesia: en
barrios y parroquias de las ciudades nacieron las comunidades eclesiales de
base. En las zonas rurales surgieron los Delegados de la Palabra, con mayor
fuerza en Honduras. Por todas partes brotaban organizaciones de hombres y
mujeres que asumían por primera vez protagonismo en la promoción de la fe y de
la justicia social, todo a la vez y así por primera vez.
El Concilio y Medellín renovaron a la Iglesia de Nicaragua, hasta entonces muy encerrada en sí misma y muy vinculada a la dictadura somocista. Ya en 1966, un año después de terminado en Roma el Concilio, los religiosos capuchinos estadounidenses promovieron en la Costa Atlántica el movimiento de los Delegados de la Palabra y la capacitación de laicos.
En esos años surgen en Managua las primeras comunidades eclesiales de base, que tuvieron características urbanas, juveniles y de clases medias. En esos años Ernesto Cardenal iniciaba una original experiencia de trabajo pastoral en el archipiélago de Solentiname, las congregaciones religiosas femeninas abandonaban colegios para una juventud de clase alta y media y se iban a trabajar a los barrios, y el movimiento laico de Cursillos de Cristiandad asumía el compromiso social como señal de identidad.
Diez años de renovación de la Iglesia nicaragüense tuvieron su resultado más visible en la masiva participación del pueblo cristiano, del pueblo católico organizado en comunidades, en el derrocamiento de Somoza, un acontecimiento que alegró a Monseñor Romero. En su homilía del 22 de julio dijo: “Creo que interpreto el sentir de todos ustedes si nuestro primer saludo de esta mañana es para nuestra hermana república de Nicaragua. ¡Qué alegría nos da el inicio de su liberación!”
El precio que tuvo que pagar tanta gente comprometida en el resto de Centroamérica con un cambio de las estructuras de poder que generaban injusticias y empobrecimiento fue altísimo. A los fraudes electorales, a las dictaduras, a la represión siguió la resistencia, la organización campesina, las guerras civiles… El saldo: montañas de mártires “por odio a la fe” cuando la fe comenzó a entenderse como trabajo y lucha por la justicia social. Es interminable la lista de quienes fueron asesinados y asesinadas en las décadas de los años 60, 70 y 80 en nuestra región y en todo el continente.
ESTADOS
UNIDOS RESPONSABLE
En la sangre
derramada de tantos creyentes tuvo responsabilidad el gobierno de Estados
Unidos, inquieto por perder “la iniciativa ideológica” con cambios que
anunciaban un vuelco histórico.
En 1968, Nelson Rockefeller, Vicepresidente de Estados Unidos, con Nixon en la Casa Blanca, recorrió América Latina y observó que la Iglesia católica “ya no es un aliado seguro para Estados Unidos” y que el catolicismo se había convertido “en un peligroso centro de revolución potencial”.
En 1969 elaboró el Informe Rockefeller, en el que sentenció: “Si la Iglesia latinoamericana cumple los acuerdos de Medellín, los intereses de Estados Unidos están en peligro en América Latina”. Su recomendación al gobierno fue promover “otro tipo de cristianos”. Inició así la invasión del continente por denominaciones evangélicas fundamentalistas nacidas del prolífico pentecostalismo estadounidense, una invasión que no ha cesado desde entonces.
Años más tarde, un informe elaborado en 1980 para la campaña presidencial de Ronald Reagan, el Documento de Santa Fe, mantenía esa alerta y decretaba: “La política exterior de Estados Unidos debe comenzar a enfrentar (y no simplemente a reaccionar con posterioridad) a la Teología de la Liberación tal como es utilizada en América Latina por el clero de la Teología de la Liberación”.
Nunca como en aquellos años se manifestó con tanta intensidad el conflicto entre dos modelos de Iglesia: la que se acomoda al poder represivo y abusador y la que lo denuncia y lucha para cambiar las cosas.
Apoyaban los acuerdos de Medellín y la teología de la liberación cardenales, obispos, sacerdotes y religiosas y, principalmente, miles y miles de mujeres y hombres creyentes. Y la “enfrentaban” cardenales, obispos, sacerdotes y religiosas y también creyentes de base.
Este conflicto tiene una historia parecida y distinta, similar y específica en cada uno de los países latinoamericanos y en cada uno de los países centroamericanos.
ROMA
1978: HORA CERO
En 1978, con la
llegada al solio pontificio del cardenal Karol Wojtyla, que venía de la Polonia
comunista, el conflicto llegó a la cima del poder eclesiástico. El nuevo Papa
Juan Pablo Segundo se puso del lado de quienes querían “restaurar” la Iglesia
regresándola a la etapa pre-Concilio. Y aún con mayor ardor se puso del lado de
gobernantes y jerarquías eclesiásticas latinoamericanas que enfrentaban la
teología de la liberación. Vio lo que sucedía en América Latina con lentes
polacos, temió los cambios identificándolos con el comunismo y terminó haciendo
una opción preferencial por quienes combatían los cambios. Esa hostilidad alcanzó
de lleno a Monseñor Romero durante los tres años al frente del arzobispado de
San Salvador.
Las posiciones romanas se tradujeron en un calculado cierre de espacios, en el nombramiento de obispos “restauradores”, en cambios en los seminarios para formar a un clero “restaurador”, en el control de las congregaciones religiosas femeninas, en la suspensión de teólogos, en prohibiciones y condenas a la “Iglesia popular”, al “magisterio paralelo” y a “la relectura de la biblia”.
La más grave de las traducciones de esa hostilidad fue el apoyo, por acción o por omisión, a las dictaduras militares latinoamericanas, todas presididas por autoridades católicas que mataban a católicos “por odio a la fe” porque la fe se entendía como un compromiso por la justicia social.
24
MARZO 1980
En marzo de 1980 el
“odio a la fe” mató a Monseñor Romero. En los últimos meses de su vida Romero
fue como unas manos gigantes atareadas en el esfuerzo de detener la guerra, de
mantener unidos los pedazos de su país, a punto de quebrarse. Poco después de
su asesinato inició una guerra que se prolongaría doce años.
La presencia de esas manos y la memoria de ese corazón quebrado fueron persistentes y traspasaron las fronteras de El Salvador aceleradamente. Durante 35 años Romero fue San Romero de América, un icono ante la “restauración” impuesta desde Roma, que se instalaba, también aceleradamente en amplios sectores eclesiásticos del continente, para desde las cúpulas fluir rauda hacia las bases, en donde el fundamentalismo evangélico hacía también su trabajo modelando conciencias en la horma de la resignación.
TIEMPOS
DE “RESTAURACIÓN”
En Nicaragua, ya a
finales de los años 80, antes de la derrota electoral de la Revolución, el
modelo de Iglesia católica era el de la “restauración”, un modelo plenamente
vigente hasta hoy, cuando desde un gobierno, que se dice cristiano y de
izquierda, se promueve activamente una religiosidad alienante.
Las importantes transformaciones conseguidas en la Iglesia en diez años se fueron perdiendo en nuestros países. Con cada delegado, catequista, religiosa o sacerdote que caía se perdía a un multiplicador de los cambios.
La restauración impuesta desde el Vaticano promovió un clero formado en seminarios con escasa conciencia crítica. Se reforzó el clericalismo en la Iglesia, se volvió a la teología más conservadora, a la moral tradicional y a la obediencia al Papa. Se fomentaron las comunidades carismáticas para restar adeptos a los evangélicos y las comunidades eclesiales de base fueron siendo sustituidas por comunidades catecumenales. Los compromisos por el cambio social como expresión de la fe fueron siendo abandonados y se fomentaron las devociones tradicionales, las procesiones, las reliquias, los santos... El clero se fue haciendo cada vez más conservador y cercano al poder.
Las denuncias proféticas contra la injusticia social o contra la represión fueron apagándose. Y con el tiempo más se habló del aborto que de la corrupción o de la desigualdad. Juan Pablo Segundo fortaleció al Opus Dei y a los Legionarios de Cristo, poniendo en estos grupos más confianza que en las órdenes religiosas históricas: jesuitas, dominicos, franciscanos.
¿QUÉ
QUEDÓ DE LOS CAMBIOS?
El modelo impuesto
desde Roma tuvo una clara continuidad en Benedicto 16. Entre ambos pontífices
consumaron 35 años de guerra de alta y de baja intensidad contra los cambios
nacidos del Concilio y de Medellín.
El Papa Francisco, su estilo, su forma de mirar el mundo y sus palabras, representan una primavera después de un muy largo invierno, una suave brisa después de años de plomo.
El Papa Francisco, su estilo, su forma de mirar el mundo y sus palabras, representan una primavera después de un muy largo invierno, una suave brisa después de años de plomo.
¿Qué ha quedado en Centroamérica de la teología de la liberación? La utopía social y teológica de los años 60, 70 y 80 no tiene ya los mismos referentes y hay un cambio generacional, con cada vez menos agentes de los que impulsaron esos cambios. Pero fueron tantas las semillas sembradas entonces que siguen germinando hoy en formas inesperadas. Una de esas semillas se llama Romero. Heredera de esa utopía es también la teología feminista.
CENTROAMÉRICA
ES “OTRA”
Hoy, cuando el Papa
Francisco, llegado a Roma desde este “fin del mundo” -como llamó él a esta
América Latina tan distante del Vaticano- eleva a los altares a Romero, un
gesto de indudable rectificación, Centroamérica ya no es la misma del tiempo de
Monseñor.
En el actual modelo de crecimiento económico que siguió a los conflictos armados de los años 70 y 80, el que impera hoy en Centroamérica, nuestros países pasaron de una economía agroexportadora, dependiente exclusivamente de productos tradicionales: café, bananos, carne, azúcar, en algún tiempo algodón, a una economía algo más diversificada por el incremento de las maquilas, el turismo y las remesas de sus emigrantes. Los ingresos de divisas provenientes de estas actividades superaban ya en los años 90 a los que provienen de los productos agrícolas tradicionales y cambiaron el rostro de nuestras economías.
El fin de los conflictos armados de los años 80 propició también la reactivación y la expansión del comercio centroamericano y de los flujos de inversión dentro de la región. El nuevo rostro de nuestras economías es ahora “más centroamericano” que hace unos años y las élites empresariales son ya regionales. Surgieron también otras élites en una zona oculta: las dedicadas al narcotráfico, que ha adquirido dimensiones financieras y económicas insospechadas tan sólo hace algunos años y ha permeado instituciones políticas y jurídicas, cuerpos castrenses y policías.
ENTRE
VIOLENCIAS Y MIGRACIONES
El tiempo de
Monseñor Romero fue un tiempo de crisis rural, de organizaciones campesinas que
reclamaban tierra -las luchas por la reforma agraria- o que exigían mejores
salarios en las fincas de las oligarquías tradicionales, hoy transmutadas,
ellas o sus herederos, en élites financieras.
Hoy, aunque ya no estamos en guerra, somos territorio de violencias. Honduras está clasificada como el país “en paz” más violento del mundo. Guatemala le sigue los pasos. En El Salvador, mayo, el mes de la beatificación de Romero, fue el más violento de la posguerra, llegando al récord de 641 homicidios en sus treinta y un días. Más se mata y más se muere ahora de forma violenta que en los años de la represión y los conflictos armados.
Centroamérica ya no es la misma del tiempo de Monseñor. Y aunque ya no hay desaparecidos ni cárceles clandestinas, cada vez más gente desaparece de su país, se va, emigra, en el “clandestinaje” de andar sin papeles y de evadir controles represivos.
MUCHEDUMBRES
AYER Y HOY
Ya no es la misma
Centroamérica, pero sigue siendo la zona más desigual de una región, América
Latina, que continúa siendo la más desigual del planeta. En su homilía del 6 de
agosto de 1979 Monseñor Romero nombraba a una muchedumbre que aún podemos ver a
diario en ciudades y campos de nuestra región: “Niños que desde la más tierna
edad tienen que ganarse la vida, jóvenes a quienes no se les presta una
oportunidad para su desarrollo, campesinos carentes hasta de lo más necesario,
obreros a los que se les regatean sus derechos, subempleados, marginados y
hacinados, ancianos que se sienten inútiles…”
Y en esta nueva Centroamérica hay otra muchedumbre: la de quienes resisten a la minería y al saqueo de los recursos, la de quienes luchan contra la impunidad, la de quienes trabajan por detener tantas formas de violencia, la de quienes apoyan a los migrantes, la de quienes se esfuerzan para que las cosas cambien y dan la vida en ese esfuerzo. Son los nuevos mártires, aunque nadie los proclame así. Sin ser el único ayer Monseñor Romero hoy los representa a todos, a los de su tiempo y a los de este nuevo tiempo.
Y en esta nueva Centroamérica hay otra muchedumbre: la de quienes resisten a la minería y al saqueo de los recursos, la de quienes luchan contra la impunidad, la de quienes trabajan por detener tantas formas de violencia, la de quienes apoyan a los migrantes, la de quienes se esfuerzan para que las cosas cambien y dan la vida en ese esfuerzo. Son los nuevos mártires, aunque nadie los proclame así. Sin ser el único ayer Monseñor Romero hoy los representa a todos, a los de su tiempo y a los de este nuevo tiempo.
LA
VERDAD DE AQUEL CRIMEN
La ceremonia de
beatificación de Monseñor Romero fue un reconocimiento del derecho a la verdad.
El derecho a la verdad es un derecho humano, aun cuando no aparece consignado
en la Declaración Universal de Derechos Humanos.
En 2010 Naciones
Unidas proclamó el día del asesinato de Monseñor Romero, 24 de marzo, fecha
litúrgica en la que ahora será venerado, como Día Internacional del Derecho a
la Verdad, esa verdad a la que tienen derecho quienes han sufrido graves
violaciones a sus derechos humanos y a su dignidad.
La verdad en el crimen de Monseñor Romero se conoció en el mismo momento en que sonó el disparo que le partió el corazón. Doce años después la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas confirmó lo que ya se sabía, al señalar como autor intelectual del crimen al mayor Roberto D’Aubuisson, fundador de los escuadrones de la muerte y del partido ARENA. “Se visten de curas, pero son comunistas, han armado una cosa que se llama Iglesia Popular, que no es nuestra Iglesia del Vaticano, la Iglesia que dirige el Papa, la Iglesia de la que nosotros somos creyentes”, decía este hombre en la televisión… y poco después aparecía otro sacerdote asesinado. D’Aubuisson murió en 1993, al año siguiente de terminar la guerra en El Salvador.
La verdad de ese crimen ha sido reiteradamente reconocida. En 1994, el obispo Arturo Rivera y Damas, sucesor de Romero en el arzobispado de San Salvador, y su amigo, dijo en una homilía: “No se puede hablar de Monseñor Romero y de su trabajo pastoral si no se menciona a D’Aubuisson, como no se puede hablar de la pasión de Cristo sin tropezar con Pilatos y Judas y con Anás y Caifás. Y fue D’Aubuisson el que dio la orden de matarlo”.
Después de la muerte
de Rivera, Juan Pablo Segundo nombró como arzobispo de San Salvador a un
miembro del Opus Dei, que relegó al olvido a Monseñor Romero, y con otros
obispos del país hizo todo lo posible por borrar su memoria.
“USTEDES
MATARON A UN SANTO”
El 23 de mayo la
verdad reconocida y proclamada en esa plaza de la capital salvadoreña fue un
acto de reparación, de resarcimiento, incluso de retractación, por parte de la
Iglesia vaticana, que en su tiempo poco o nada hizo para detener el disparo que
mató a Romero. Sin el Papa Francisco esa rectificación hubiera sido imposible.
El 23 de mayo, cada vez que era nombrado Francisco, la multitud lo reconocía,
ovacionándolo agradecida.
En Centroamérica, envuelta en dictaduras y guerras civiles tan recientemente, han sido escasos -nulos en el caso de Nicaragua- los esfuerzos de justicia transicional. La ceremonia de beatificación de Monseñor Romero fue un solemne acto simbólico de justicia transicional.
En Centroamérica, envuelta en dictaduras y guerras civiles tan recientemente, han sido escasos -nulos en el caso de Nicaragua- los esfuerzos de justicia transicional. La ceremonia de beatificación de Monseñor Romero fue un solemne acto simbólico de justicia transicional.
Sin decirlo así explícitamente, “la verdad” que la Iglesia oficial afirmó esa mañana para hacer justicia, ante toda la sociedad salvadoreña y ante el mundo, era la santidad de Monseñor Romero. Para un sector aún muy poderoso de la sociedad salvadoreña la verdad que allí se proclamó, sin decirla y a pleno sol, era contundente: “Ustedes mataron a un santo”.
Centroamérica asistió a la más grande derrota simbólica del partido ARENA, la derecha más organizada de la región, el partido fundado por el asesino del beato.
Y para refrendar aún más simbólicamente esa verdad, y esa derrota, en los precisos momentos en que iniciaba el momento de la ceremonia en que se proclamó la santidad de Monseñor Romero el sol se fue rodeando de un halo brillante de colores. Un arcoíris circular, fenómeno poco frecuente, adornó el cielo durante media hora sumándose al júbilo masivo.
“ESTE
PUEBLO VOLVERÁ A SONREIR”
En el rito de la
beatificación se proclamó otra verdad, dedicada a quienes siguen asesinando en
nuestros países a tanta gente buena: “Mientras los perseguidores de Monseñor
Romero han desaparecido en la sombra del olvido y de la muerte, la memoria de
Romero en cambio continúa viva”, proclamó el cardenal Amato, quien presidió una
ceremonia en la que se hizo justicia y se advirtió a los que matan que se hará
justicia.
Muchos de los “perseguidores” de Monseñor Romero aún siguen vivos. Algunos, los del mundo político, estaban presentes en el palco de los invitados especiales, entre ellos destacó el hijo de D’Aubuisson, hoy alcalde de Santa Tecla. Algunos, los del mundo jerárquico católico, también estuvieron presentes, dan entrevistas, hasta escriben libros y hoy se hacen pasar por los más cercanos a Romero, entre ellos destaca el sacerdote Jesús Delgado.
Lágrimas, contenidas o incontrolables, aparecían en los rostros de mucha gente durante las tres horas que duró la ceremonia de beatificación. “Este pueblo volverá a sonreír”, dijo Monseñor Romero en una de sus homilías en los años oscuros de la represión más dura. Esa mañana se cumplió su deseo: también hubo muchas sonrisas de esperanza, de consuelo, de satisfacción en los rostros de la gente, que sentía que por fin se les hacía justicia con un regalo largo tiempo deseado.
Inicia ahora otra etapa: tiempos en que trigo y cizaña crecerán juntos alrededor del nuevo beato. Porque el conflicto entre dos modelos de Iglesia -del que apenas hemos esbozado un breve recuento- sigue presente en nuestros países. 35 años de imposición desde arriba de un modelo conservador no pasan en balde, dejan los escombros que un terremoto deja y exigen reconstrucción, volver a empezar...
TRIGO
Y CIZAÑA: DOS APUESTAS
Se ha inaugurado un
nuevo concepto de santidad que va mucho más allá de las virtudes personales: el
vinculado al compromiso por el cambio social y político hasta dar la vida. Y
como toda novedad, provocará conflicto. Unos seguirán conservando los mensajes
de Monseñor Romero manteniéndolos vivos y actualizándolos en infatigables
luchas por la justicia. Otros pretenderán edulcorar a Monseñor,
des-profetizarlo, domesticarlo, arrancándolo del contexto que lo hizo ser quien
llegó a ser.
La apuesta de quienes pretenden reconciliar a un país tan polarizado por la injusticia como El Salvador proponiendo a Monseñor Romero como “patrón de la reconciliación”, escondiendo las razones de tanta violencia y tantas desigualdades, pretende convertirlo en un mito. La apuesta de quienes trabajarán por conservar el relato de su vida y la fuerza transformadora de su mensaje para cambiar las cosas en El Salvador busca lo mismo que en estos 35 años: seguir resucitándolo. Sólo el tiempo nos dirá qué apuesta tiene mayor calado.