Emir
Sader
www.jornada.unam.mx/090715
En la era
neoliberal, como parte de los intentos de descalificación del Estado, se ha
desatado una campaña sistemática en contra de pagar impuestos. Total, el Estado
despilfarra, alimenta a burócratas inútiles para la sociedad, es fuente de
corrupción, no devuelve a la gente lo que recauda. Pagar impuestos, desde ese
punto de vista, es ser extorsionado por el Estado, es entregarle una parte de
lo que uno conquista con su propio trabajo.
Además de que el
Estado haría mal uso de los recursos que extraiga de las personas, incentivando
el que la gente no trabaje y viva de los beneficios de las políticas públicas,
subsidiando el consumo de las personas en lugar de impulsarlas a ganar su vida
con el sudor de su propia frente.
Generado y
fortalecido ese razonamiento, la gente reacciona mecánicamente frente a
cualquier impuesto: rechazarlo, con agresividad, con odio, reforzando los
mecanismos de defensa frente a una nueva ofensiva del monstruo Leviatán.
Sin embargo, la
forma del Estado de obtener recursos para sus políticas es mediante la
recaudación, un mecanismo que en lugar de desconcentrar la renta, contribuye
para concentrarla más. Porque las
estructuras tributarias son socialmente injustas: el que gana más, paga menos;
el que gana menos, paga más.
Gran parte de los impuestos son indirectos, es decir, el pobre y el rico
pagan lo mismo. Pero las grandes empresas gozan de subsidios y
exenciones tributarias de parte del Estado, se valen de la abogacía tributaria
para burlar los impuestos, engañan, envían plata a paraísos fiscales (de los
que el HSBC de Suiza es sólo un ejemplo). Como resultado, en lugar de
redistribuir la renta, la estructura tributaria concentra todavía más la renta en
nuestros países.
Pero cada vez que un
gobierno –a escala nacional, provincial o de las ciudades– intenta corregir
esas deformaciones, se enfrenta a una brutal campaña mediática y política,
llevada a cabo por el gran empresariado –el más grande beneficiario de la
estructura tributaria actual–, el monopolio de los medios de comunicación, los
partidos de derecha y fuerzas que, aun bajo el manto de intereses populares
–ONG y otras–, se oponen al Estado y a la búsqueda de recursos de los sectores
más pudientes para sus políticas.
La experiencia sobre
intentos de hacer aprobar reformas tributarias socialmente justas, donde la
gran mayoría de la población sea beneficiaria –sea porque deja de pagar, sea
porque pasa a pagar menos–, suelen frustrarse. Ello se da no sólo porque los
congresos suelen estar dominados por distintos lobbies vinculados a
empresas, a las que no les gusta nunca una justicia tributaria, sino también
porque el gran empresariado –al cual le tocaría ser el único sector que pagaría
más– aliado a los medios monopolistas, logran movilizar a sectores de clase
media, así como incluso de sectores populares, en contra de esas iniciativas.
Es decir, sectores
que serían beneficiados directamente por una reforma tributaria socialmente
justa terminan siendo dirigidos por los grupos que tendrían que pagar más
impuestos, para oponerse a una iniciativa que va en la dirección de sus
intereses.
Ello ha pasado en
varios gobiernos, en distintos niveles y circunstancias, en muchos países, en
que los medios de comunicación lideran campañas para defender a los más ricos.
El caso de Ecuador es solamente el más
reciente. Dos proyectos de ley del gobierno, uno de elevación de los impuestos
a las herencias, otro a la plusvalía, que afectarán a apenas 2 por ciento de la
población –los más ricos–, encuentra resistencia en sectores medios y hasta
populares, llevados por el engaño y la mentira. Increíble el milagro –o, mejor,
la alienación– de sectores medios que van a pagar menos con la nueva estructura
tributaria, que va a recaer sobre los más ricos, de salir a defenderlos.
Es un mecanismo
alienado que reposa en el prejuicio general de que el Estado actúa contra la
gente, contra las personas, contra los individuos. Como si el Estado no fuera
responsable por toda la estructura pública de educación y de salud, de que
puede disfrutar toda la población. Como si el Estado no fuera encargado de
atender a los sectores perjudicados por los mecanismos de concentración de la
renta, con políticas sociales que benefician a los sectores más marginalizados
y fragilizados.
Pero la ideología
individualista y egoísta, que se pregunta siempre: ¿cuánto gano yo?, ¿cuánto
voy a perder?, impide a esos sectores hasta darse cuenta de que van a ser
beneficiarios de una estructura tributaria más justa.
Se alían entonces
sectores del gran empresariado –donde el financiero tiene un papel importante–,
de partidos de derecha, de los monopolios privados de los medios de
comunicación, que arrastran a sectores de clase media y de algunos sectores
populares, así como a grupos de ultraizquierda, para oponerse a reformas
tributarias socialmente justas.
Se trata de un
frente político que, por distintos intereses, se enfrenta a gobiernos
populares. Se valen del sentimiento contra los impuestos, forjado cotidianamente
por los monopolios privados de los medios, en su campaña de criminalización del
Estado, para movilizar a sectores diferenciados en una pelea en que buscan
inviabilizar las políticas gubernamentales.
En democracia, el que gana más, debe pagar más. El
que gana menos, debe pagar menos, o nada.