Buenas tardes a todos.
Hace algunos meses nos
reunimos en Roma y tengo presente ese primer encuentro nuestro. Durante este
tiempo los he llevado en mi corazón y oraciones. Me alegra verlos de nuevo
aquí, debatiendo los mejores caminos para superar las graves situaciones de
injusticia que sufren los excluidos en todo el mundo. Gracias Señor Presidente
Evo Morales por acompañar tan decididamente este Encuentro.
Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo. Gracias por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y Paz que preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se sienten más cercanos a los movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver la Iglesia con las puertas abiertas a todos Ustedes, que se involucre, acompañe y logre sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos populares.
Los invito a todos, Obispos,
sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones sociales de las periferias
urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.
Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la de Ustedes: tierra, techo y trabajo para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la tierra.
1. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero aclarar, para que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas comunes de todos los latinoamericanos y, en general, de toda la humanidad. Problemas que tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo. Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien en un mundo donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad?
- ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas
guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros
barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el
aire y todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza?
Entonces, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un cambio.
Ustedes -en sus cartas y en nuestros encuentros- me han relatado las múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad laboral, en cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible que une cada una de esas exclusiones, ¿podemos reconocerlo? Porque no se trata de cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que estas realidades destructoras responden a un sistema que se ha hecho global. ¿Reconocemos que este sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza?
Ustedes -en sus cartas y en nuestros encuentros- me han relatado las múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad laboral, en cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible que une cada una de esas exclusiones, ¿podemos reconocerlo? Porque no se trata de cuestiones aisladas. Me pregunto si somos capaces de reconocer que estas realidades destructoras responden a un sistema que se ha hecho global. ¿Reconocemos que este sistema ha impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción de la naturaleza?
Si es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los Pueblos... Y tampoco lo aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra como decía San Francisco.
Queremos un cambio en nuestras
vidas, en nuestros barrios, en el pago chico, en nuestra realidad más cercana;
también un cambio que toque al mundo entero porque hoy la interdependencia
planetaria requiere respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace
de los pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de
la exclusión y la indiferencia.
Quisiera hoy reflexionar con ustedes
sobre el cambio que queremos y necesitamos. Saben que escribí recientemente
sobre los problemas del cambio climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un
cambio en el otro sentido. Un cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un
cambio -podríamos decir- redentor. Porque lo necesitamos. Sé que ustedes buscan
un cambio y no sólo ustedes: en los distintos encuentros, en los distintos
viajes he comprobado que existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de
cambio en todos los pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez
más reducida que cree beneficiarse con este sistema reina la insatisfacción y
especialmente la tristeza. Muchos esperan un cambio que los libere de esa
tristeza individualista que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando; no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que hace ya desde hace mucho tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez irreversibles en el ecosistema. Se está castigando a la tierra, a los pueblos y las personas de un modo casi salvaje.
Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción, se huele el tufo de
eso que Basilio de Cesarea llamaba «el estiércol del diablo». La ambición desenfrenada de dinero que
gobierna.
El servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte
en ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el
dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al
hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta
pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa
común.
No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica ‘negra’ de cada día, creemos que no hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de la familia y los afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano, vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido si ni siquiera tengo derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador que apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los parajes con el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para mis problemas? ¡Mucho!
Pueden hacer mucho. Ustedes,
los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho.
Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus
manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de «las tres T»
(trabajo, techo, tierra) y también, en su participación protagónica en los
grandes procesos de cambio, nacionales, regionales y mundiales. ¡No se
achiquen!
2. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una
frase que me gusta mucho: «proceso de cambio». El cambio concebido no como algo
que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se
instauró tal o cual estructura social. Sabemos dolorosamente que un cambio de
estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes
y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y
sucumbir.
Por eso me gusta tanto la
imagen del proceso, donde la pasión por sembrar, por regar serenamente lo que
otros verán florecer, remplaza la ansiedad por ocupar todos los espacios de
poder disponibles y ver resultados inmediatos. Cada uno de nosotros no es más
que parte de un todo complejo y diverso interactuando en el tiempo: pueblos que
luchan por una significación, por un destino, por vivir con dignidad, por
«vivir bien».
Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social. Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino amenazado, del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin techo, del migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de la madre que perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico, del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud; cuando recordamos esos «rostros y nombres» se nos estremecen las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos...
Porque «hemos visto y oído»,
no la fría estadística sino las heridas de la humanidad doliente, nuestras
heridas, nuestra carne. Eso es muy distinto a la teorización abstracta o la
indignación elegante. Eso nos conmueve, nos mueve y buscamos al otro para
movernos juntos. Esa emoción hecha acción comunitaria no se comprende
únicamente con la razón: tiene un plus de sentido que sólo los pueblos
entienden y que da su mística particular a los verdaderos movimientos
populares.
Ustedes viven cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me han hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas y yo se los agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y mata.
Los he visto trabajar
incansablemente por la tierra y la agricultura campesina, por sus territorios y
comunidades, por la dignificación de la economía popular, por la integración
urbana de sus villas y asentamientos, por la autoconstrucción de viviendas y el
desarrollo de infraestructura barrial, y en tantas actividades comunitarias que
tienden a la reafirmación de algo tan elemental e innegablemente necesario como
el derecho a «las tres T»: tierra, techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al territorio, al oficio, al gremio, ese reconocerse en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas, porque ni los conceptos ni las ideas se aman; se aman las personas.
La entrega, la verdadera
entrega surge del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y
comunidades... rostros y nombres que llenan el corazón. De esas semillas de
esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por
subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán
bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo.
Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes; pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda. Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que cada uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino que también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza, desigualdad y exclusión.
Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de sus legítimos derechos, los pueblos y sus organizaciones sociales construyan una alternativa humana a la globalización excluyente.
Ustedes son sembradores del
cambio. Que Dios les dé coraje, alegría, perseverancia y pasión para seguir
sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos de ver los frutos. A los dirigentes les pido: sean creativos y
nunca pierdan el arraigo a lo cercano, porque el padre de la mentira sabe
usurpar palabras nobles, promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas,
pero si ustedes construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y
la experiencia viva de sus hermanos, de los campesinos e indígenas, de los
trabajadores excluidos y las familias marginadas, seguramente no se van a
equivocar.
La Iglesia no puede ni debe ser ajena a este proceso en el anuncio del Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea acompañando y promoviendo a los excluidos en todo el mundo, junto a cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando abnegadamente en los campos de la salud, el deporte y la educación. Estoy convencido que la colaboración respetuosa con los movimientos populares puede potenciar estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Tengamos siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio, una madre sin techo que supo transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos pañales y una montaña de ternura. María es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Rezo a la Virgen María, a la que el pueblo boliviano se confía con fervor, para que permita que este Encuentro nuestro sea fermento de cambio.
3. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para el bien de todos nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos. Queremos un cambio que se enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los movimientos populares y otras fuerzas sociales, eso también lo sabemos.
Pero no es tan fácil definir
el contenido del cambio, podría decirse, el programa social que refleje este
proyecto de fraternidad y justicia que esperamos. En ese sentido, no esperen de
este Papa una receta. Ni el Papa ni la
Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad social ni la
propuesta de soluciones a los problemas contemporáneos. Me atrevería a
decir que no existe una receta. La historia la construyen las generaciones que
se suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y
respetando los valores que Dios puso en el corazón.
Quisiera, sin embargo,
proponer tres grandes tareas que
requieren el decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares:
3.1. La primera tarea
es poner la economía al servicio de los pueblos: Los seres humanos y
la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos NO a una
economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de servir. Esa
economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la Madre Tierra.
La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente asegurar la comida o un "decoroso sustento". Ni siquiera, aunque ya sería un gran paso, garantizar el acceso a «las tres T» por las que ustedes luchan.
Una economía verdaderamente
comunitaria, podría decir, una economía de inspiración cristiana, debe
garantizar a los pueblos dignidad «prosperidad sin exceptuar bien alguno». Esto
implica «las tres T» pero también acceso a la educación, la salud, la innovación,
las manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el deporte y la
recreación.
Una economía justa debe crear las condiciones para que cada persona
pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la
juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder
a una digna jubilación en la ancianidad.
Es una economía donde el ser
humano en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de producción y
distribución para que las capacidades y las necesidades de cada uno encuentren
un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen
este anhelo de una manera simple y bella: «vivir bien».
Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también posible. No es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista. Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que suficientes para el desarrollo integral de «todos los hombres y todo el hombre».
El problema, en cambio, es
otro. Existe un sistema con otros objetivos. Un sistema que a pesar de acelerar
irresponsablemente los ritmos de la producción, a pesar de implementar métodos
en la industria y la agricultura que dañan la Madre Tierra en aras de la
«productividad», sigue negándoles a miles de millones de hermanos los más
elementales derechos económicos, sociales y culturales. Ese sistema atenta
contra el proyecto de Jesús.
La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún más fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece. El destino universal de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad privada. La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos naturales, debe estar siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y estas necesidades no se limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas gotas cuando lo pobres agitan esa copa que nunca derrama por sí sola. Los planes asistenciales que atienden ciertas urgencias sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Nunca podrán sustituir la verdadera inclusión: ésa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario.
En este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial.
He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores, unidos en cooperativas y otras formas de organización comunitaria, lograron crear trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica. Las empresas recuperadas, las ferias francas y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de esa economía popular que surge de la exclusión y, de a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la dignifican. ¡Qué distinto es eso a que los descartados por el mercado formal sean explotados como esclavos!
Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento, coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción comunitaria. Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer infraestructura adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de este sector alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos la misión de «las tres T» se activan los principios de solidaridad y subsidiariedad que permiten edificar el bien común en una democracia plena y participativa.
3.2. La segunda tarea
es unir nuestros pueblos en el camino de la paz y la justicia.
Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados.
Ningún poder fáctico o
constituido tiene derecho a privar a los países pobres del pleno ejercicio de
su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de colonialismo que
afectan seriamente las posibilidades de paz y de justicia porque «la paz se
funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino también en los
derechos de los pueblos particularmente el derecho a la independencia».
Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia política y, desde entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática y llena de contradicciones intentando conquistar una independencia plena.
En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los gobiernos de la región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la de cada país y la del conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros padres de antaño, llaman la «Patria Grande». Les pido a ustedes, hermanos y hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten esa unidad. Mantener la unidad frente a todo intento de división es necesario para que la región crezca en paz y justicia.
A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la «Patria Grande» y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta distintas fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero: corporaciones, prestamistas, algunos tratados denominados «de libres comercio» y la imposición de medidas de «austeridad» que siempre ajustan el cinturón de los trabajadores y de los pobres.
Los obispos latinoamericanos
lo denuncian con total claridad en el documento de Aparecida cuando afirman que
«las instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen al
punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los
Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de
desarrollo al servicio de sus poblaciones».
En otras ocasiones, bajo el
noble ropaje de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo
-graves males de nuestros tiempos que requieren una acción internacional
coordinada- vemos que se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver
con la resolución de esas problemáticas y muchas veces empeora las cosas.
Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de comunicación social que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta uniformidad cultural es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es el colonialismo ideológico. Como dicen los Obispos de África, muchas veces se pretende convertir a los países pobres en «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco».
Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales. Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia.
Pero interacción no es
sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en función de los intereses
de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los países pobres a meros
proveedores de materia prima y trabajo barato, engendra violencia, miseria,
migraciones forzadas y todos los males que vienen de la mano... precisamente
porque al poner la periferia en función del centro les niega el derecho a un
desarrollo integral. Eso es inequidad y la inequidad genera violencia que no
habrá recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de detener.
Digamos NO a las
viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos SÍ al
encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la
paz.
Aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que «cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia».
Aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que «cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas acciones de la Iglesia».
Les digo, con
pesar: se han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios
de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo
ha dicho el CELAM y también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II pido
que la Iglesia «se postre ante Dios e implore perdón por los pecados pasados y
presentes de sus hijos». Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue
san Juan Pablo II: pido humildemente
perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino por los crímenes
contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de América.
También les pido a todos,
creyentes y no creyentes, que se acuerden de tantos obispos, sacerdotes y
laicos que predicaron y predican la buena noticia de Jesús con coraje y
mansedumbre, respeto y en paz; que en su paso por esta vida dejaron conmovedoras
obras de promoción humana y de amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas
o acompañando a los propios movimientos populares incluso hasta el martirio.
La Iglesia, sus hijos e hijas,
son una parte de la identidad de los pueblos en Latinoamérica. Identidad que
tanto aquí como en otros países algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez
porque nuestra fe es revolucionaria, porque nuestra fe desafía la tiranía del ídolo
dinero. Hoy vemos con espanto como en Medio Oriente y otros lugares del mundo
se persigue, se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en
Jesús. Eso también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial
en cuotas que vivimos, hay una especie de genocidio en marcha que debe cesar.
A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme trasmitirle mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de sus pueblos y culturas, eso que yo llamo poliedro, una forma de convivencia donde las partes conservan su identidad construyendo juntas una pluralidad que no atenta, sino que fortalece la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que combina la reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y nos fortalece a todos.
3.3. La tercera tarea,
tal vez la más importante que debemos asumir hoy, es defender la
Madre Tierra.
La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada impunemente. La cobardía en su defensa es un grave pecado. Vemos con decepción creciente cómo se suceden una tras otra cumbres internacionales sin ningún resultado importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de actuar que no se está cumpliendo.
No se puede permitir que
ciertos intereses -que son globales pero no universales- se impongan, sometan a
los Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación.
Los pueblos y sus movimientos están llamados a clamar, a movilizare, a exigir
-pacifica pero tenazmente- la adopción urgente de medidas apropiadas. Yo les
pido, en nombre de Dios, que defiendan a la Madre Tierra. Sobre éste tema me
expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si'.
4. Para finalizar, quisiera
decirles nuevamente: el futuro de la
humanidad no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes
potencias y las élites. Está fundamentalmente en manos de los pueblos; en
su capacidad de organizar y también en sus manos que riegan con humildad y
convicción este proceso de cambio. Los acompaño.
Digamos juntos desde el
corazón: ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin
tierra, ningún trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna
persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades,
ningún anciano sin una venerable vejez. Sigan con su lucha y, por
favor, cuiden mucho a la Madre Tierra. Rezo por ustedes, rezo con ustedes y
quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga, que los
colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente esa fuerza
que nos mantiene en pie: esa fuerza es la esperanza, la esperanza que no
defrauda, gracias.
Y, por favor, les pido que recen por mí.
Y, por favor, les pido que recen por mí.