Maximiliano Koch, S.J.
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Mientras pensaba en los miles de haitianos que concurren cada día a la
frontera con República Dominicana, recordé las palabras que el poeta argentino
Paco Urondo escribió cuando estaba detenido.
La frontera... ese lugar que no existe sino en la imaginación y los
acuerdos de los hombres y que, sin embargo, cobra vidas, se apropia de los
derechos de las personas, vulnera la dignidad, quiebra sueños, desalienta
esperanzas.
Suele ocurrir que en los lugares fronterizos los olores, colores,
sabores y hasta los idiomas pierdan su identidad. Paradójicamente, aquella
línea creada arbitrariamente, que pretende preservar el “quiénes somos” dentro
de un espacio, se transforma en un lugar metamórfico, donde las personas que
están “aquí” también están “allí” y por eso son de un lugar y del otro.
Sobre sus espaldas cargan con una cultura heredada y en su caminar se
alimentan con los modos de otros que son tan distintos como buenos y por eso
les nutren. Gente que en la frontera no ve un límite, sino un trámite. Y esta
realidad habla de horizontes que se abren en un “nosotros” compartido. La
identidad quedará resguardada en un partido de fútbol, en una comida, en una
“visita a la capital”, donde la “verdaderamente nuestro” parece bien
custodiado.
Pero fronteras como la de Haití con República Dominicana, entre tantas
otras, pueden convertirse en lugares existenciales difíciles. En este sitio, el
“nosotros” pierde todo su peso y no queda sino un “tu” que no debe confundirse
con un “yo”. No se permite la confusión de la identidad de las personas, y ésta
queda determinada por el lugar de procedencia.
Están los dueños del lugar y los que pretenden entrar en él. Están los
que pueden cruzar la frontera mostrando un pasaporte y los que deben pagar
sobornos para hacerlo. Están aquellos a los que se les provee electricidad las
24 horas y los que deben cargar sus baterías durante las 5 o 6 que están
encendidos los generadores, si todavía funcionan. Están los que miran aquella
línea imaginaria con desconfianza ante posibles invasiones a cuenta gotas y los
que la miran con esperanza, con sueños, como lo único posible.
Durante 25 días, tres teólogos del CIF Bogotá fuimos enviados a conocer el trabajo de nuestros compañeros jesuitas en la isla compartida por República Dominicana y Haití. En Dajabón, lado dominicano de la frontera, colaboramos en los proyectos que realiza “Solidaridad Fronteriza”.
Ésta es una ONG fundada por la Compañía y actualmente dirigida por
laicos; se preocupa por la realidad de las comunidades en República Dominicana,
realizando un monitoreo del respeto de los derechos humanos en el lugar y
desarrollando proyectos de mejora en la alimentación y calidad de vida.
También conocimos el hogar de acogida de niños haitianos en esta ciudad
de Dajabón. La mayoría son indocumentados y sobreviven lustrando zapatos o
pidiendo algo para comer. En el hogar reciben atención, higiene, comida cada
día. Finalmente, conocimos el colegio ITESIL que, de modo gratuito, asiste las
necesidades educativas, abriendo horizontes para unos 600 estudiantes.
Ya en Ouanaminthe, el lado haitiano de la frontera, visitamos colegios de Fe y Alegría (cuenta con cinco en el lugar) y, nuevamente, nos contactamos con Solidaridad Fronteriza que comparte proyectos con la oficina de Dajabón, adaptados a esta realidad. Por ello, en este lugar, se hace un aporte significativo trabajando en proyectos de reforestación y de preservación del cauce del río Masacre, límite transfronterizo.
Mantuvimos una reunión con uno de los abogados que trabajan en esta
institución, quien nos explicó la complejidad de la situación de los migrantes.
La crisis política y económica lleva a que miles de haitianos deseen trabajar,
al menos temporalmente, en República Dominicana. Pero allí sufren
discriminación (que se refleja también en los salarios que reciben), son
deportados y sus pertenencias incautadas, y están obligados a sobornar
constantemente a funcionarios corruptos.
Y, sin embargo, ese horizonte parece mejor que el haitiano, donde un
gran porcentaje de la población vive con menos de un dólar americano al día y
la desocupación alcanza índices abrumadores. Las soluciones no parecen visibles
para analistas, politólogos o economistas, ni tampoco para las mujeres que
caminan con bultos en sus cabezas o aquellas que cocinan y permanecen en las
puertas de sus casas durante todo el día, esperando que el calor se haga más
soportable. Por ello, no resulta extraño que vean en un puente que no mide más
que unos metros, la puerta a un nuevo orden y una nueva realidad.
Al contemplar la realidad de la frontera, en la que la corrupción, el
tráfico de mercancías y personas, la indignidad y el abuso son monedas
corrientes, encontrarse con un grupo de compañeros jesuitas comprometidos,
alegres, acogedores se convierte en un signo escatológico. Personas que
trabajan de uno y otro lado, rompiendo la dinámica impuesta del “tú” y “yo”
para convertirla en un “nosotros para los demás”. Signo de un Dios que se
preocupa por todos, haitianos y dominicanos y para quien los idiomas,
identidades o culturas no son impedimentos para ver, en todos ellos, la calidad
de hijos amados.
Pero contemplar la realidad de la frontera también es mirar personas que
aguardan frente a sus casas que pase algo. O que caminan esquivando las
moto-taxi que cargan con 3 o 4 pasajeros mientras la basura se acumula bajo sus
pies. Caminan frente a una frontera que deja de ser una línea imaginaria para
convertirse en la causa de muchos sueños rotos.
Y ante esta realidad, con ojos lagrimosos, queda pedir perdón por lo que
contribuimos a hacer con nuestra indiferencia, comodidad, falta de compromiso,
mientras se abren deseos de acompañar el sueño de nuestros compañeros que
anuncian que, a pesar de todo, el Reino de Dios está en este lugar.