www.rebelion.org/020616
Edward Said no era un ecologista radical; provenía de una familia de
comerciantes, artesanos y profesionales. En una ocasión se describió a sí mismo
como “un caso extremo de palestino urbanita cuya relación con la tierra es
básicamente metafórica”. En After the Last Sky, sus meditaciones sobre
las fotografías de Jean Mohr exploraban los aspectos más íntimos de la vida
palestina, desde la hospitalidad al deporte y a la decoración del hogar. El
detalle más nimio –la colocación de un marco, la postura desafiante de un niño-
provocaba en Said un torrente de percepciones.
Pero cuando se enfrentaba a las imágenes de los campesinos palestinos
–cuidando de sus rebaños, trabajando la tierra-, la especificidad se evaporaba
súbitamente. ¿Qué tipo de cosecha estaban cultivando? ¿En qué estado se hallaba
el suelo? ¿Disponían de agua? No era capaz de captarlo. “Sigo percibiendo una
población de sufridos campesinos pobres, a veces peculiar, inmutable y
colectiva”, confesaba Said. Se trataba de una percepción “mítica” –reconocía-
que, sin embargo, mantuvo.
Si bien la agricultura era otro mundo para Said, pensaba que quienes
dedicaban sus vidas a cuestiones como la contaminación del aire y del agua
habitaban otro planeta. En una ocasión, hablando con su colega Rob Nixon,
describió el ecologismo como “la indulgencia de mimados ecologistas radicales
que carecen de una causa adecuada”.
Pero los desafíos medioambientales del Oriente Medio son imposibles de
ignorar para alguien inmerso, como Said, en su geopolítica. Se trata de una
región intensamente vulnerable al calor y a la escasez de agua, al aumento del
nivel del mar y a la desertificación. Un reciente informe sobre el cambio
climático publicado en la revista Nature predice que, a menos que
reduzcamos radical y rápidamente las emisiones, es probable que partes inmensas
del Oriente Medio “experimenten niveles de temperatura intolerables para el ser
humano” a finales de este siglo. Y esto es algo tan contundente como aseguran
los científicos del clima.
Sin embargo, en la región se tiende aún a tratar las cuestiones
medioambientales como si fueran algo no prioritario o una causa superflua. La
razón no es la ignorancia ni la indiferencia. Se trata tan sólo del ancho de
banda. El cambio climático es una grave amenaza pero los aspectos más
aterradores del mismo van a darse a medio plazo. Sin embargo, a corto plazo,
hay siempre amenazas mucho más urgentes con las que lidiar: la ocupación
militar, los ataques aéreos, la discriminación sistémica, el embargo. Nada
puede competir con eso, ni debería intentarlo.
Hay otras razones por las que Said podría haber considerado el
ecologismo como un patio de recreo burgués. El Estado israelí ha revestido
desde hace mucho tiempo de un barniz verde su proyecto de construcción de la
nación, algo que fue parte fundamental de los valores pioneros del “retorno a
la tierra” sionista. Y, en este contexto, los árboles han estado,
específicamente, entre las armas más potentes para el saqueo y la ocupación de
la tierra.
No se trata sólo de los innumerables olivos y árboles de pistachos
arrancados para dejar espacio a los asentamientos y carreteras sólo para
israelíes, también de los extensos bosques de pinos y eucaliptos que el Fondo
Nacional Judío (JNF, por sus siglas en inglés), ha plantado de la forma más
infame en esos huertos y en el espacio de los pueblos palestinos en función de
su eslogan “convertir el desierto en vergel”, alardeando de haber plantado 250
millones de árboles en Israel desde 1901, muchos de ellos no autóctonos de la
región.
En los folletos propagandísticos, el JNF se promociona como otra ONG verde,
preocupada por la gestión de los bosques y del agua, de los parques y del ocio.
Es también el mayor terrateniente privado en el Estado de Israel y, a pesar de
la cantidad de complicados retos legales, todavía se niega a arrendar o vender
tierras a los no judíos.
Crecí en una comunidad judía donde todas las conmemoraciones
–nacimientos y muertes, día de la madre, bar
mitzvah- estaban marcadas
por la compra orgullosa de un árbol del JNF en honor a la persona. No fue sino
hasta la edad adulta cuando empecé a entender que esas entrañables coníferas de
remotos lugares, cuyos certificados empapelaban las paredes de mi escuela
primaria en Montreal, no eran benignas, no eran sólo algo para plantar y
después abrazar. En realidad, esos árboles están entre los símbolos más
flagrantes del sistema israelí de discriminación oficial, algo que debe
desmantelarse si queremos llegar a conseguir una coexistencia pacífica.
El JNF es un ejemplo reciente y extremo de lo que algunos llaman
“colonialismo verde”. Pero el fenómeno no
es ni nuevo ni único en Israel. Hay una historia larga y penosa en las Américas
respecto a hermosas extensiones de tierras salvajes convertidas en parques
protegidos, y esa designación se utilizó después para impedir que los pueblos
indígenas pudieran acceder a sus territorios ancestrales para cazar y pescar o,
sencillamente, para vivir. Ha sucedido una vez y otra.
Una versión contemporánea de este fenómeno es la compensación por emisiones
de carbono. Los pueblos indígenas, de Brasil a Uganda, se han encontrado con que
algunos de los saqueos de tierras más agresivos los están llevando a cabo
organizaciones medioambientales. De repente, se decide otorgar a un bosque
compensaciones por emisiones de carbono y se convierte en zona vedada para sus
habitantes tradicionales. La consecuencia es que el mercado de compensaciones
por emisiones de carbono ha creado una nueva clase de abusos “verdes” de los
derechos humanos, siendo los campesinos y los pueblos indígenas atacados
físicamente por guardabosques o mercenarios de la seguridad privada cuando
intentan acceder a esas tierras. El comentario de Said acerca de los fanáticos
medioambientales debe encuadrarse en tal contexto.
Y hay más. En el último año de la vida de Said, se estaba levantando ya
la llamada “barrera de separación” a base de apropiarse de franjas inmensas de
Cisjordania, aislando a los trabajadores palestinos de sus empleos, a los
campesinos de sus campos, a los pacientes de los hospitales y dividiendo
brutalmente a las familias. No faltaron razones para oponerse al muro en virtud
de los derechos humanos.
Sin embargo, en aquel momento, algunas de las voces disidentes más
potentes entre los judíos israelíes no se dedicaban a nada de eso. Yehudit
Naot, entonces ministra de medio ambiente de Israel, estaba más preocupada por
un documento en el que se informaba de que “La valla de separación… es
perjudicial para el paisaje, la flora y la fauna, los corredores ecológicos y
el drenaje de los arroyos”. “En realidad no quiero detener ni retrasar la
construcción de la valla”, dijo, pero “me preocupa todo el daño medioambiental
que va a provocar”. Como el activista palestino Omar Barghuti observó más
tarde, “el ministerio y la Autoridad para la Protección de los Parques
Nacionales organizaron diligentes esfuerzos de rescate para salvar una reserva
afectada de lirios trasladándola a una reserva alternativa. También crearon
pasajes diminutos (a través del muro) para los animales”.
Tal vez esto ponga en contexto el cinismo respecto al movimiento verde.
La gente tiende a volverse cínica cuando sus vidas son consideradas menos
importantes que las flores y los reptiles. Y sin embargo, hay mucho en el
legado intelectual de Said que ilumina y aclara mucho más las causas
subyacentes de la crisis ecológica global señalando formas de respuesta que son
más inclusivas que los actuales modelos de campañas: formas que no piden a la
gente que sufre que aparque sus preocupaciones respecto a la guerra, la pobreza
y el racismo sistémico y se dedique en primer lugar a “salvar el mundo”, sino
que demuestran que todas estas crisis están interrelacionadas y que las
soluciones deberán también estarlo.
En resumen, puede que Said no tuviera tiempo para los ecologistas
fanáticos pero estos deben hacerle un hueco urgentemente a Said –y a otros
muchos grandes pensadores poscoloniales antiimperialistas-, porque sin esos
conocimientos no hay forma de entender cómo hemos acabado en este peligroso
lugar, o para captar las transformaciones necesarias para poder sacarnos de él.
Por tanto, a continuación expongo algunos pensamientos –en modo alguno completos-
acerca de lo que podemos aprender al leer a Said en un mundo en calentamiento.
*
Era, y sigue siendo, uno de nuestros teóricos más desgarradoramente
elocuentes del exilio y la nostalgia, pero la nostalgia de Said, siempre lo
dejó claro, era de una patria que había sido alterada de forma tan radical que
ya no existía realmente. Su posición era compleja: defendía ferozmente el
derecho al retorno, pero nunca afirmó que su hogar fuera inamovible. Lo que
importaba era el principio del respeto hacia todos los derechos humanos en
condiciones de igualdad y la necesidad de que una justicia restaurativa
informara nuestras acciones y políticas.
Esta perspectiva es profundamente importante en esta época nuestra de
costas erosionadas, de naciones que desaparecen bajo mares que aumentan de
nivel, de arrecifes de coral en proceso de decoloración que sustentan culturas
enteras, de un Ártico templado. Esto se debe a que el estado de anhelo de una
patria radicalmente alterada –un hogar que puede incluso no existir ya- es algo
que está siendo rápida y trágicamente globalizado.
En marzo, dos importantes estudios, revisados por otros colegas
científicos, advertían que el nivel del mar podría aumentar mucho más
rápidamente de lo que se creía con anterioridad. Uno de los autores del primer
estudio era James Hansen, quizá el climatólogo más respetado del mundo.
Advertía que en la trayectoria actual de
emisiones nos enfrentamos a la “pérdida de todas las ciudades costeras, de la
mayoría de las grandes ciudades del mundo y de toda su historia”, y no en miles
de años a partir de ahora sino en este mismo siglo. Si no exigimos cambios
radicales, vamos de cabeza hacia un mundo entero de pueblos en búsqueda de un
hogar que ya no existe.
Said nos ayuda a imaginar a qué podría parecerse también eso. Ayudó a
popularizar el término árabe sumud (“quedarse quieto, resistir”): esa
firme negativa a abandonar la tierra de uno a pesar de los intentos más
desesperados de desalojo e incluso rodeados de continuos peligros. Es una
palabra que se asocia más con lugares como Hebrón y Gaza, pero podría aplicarse
igualmente hoy a los residentes en la costa de Luisiana que han levantado sus
hogares sobre pilotes para no tener que evacuarlos, o los de las islas del
Pacífico, cuyo eslogan es: “No estamos ahogándonos. Estamos luchando”.
En países como las islas Marshall y Fiyi y Tuvalu, saben que es
inevitable que el nivel del mar suba mucho, lo que hace probable que sus países
no tengan futuro. Pero se niegan a preocuparse simplemente por la logística de la
reubicación y no lo harían aunque hubiera países más seguros dispuestos a abrir
sus fronteras; tendría que ser uno muy grande, ya que los refugiados del clima
no están aún reconocidos en el derecho internacional.
En cambio, están resistiendo activamente: bloqueando con sus canoas
hawaianas tradicionales los buques australianos que llevan carbón,
interrumpiendo las negociaciones internacionales sobre el clima con su incómoda
presencia, exigiendo acciones más agresivas en defensa del clima. Si hay algo que
merezca la pena celebrar del Acuerdo de París firmado en abril –que por
desgracia es insuficiente-, se debe a este tipo de actuaciones ejemplares: el sumud
climático.
Pero esto sólo araña la superficie de lo que podemos aprender al leer a
Said en un mundo en calentamiento. Desde luego que era un gigante en el estudio
de la “otredad”, que en su obra Orientalismo
se describe como “ignorar, esencializar, despojar de humanidad a otra cultura,
pueblo o región geográfica”. Y una vez que se ha determinado firmemente a ese
otro, se ha preparado el terreno para cualquier trasgresión: expulsión
violenta, robo de la tierra, ocupación, invasión. Porque el objetivo de la
otredad es que el otro no tenga los mismos derechos, la misma humanidad que los
que hacen tal distinción. ¿Qué tiene todo esto que ver con el cambio climático?
Quizá todo.
Hemos calentado peligrosamente ya nuestro mundo y nuestros gobiernos
siguen negándose a emprender las acciones necesarias para detener la tendencia.
Hubo una época en que muchos tuvieron derecho a proclamar ignorancia. Pero
durante las últimas tres décadas, desde que se creó el Panel Intergubernamental
sobre el Cambio Climático y empezaron las negociaciones sobre el clima, la
negativa a reducir las emisiones ha ido acompañada de un pleno conocimiento de
los peligros.
Y este tipo de reluctancia habría sido funcionalmente imposible sin el
racismo institucional, aunque sólo esté latente. Habría sido imposible sin el
Orientalismo, sin todas las herramientas potentes en oferta que permiten que
los poderosos desechen las vidas de los más vulnerables. Estas herramientas
–que clasifican el valor relativo de los seres humanos- son las que permiten
que se destrocen naciones enteras y culturas antiguas. Y, para empezar, son las
que permitieron que se liberara todo ese carbono.
*
Los combustibles fósiles no son los únicos causantes del cambio
climático –tenemos también la agricultura industrial y la desforestación- pero son los que más inciden en él. Lo
que sucede con los combustibles fósiles es que son tan inherentemente sucios y
tóxicos que requieren personas y lugares expiatorios: gente cuyos pulmones y
cuerpos pueden inmolarse para trabajar en las minas de carbón, gente cuyas
tierras y agua pueden sacrificarse para la minería a cielo abierto y los
derrames de petróleo. Recientemente, en la década de 1970, los científicos que
asesoran al gobierno de EE.UU. se refirieron a ciertas zonas del país
designándolas como “zonas nacionales sacrificiales”. Piensen en las montañas de
los Apalaches, dinamitadas para la minería de carbón, porque la minería de
carbón denominada “de remoción de las cimas de las montañas” es más barata que
cavar agujeros subterráneos.
Tiene que haber teorías de la otredad que justifiquen el sacrificio de
toda una geografía, teorías acerca de que las personas que allí viven son tan
pobres y atrasadas que sus vidas y cultura no merecen protegerse. Después de
todo, si eres un “palurdo”, ¿a quién le preocupan tus colinas? Convertir todo
ese carbón en electricidad necesita también de otra capa de otredad: esta vez
respecto a las barriadas urbanas cercanas a las centrales eléctricas y
refinerías.
En Norteamérica, estas comunidades son mayoritariamente de ‘color’,
negros y latinos, obligados a llevar la carga tóxica de nuestra adicción
colectiva a los combustibles fósiles con tasas marcadamente altas de
enfermedades respiratorias y cánceres. Fue en las luchas contra este tipo de
“racismo medioambiental” donde nació el movimiento por la justicia climática.
Las “zonas sacrificiales” de los combustibles fósiles salpican todo el
planeta. Ahí tienen el Delta de Níger, envenenado cada año con un vertido de
petróleo digno del Exxon Valdez, un proceso que Ken Saro-Wiwa, antes de que
fuera asesinado por su gobierno, llamó “genocidio ecológico”. Las ejecuciones
de los líderes comunitarios, dijo, fueron llevadas a cabo “todas por Shell”.
En mi país, Canadá, la decisión
de desenterrar las arenas bituminosas de Alberta –una forma de petróleo
especialmente densa- ha requerido que se
hagan añicos los tratados con los aborígenes, tratados firmados con la
Corona británica que garantizaban a los pueblos indígenas el derecho a
continuar cazando, pescando y viviendo de forma tradicional en sus tierras
ancestrales. Fue necesario porque estos derechos carecen de sentido cuando se
profana la tierra, cuando los ríos se contaminan y los alces y los peces están
plagados de tumores. Y aún es peor: Fort McMurray –la ciudad situada en el
centro del boom de las arenas bituminosas, donde viven muchos de los trabajadores
y donde se gasta gran parte del dinero- es como un incendio infernal. Tan
calurosa y seca es. Y esto es algo que tiene mucho que ver con lo que allí se
está extrayendo.
Incluso sin esos hechos dramáticos, esta
clase de extracción de recursos es una forma de violencia porque hace tanto
daño a la tierra y al agua que provoca el fin de un tipo de vida, la muerte de
las culturas que son inseparables de la tierra.
El proceso del que se sirvió la política estatal en Canadá fue romper la
conexión de los pueblos indígenas con su cultura, impuesta mediante la
separación forzosa de los niños indígenas de sus familias, trasladándolos a
internados donde su lengua y prácticas culturales estaban prohibidas y donde
los abusos sexuales y físicos eran práctica habitual. Un informe reciente por
la verdad y la reconciliación lo denominaba “genocidio cultural”.
El trauma asociado con estos niveles de separación forzosa –de la
tierra, de la cultura, de la familia- está directamente vinculado con la
epidemia de desesperación que hace estragos entre tantas comunidades de
aborígenes en la actualidad. En una sola noche de un sábado de abril, en la
comunidad de Attawapiskat –con una
población de 2.000 habitantes-, once personas intentaron suicidarse. Mientras
tanto, DeBeers mantiene una mina de diamantes en el territorio tradicional de
la comunidad; como todos los proyectos extractivos, se había prometido
esperanza y oportunidad. “¿Por qué la gente no se fue?”, preguntan políticos y
expertos.
Pero muchos se van. Y esa partida está unida, en parte, a los miles de
mujeres indígenas en Canadá que han sido asesinadas o han desparecido, a menudo
en las grandes ciudades. Los informes de prensa rara vez relacionan la
violencia contra las mujeres con la violencia contra la tierra –a menudo para
extraer combustibles fósiles-, pero existe.
Cada nuevo gobierno llega al poder prometiendo una nueva era de respeto
a los derechos de los indígenas. No cumplen nada, porque los derechos de los
indígenas, según los define la Declaración de las Naciones Unidas sobre los
Derechos de los Pueblos Indígenas, incluye el derecho a rechazar proyectos
extractivos aunque esos proyectos promuevan el crecimiento económico nacional.
Y eso es un problema, porque el crecimiento es nuestra religión, nuestro modo
de vida. Por ello, incluso el guapo y encantador primer ministro de Canadá está
vinculado y determinado a construir nuevos oleoductos para las arenas
bituminosas contra los deseos expresos de las comunidades indígenas, que no
quieren poner en riesgo su agua ni participar en una mayor desestabilización
del clima.
Los combustibles fósiles necesitan zonas sacrificiales: siempre las han
reclamado. Y no puedes tener un sistema construido a partir de zonas y pueblos
sacrificados a menos que existan y persistan determinadas teorías intelectuales
que lo justifiquen: desde el destino manifiesto a Terra Nullius a Orientalismo, desde los palurdos atrasados a los
indios atrasados. A menudo oímos que se culpa a la “naturaleza humana” del
cambio climático, a la codicia y miopía inherentes a nuestras especies. O se
nos dice que hemos alterado tanto la tierra y a una escala tan planetario que
estamos ahora viviendo en el Antropoceno, la edad de los humanos.
Estas formas de explicar nuestras circunstancias actuales tienen un
significado muy específico que se da por sobreentendido: que los humanos
pertenecen a un único tipo, que la naturaleza humana puede reducirse a los
rasgos que crearon esta crisis. De esta forma, los sistemas que determinados
humanos crearon, y a los que otros humanos se resistieron con todas sus
fuerzas, están libres de cualquier responsabilidad.
Capitalismo, colonialismo, patriarcado, este tipo de sistemas. Los
diagnósticos como este, borran la propia existencia de sistemas humanos que
organizaron la vida de forma diferente: sistemas que insisten en que los seres
humanos deben pensar en el futuro de siete generaciones; que no deben ser sólo
buenos ciudadanos sino también buenos ancestros; que no deben coger más de lo
que necesitan y que deben devolver el resto a la tierra para proteger y
aumentar los ciclos de la regeneración.
Estos sistemas existieron y aún existen, pero los eliminamos cada vez
que decimos que la crisis del clima es una crisis de la “naturaleza humana” y
que estamos viviendo en la “edad del hombre”. Y pasan a estar bajo un ataque
muy real cuando se construyen megaproyectos como las presas hidroeléctricas de
Gualcarque en Honduras, un proyecto que, entre otras cosas, se llevó la vida de
la defensora de la tierra Berta Cáceres, asesinada el pasado marzo.
Alguna gente insiste en que esto no tiene por qué ser malo. Podemos
limpiar la extracción de recursos, no tenemos por qué hacerlo de la misma forma
que se ha hecho en Honduras, en el Delta del Níger y en las arenas bituminosas
de Alberta. Salvo que nos estamos quedando sin formas baratas y fáciles de
conseguir combustibles fósiles, razón fundamental de que hayamos tenido que ver
el aumento de la fractura hidráulica y la extracción de arenas bituminosas.
Esto, a su vez, está empezando a cuestionar el pacto fáustico original
de la era industrial: que hay que externalizar, descargar en el otro los
riesgos más pesados, en la periferia exterior y dentro de nuestras propias naciones.
Es algo que cada vez es menos posible. La fractura hidráulica está amenazando
algunas de las zonas más pintorescas de Gran Bretaña según la zona de
sacrificio va ampliándose, engullendo toda clase de lugares que se imaginaban
estar a salvo. Por tanto, esto no va sólo de sofocar un grito ante lo feas que
son las arenas bituminosas. Tiene que ver con reconocer que no hay una forma limpia, segura y no tóxica
de dirigir una economía impulsada por combustibles fósiles. Y que nunca la
hubo.
Hay una avalancha de pruebas de que tampoco hay forma pacífica de
lograrlo. El problema es estructural. Los combustibles fósiles, a diferencia de
las energías renovables como la eólica y solar, no están ampliamente
distribuidos sino muy concentrados en lugares muy específicos, y esos lugares
tienen la mala costumbre de estar en los países de otra gente.
Sobre todo el más potente y preciado de esos combustibles: el petróleo.
Es esta la razón de que el proyecto de Orientalismo, de la alterización del
pueblo árabe y musulmán, haya sido desde el principio el socio silencioso de
nuestra dependencia del petróleo; y, por lo tanto, inextricable a partir del
efecto bumerán que representa el cambio climático. Si consideramos a los
pueblos y naciones en su otredad –exóticos, primitivos, sedientos de sangre,
como Said documentó en la década de 1970-, es mucho más fácil emprender guerras
y dar golpes de Estado cuando se tiene la loca idea de que deberían controlar
su propio petróleo en función de nuestros propios intereses.
En 1953, Gran Bretaña y EE.UU. colaboraron para derrocar al gobierno
democráticamente elegido de Muhammad Mossadegh después de que nacionalizara la
Anglo-Iranian Oil Company (ahora BP). En 2003, exactamente cincuenta años
después, se produjo otra coproducción angloestadounidense: la invasión ilegal y
ocupación de Iraq. Las reverberaciones de cada intervención continúan
sacudiendo nuestro mundo, al igual que las reverberaciones de la quema de todo
ese petróleo. Por una parte, Oriente Medio está ahora desgarrado por las
tenazas de la violencia causada por los combustibles fósiles y, por otra, por
el impacto de su quema.
En su libro más reciente, The Conflict Shoreline, el arquitecto
israelí Eyal Weizman tiene un punto de vista revolucionario sobre cómo se entrecruzan
estas fuerzas. La forma primordial de entender el límite del desierto en
Oriente Medio y África del Norte, explica, es la llamada “línea de aridez”, las
zonas donde hay un promedio de 200 milímetros de lluvia al año, que ha sido
considerada como el mínimo para que pueda crecer una cosecha de cereal a gran
escala sin regadío.
Estos límites meteorológicos no son fijos: han fluctuado por diversas
razones, ya fuera porque los intentos de Israel de “convertir el desierto en
vergel” los empujaban en una dirección, o por las sequías cíclicas que expandía
un desierto en el otro. Y ahora, con el cambio climático, la intensificación de
la sequía puede tener todo tipo de impactos en tal sentido. Weizman señala que
la ciudad fronteriza siria de Daraa cae directamente en la línea de la aridez.
Daraa es el lugar donde se ha registrado la sequía más intensa, lo que provocó
cifras inmensas de campesinos desplazados en los años anteriores al estallido
de la guerra civil siria, y ahí fue, precisamente, donde estalló el
levantamiento sirio en 2011.
La sequía no fue el único factor a la hora de desatar la crisis. Pero
jugó claramente un papel el hecho de que hubiera 1,5 millones de personas
internamente desplazadas en Siria como consecuencia de la sequía. La conexión entre
agua, estrés por el calor y conflicto es un patrón recurrente que se va
intensificando a lo largo de la línea de la aridez: a todo lo largo de ella se
pueden ver lugares marcados por sequía, escasez de agua, temperaturas
abrasadoras y conflicto militar: de Libia a Palestina a algunos de los más
sangrientos campos de batalla en Afganistán y Pakistán.
Pero Weizman descubrió también lo que él llama “coincidencia asombrosa”.
Cuando elaboras el mapa de los objetivos de los ataques occidentales con drones
en la región, ves que “muchos de esos ataques –desde Waziristan del Sur a
través del norte del Yemen, Somalia, Mali, Iraq, Gaza y Libia- se realizan
directamente sobre, o cerca, de los 200 mm de la línea de la aridez”. Los
puntos rojos en el mapa expuesto a continuación representan algunas de las
zonas donde se han concentrado los ataques. Para mí, este es el intento más
llamativo de visualizar el brutal escenario de la crisis del clima.
Todo esto se auguró ya hace una década en un informe del ejército estadounidense.
“El Oriente Medio”, observaba, “ha ido siempre asociado a dos recursos
naturales: el petróleo (debido a su abundancia) y el agua (debido a su
escasez)”. Eso es bastante cierto. Y ahora hay ciertas pautas que lo han dejado
muy claro: en primer lugar, los aviones de combate occidentales siguieron esa
abundancia de petróleo; ahora, los aviones no tripulados occidentales están
siguiendo la escasez de agua, mientras la sequía exacerba el conflicto.
*
Al igual que las bombas siguen al petróleo y los drones siguen a la
sequía, las embarcaciones siguen a ambos: botes atestados de refugiados que
huyen de sus casas en la línea de la aridez devastada por la guerra y la
sequía. Y la misma capacidad para deshumanizar al otro que sirvió para
justificar las bombas y los drones está ahora cerniéndose sobre esos migrantes,
manipulando su necesidad de seguridad como una amenaza hacia nosotros, su huida
desesperada como una especie de ejército invasor.
Las tácticas refinadas en Cisjordania y otras zonas ocupadas están ahora
abriéndose camino hacia Norteamérica y Europa. Cuando vende su muro en la
frontera con México, a Donald Trump le gusta decir: “Pregunten a Israel, el
muro funciona”. Los campamentos de migrantes son arrasados con buldóceres en
Calais, miles de personas se ahogan en el Mediterráneo y el gobierno
australiano detiene a los supervivientes de guerras y regímenes despóticos en
campos situados en las islas remotas de Nauru y Manus.
Las condiciones son tan desesperadas que, en Nauru, el pasado mes, un
migrante iraní murió tras prenderse fuego para intentar llamar la atención del
mundo. Otra migrante –una mujer de 21 años de Somalia- se prendió fuego pocos
días después. Malcolm Turnbull, el primer ministro, advierte a los australianos
que “no deben empañárseles los ojos por esto” y que “tenemos que mostrarnos muy
claros y determinados en nuestro objetivo nacional”. Merece la pena tener a
Nauru en mente la próxima vez que un columnista declare en uno de los
periódicos de Murdoch, como Katie Hopkins hizo el pasado año, que es hora ya de
que Gran Bretaña “se vuelva australiana. Que lance ataques aéreos, obligue a
los migrantes a regresar a sus costas y queme los barcos”. Otro simbolismo es
que Nauru es una de las islas del Pacífico muy vulnerable al aumento del nivel
del mar. Sus habitantes, después de ver cómo sus hogares se convierten en
prisiones para otros, tendrán posiblemente que emigrar también. Hoy han
reclutado como guardias de prisión a los refugiados climáticos del mañana.
Tenemos que entender que lo que está sucediendo en Nauru y lo que les
está sucediendo a ellos, son expresiones de la misma lógica. Una cultura que
valora tan poco las vidas de color que está dispuesta a permitir que los seres
humanos desaparezcan bajo las olas, o se prendan fuego en centros de detención,
estará también deseando que se permita que los países donde viven estas
personas desaparezcan bajo las olas o se deshidraten en el calor árido.
Cuando eso suceda, se echará mano de las teorías de la jerarquía humana
–debemos tener cuidado en ser de los primeros- para racionalizar estas
decisiones monstruosas. Estamos haciendo ya tal racionalización, aunque sólo
sea implícitamente. Si bien el cambio climático será finalmente una amenaza
existencial para toda la humanidad, a corto plazo sabemos que discrimina y
golpea primero y de la peor manera a los pobres, ya estén abandonados en lo
alto de los tejados de Nueva Orleans durante el huracán Katrina o estén entre
los 36 millones de seres que, según la ONU, se están enfrentando al hambre
debido a la sequía que arrasa el sur y el este de África.
*
Se trata de una emergencia, una emergencia del momento actual, no del
futuro, pero no estamos actuando como si lo fuera. El Acuerdo de París se
compromete a mantener el calentamiento por debajo de 2ºC. Ese objetivo es algo
más que insensato. Cuando se dio a conocer en 2009, los delegados africanos lo
llamaron “sentencia de muerte”. La consigna de varias de las naciones-isla de
baja altitud es “1,5º para seguir vivos”. En el último minuto, se añadió una
cláusula al Acuerdo de París que dice que los países se “esforzarán por limitar
el aumento de la temperatura a 1,5ºC”. No sólo no es vinculante sino que es una
mentira: no estamos haciendo ese tipo de esfuerzos. Los gobiernos que hicieron
esta promesa están presionando para llevar a cabo más fracturas hidráulicas y
más desarrollos de las arenas bituminosas, lo cual es totalmente incompatible
con los 2ºC, no digamos ya con 1,5º.
Esto está sucediendo porque la gente más rica en los países más ricos
del mundo piensa que ellos van a estar muy bien, que alguien se va a comer los
riesgos mayores, incluso que cuando el cambio climático llame a su puerta, ya
se ocuparán entonces de él, cuando las cosas se pongan aún más feas.
Pudimos echar una vívida ojeada a ese futuro en la enorme crecida de las
aguas que se produjo en Inglaterra en los pasados meses de diciembre y enero,
inundando 16.000 hogares. Estas comunidades no sólo estaban enfrentando el mes
de diciembre más húmedo desde que se tienen registros, también estaban lidiando
con el hecho de que el gobierno ha emprendido un ataque implacable contra las
agencias públicas y los ayuntamientos, que están en la primera línea de la
defensa ante las inundaciones.
Por tanto, es muy comprensible que hubiera muchos que quisieran cambiar
a los autores de ese fracaso. ¿Por qué, se preguntaban, está Gran Bretaña
gastando tanto dinero en refugiados y ayuda exterior cuando debería cuidarse a
sí misma? “Que no se preocupen tanto de la ayuda exterior”, leímos en el Daily
Mail. “¿Qué pasa con la ayuda nacional”. Y un editorial del Telegraph
exigía: “¿Por qué deberían los contribuyentes británicos seguir pagando por
defensas contra las inundaciones en el extranjero cuando necesitamos aquí el dinero?”
No sé, ¿quizá porque Gran Bretaña inventó la máquina de vapor a carbón y
ha estado quemando combustibles fósiles a una escala industrial mucho mayor que
cualquier otra nación sobre la Tierra? Pero estoy divagando.
La cuestión es que este podría haber sido el momento de entender que
todos estamos afectados por el cambio climático y que debemos actuar juntos y
ser solidarios los unos con los otros. Porque el cambio climático no sólo
implica que todo es cada vez más caluroso y húmedo, sino que con nuestro actual
modelo político y económico las cosas se están poniendo cada vez peor y más
feas.
La lección más importante a sacar de todo esto es que no hay forma de
enfrentar la crisis del clima de forma aislada, como si fuera un problema
tecnocrático. Debe verse en el contexto de la austeridad y privatización, del
colonialismo y militarismo y de los diversos sistemas de otredad necesarios
para sustentar todo eso. Las conexiones e interrelaciones entre ellas saltan a
la vista, sin embargo, muy a menudo la resistencia frente a ellas está muy
compartimentada.
La gente que está contra la austeridad casi nunca habla de cambio
climático; la gente que se preocupa del cambio climático rara vez habla de
guerra u ocupación. Apenas hacemos la conexión entre las pistolas que quitan la
vida a los negros en las calles de las ciudades estadounidenses, y cuando están
bajo custodia policial, y las fuerzas mucho mayores que aniquilan tantas vidas
de color en las tierras áridas y en los precarias embarcaciones por todo el
mundo.
Superar estas desconexiones –fortaleciendo los hilos que enlazan
nuestros diversos movimientos y cuestiones- es, en mi opinión, la tarea más
urgente para cualquier persona que se preocupe por la justicia social y
económica. Es la única vía para construir un contrapoder lo suficientemente
robusto como para poder ganar a las fuerzas que protegen un statu quo
altamente rentable –para algunos- pero cada vez más insostenible.
El cambio climático actúa como acelerador de muchas de nuestras
enfermedades sociales –desigualdad, guerras, racismo- pero puede también ser
acelerador de todo lo contrario: de las fuerzas que trabajan por la justicia
social y económica contra el militarismo.
En efecto, la crisis del clima –al poner a nuestras especies frente a
una amenaza existencial y colocarnos ante un plazo firme e inflexible basado en
la ciencia- podría ser el catalizador que necesitamos para tejer juntos un gran
número de movimientos poderosos, vinculados por la creencia en el valor
inherente de todos los pueblos y unidos por el rechazo de la mentalidad de la
zona sacrificial, ya se aplique a pueblos o lugares.
Nos enfrentamos a tantas crisis superpuestas e interconectadas que no
podemos permitirnos solucionar una cada vez. Necesitamos soluciones integradas,
soluciones que rebajen radicalmente las emisiones, aunque creando un número
enorme de puestos de trabajo de calidad sindicalizados y otorgando justicia a
todos los que han sufrido abusos y han quedado excluidos bajo la actual
economía extractiva.
Said murió el año en que Iraq fue invadido, pero vivió para ver cómo sus
museos y bibliotecas eran saqueados, mientras su ministerio del petróleo era
fielmente guardado. En medio de tantos atropellos, encontró esperanza en el
movimiento antibelicista global, así como en las nuevas formas de comunicación
de base abiertas por la tecnología; señaló “la existencia de comunidades
alternativas por todo el planeta, de las que informan fuentes alternativas de
noticias profundamente conscientes de los impulsos medioambientales, libertarios
y a favor de los derechos humanos que nos vinculan en este diminuto planeta”.
Su visión le hizo un hueco incluso a los ecologistas fanáticos.
Recientemente me recordaron estas palabras cuando leía sobre las inundaciones
en Inglaterra. En medio de tanta inculpación y señalar con el dedo, me topé con
un correo de un hombre llamado Liam Cox. Estaba enfadado por la forma en que
algunos medios de comunicación estaban utilizando el desastre para fomentar los
sentimientos de rechazo hacia los extranjeros y escribía así:
Vivo en Hebden Bridge, Yorkshire, una de las zonas más afectadas por las
inundaciones. Es horrible, todo está realmente empapado. Sin embargo… estoy
vivo. Me siento seguro. Mi familia está segura. No vivimos con miedo. Soy
libre. No hay balas volando a mi alrededor. No están cayendo bombas. No me
estoy viendo obligado a huir de mi hogar y no estoy siendo rechazado por el
país más rico del mundo ni criticado por sus habitantes.
Todos vosotros, tarados, no hacéis más que vomitar vuestra xenofobia…
sobre cómo el dinero sólo debe gastarse “en nosotros mismos”, tenéis que
miraros de cerca en un espejo. Y haceros una pregunta muy importante… ¿Soy un
ser humano decente y honorable de verdad? Porque la patria no es sólo el Reino
Unido, la patria es cualquier lugar de este planeta.
Creo que es una excelente última palabra.
Naomi
Klein es una periodista e investigadora canadiense de gran influencia en el
movimiento antiglobalización y el socialismo democrático. Entre sus libros publicados figuran No Logo, Vallas y Ventanas y La doctrina del shock.