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La obsesión de la homofobia


José M. Castillo S.

www.religiondigital.com/17.06.16



Con demasiada frecuencia, de una manera o de otra, nos llegan noticias desagradables y preocupantes de personas o grupos que tienen comportamientos que expresan una evidente obsesión de homofobia. Lo que –como es sabido– consiste en la aversión o rechazo hacia la homosexualidad o a las personas homosexuales (Diccionario de la RAE). Estos comportamientos siempre se manifiestan en formas de violencia, desde el desprecio o el insulto, pasando por la marginación o la exclusión, y llegando (tantas veces) a la agresión contra la dignidad, los derechos humanos, la integridad física o incluso la vida misma.



Estamos, pues, ante un fenómeno de consecuencias espantosamente crueles y de cuya gravedad mucha gente ni se da cuenta. Y como, por otra parte, el número de personas, que son víctimas de esta forma de violencia, es mucho mayor de lo que normalmente imaginamos, se puede asegurar que seguir callando el sufrimiento y la humillación, que este fenómeno desencadena, es una conducta cobarde e indigna, que colabora -desde la pasividad– de forma muy activa y eficaz, en el mantenimiento de este “crimen colectivo” en el que todos participamos (por acción o por omisión) de forma bastante más eficaz de cuanto podemos imaginar. También aquí se puede repetir la severa sentencia evangélica según la cual “el que tenga las manos limpias, que tire la primera piedra”.



Pero no es esto lo peor. Lo más grave, en este desagradable asunto, viene de dos frentes que suelen ser bastante activos en cuanto concierne a este problema. Me refiero al frente de “los obsesivos”, por una parte, y al frente de “los moralizantes religiosos”, por otra.



Estos dos frentes se suelen aunar, los unos con los otros, en un potente colectivo, al que gustosamente se suman los “hipócritas”, excelentes colaboradores de esta renovada “fiesta de locos”, que ha degenerado, desde los gozosos festejos de la Edad Media (Harvey Cox), hasta las vergonzosas y crueles violencias que hoy tienen que soportar los que han nacido como son y no les queda otra salida en este mundo que aguantar la burla y la amenaza de los que se ven a sí mismos como los selectos, los sanos, los ejemplares, los que se sienten con el derecho y el deber de obligar a los demás a cambiar o desaparecer.



¿Qué demonios hay detrás de este brutal y vergonzoso embrollo, que produce y reproduce tanta crueldad desde la apariencia y la conciencia del que se piensa que está defendiendo la honestidad más pura y la sociedad más sana que imaginarse puede?



No es posible, en el limitado espacio de esta reflexión, ponerse a explicar los resultados de la enorme y certera investigación que sobre este problema se ha llevado a cabo. Sobre los resultados de lo mucho –y a fondo– que se ha estudiado este problema, me limito a pedir que los habladores y sermoneadores, que, cuando menos te lo esperas, sueltan sus sentencias irrefutables y tantas veces insultantes, nacidas de la homofobia, lo primero –me parece a mí– que deberían hacer es ponerse a leer y enterarse de que en este orden de cosas no van a poner una pica en Flandes, ni por supuesto van a resolver el asunto, soltando (con más desparpajo que sapiencia) sus despiadadas condenas contra las víctimas de la homofobia.



No, ¡por favor! Si tuvieran alguna idea de lo que sueltan, no se atreverían a decir lo que dicen. El tema es demasiado serio como para despacharlo con cuatro bravuconadas que suenan a burda palabrería de gente que no da para más.



Esto supuesto, me quiero fijar aquí en la obsesiva homofobia que con frecuencia se advierte, se nota, se palpa en no pocos “hombres de Iglesia”.



Un hecho que llama la atención tanto más cuando sabemos que, por lo que relatan los evangelios, Jesús jamás se preocupó de este asunto. Ni hizo la más mínima alusión a él. El Evangelio no vio peligro alguno en la condición sexual de los humanos. Como es bien sabido, fue el apóstol Pablo quien rechazó con toda energía la homosexualidad (Rom 1, 26-27), que la considera, no solamente como algo “malo”, sino además “antinatural”. Pero aquí es importante saber que, en la mentalidad de Pablo, es igualmente “antinatural” que los hombres se dejaran el cabello largo y las mujeres se lo cortaran (1 Cor 11, 14-15). Lo mismo en Rom 1, 26 que en 1 Cor 11, 14, Pablo utiliza el sustantivo physis, que Pablo utilizaba para expresar lo que es “natural” en el sentido más genérico y amplio de esa palabra. Llegar a otras conclusiones, más o menos precisas y concretas, depende de la mentalidad de cada uno. Los textos no dan para más.



El problema, que a muchas personas les plantea el tema de la homosexualidad, no proviene de los textos de san Pablo. Este problema se plantea desde el momento en que la sexualidad humana se reduce a la mera genitalidad. Si reducimos la sexualidad humana a la mera capacidad para engendrar, la reducimos, por eso mismo, a la mera condición animal, la capacidad de tener hijos y así perpetuar la especie. Pero sabemos que lo específico de los seres humanos no se reduce a lo meramente biológico, sino que se define específicamente por la capacidad de dar amor y recibir amor. Una capacidad que puede nacer, crecer y vivir lo mismo entre seres humanos de distinto sexo que entre seres del mismo sexo.



Así las cosas, los responsables de la religión, por respeto a las personas a las que se dirigen en sus enseñanzas, lo mismo que por respeto a la misma religión y su propia credibilidad, deberían ser sumamente cautos, cuidadosos y humanos. No para ganar adeptos, sino para cuidar con el máximo respeto la dignidad e igualdad de todos los seres humanos.



Por esto, cuando un cardenal, un obispo, un sacerdote, por más que aduzca motivos religiosos, sagrados y divinos, si no respeta a las personas –a todos y todas por igual-, ¿cómo va a tener la credibilidad indispensable para hablar de Dios o de Jesús y explicar su Evangelio, de bondad y misericordia con todos los humanos por igual?



Es un dolor y una vergüenza que haya tantos clérigos que dan la impresión de que les interesa y les preocupa más el sexo que el hecho básico y fundamental de que las personas, todas las personas, se respeten y se quieran.