Bernardo
Barranco V.
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El tictac
del reloj se sentía fuerte en la silenciosa salita de la nunciatura. La mañana
era muy fría ese 15 de enero de 1994. Esperaban ahí sentados Antonio Roqueñí,
apoderado legal de la arquidiócesis de México, y el sacerdote jesuita Enrique
González Torres. Por fin, Girolamo Prigione hace presencia y de entrada escucha
la grave voz de Roqueñí: Señor nuncio, usted ha cometido muchos errores. Su
presencia ya no es grata, déjenos actuar a nosotros como mexicanos y católicos
mayores de edad. No necesitamos su tutela. Sorprendido por la expresión
inusitada Váyase, señor nuncio, Prigione contesta: No me voy, esperaré la
indicación de mis superiores. Seguiré trabajando aquí hasta que mis superiores
me remuevan. González Torres arremete: Nosotros vamos a informar a Roma. Con el
cinismo del hombre de poder, Prigione revira: No les van a creer (Proceso,
22/1/1994).
En ese
momento era el hombre más poderoso de la Iglesia pero el asesinato de Posadas,
en mayo de 1993, y su arremetida obsesiva contra Samuel Ruiz
responsabilizándolo del levantamiento zapatista, exhibían los excesos de su
capacidad de operación política y los límites de su tiranía eclesial.
La muerte de
Girolamo Prigione, el pasado viernes 27 de mayo, nos permite recrear los
excesos y tentaciones religiosas de los adictos al poder. Junto a Maciel,
Prigione practicó una doble moral y esta fascinación teocrática aún permanece
latente en muchos prelados actuales. Después de 19 años de permanencia en
nuestro país, Prigione conquistó todo, menos la autoridad moral ante su propia
feligresía y clero mexicano.
Su logro más
importante fue político: gestionó los cambios a artículos constitucionales que
otorgaban existencia jurídica a la Iglesia y restableció relaciones entre el
Estado mexicano y el Vaticano. Conquistas no menores en un país de tradición
laicista anticlerical. También conforma un grupo compacto dentro de la Iglesia,
el llamado Club de Roma, cuyo fin era someter al conjunto de obispos a la
orientación de la camarilla de Prigione. Sus discípulos más avezados fueron
Onésimo Cepeda, Juan Jesús Posadas Ocampo, Juan Sandoval Íñiguez, Emilio
Berlié, Javier Lozano Barragán, Luis Reynoso Cervantes y aún en activo,
Norberto Rivera. Cobijados por Prigione, los legionarios de Cristo y su
fundador, Marcial Maciel, alcanzaron en esa época su mayor expansión.
Justo
Mullor, el nuncio sucesor, le reclama: Prigione debe rendir cuentas sobre el
encubrimiento y el silencio que guardó por los crímenes abominables cometidos
por el fundador de los legionarios de Cristo, Marcial Maciel. Además, Prigione
fue pieza clave del disciplinamiento de Roma contra el progresismo católico y
actor central del invierno eclesial mexicano. Sus actos fueron devastadores
contra simpatizantes de la teología de la liberación.
Prigione
llegó a conocer los mecanismos y sustentos del sistema político mexicano al
grado que se mimetizó. Su estrella asciende cuando mitiga en 1986 los justos
reclamos de los obispos de Chihuahua ante el fraude electoral priísta a
petición de Miguel de la Madrid. Sin embargo, será en el sexenio de Carlos
Salinas de Gortari, cuando se convierte en un salinista dentro de la Iglesia y
en el hombre Iglesia al interior de salinismo. Estos excesos le llevaron a
reproches por los excesivos vínculos y compromisos que contrajo.
El 15 de
diciembre de 1993, el cardenal Ernesto Corripio Ahumada, escribió una carta a
Juan Pablo II, recientemente publicada, pidiendo la sustitución del entonces
nuncio Prigione, los argumentos fueron: El actual nuncio apostólico se
encuentra en México desde hace 13 años, complicados a causa de compromisos
adquiridos por él con grupos de poder y de dinero, en medio de muchas
vicisitudes y vulnerabilidades, con polémicas no siempre edificantes
trascendidas a la prensa y con actitudes arrogantes y prepotentes con señores
obispos mexicanos, mezcladas con el gusto de hacerse unos propios clientes
dentro del Episcopado Mexicano (Proceso, 13/12/13).
Sin embargo,
el Vaticano sostiene a Prigione y se consuma una especie de desplazamiento
eclesiástico de Corripio, principio de la década de 1990, quien pierde el
liderazgo. La representatividad y operación de la Iglesia pasa a manos de
Prigione y su cártel, aunque enfrenta la resistencia de obispos entonces
llamados la mayoría silenciosa. Roma fortalece Prigione, quien se convierte en
el puente obligado entre la Secretaría del Estado Vaticano y Los Pinos.
Asimismo, Prigione se convierte en el foco de ataques tanto de los sectores
religiosos como los numerosos grupos liberales dentro y fuera del PRI que
reprobaron el acercamiento excesivo del gobierno con la Iglesia. Al finalizar
el salinismo, Prigione dejó no sólo de ser funcional, sino que se convirtió en
actor incómodo tanto para los integrantes del gobierno de Zedillo como para la
propia jerarquía. Prigione sufre la suerte del salinismo.
Trató con
cuatro presidentes. Como pocos, llegó a conocer a la perfección las reglas no
escritas del viejo sistema político mexicano. Esto le permitió posicionarse
entre los actores de poder, sea en comidas opulentas, juegos en su cancha de
tenis en la nunciatura o discretas reuniones con las élites. Prigione, devoto
al protagonismo, se encontraba continuamente en el ojo del huracán mediático.
Como cuando comparó a las llamadas sectas, iglesias evangélicas, con las moscas
porque ambas pueden ser liquidadas a periodicazos.
Sin embargo,
su defensa incondicional de Marcial Maciel, sus vínculos sombríos con el cártel
de los hermanos Arellano Félix y su obcecación contra Samuel Ruiz, precipitaron
su imagen pública ya contaminada. Internamente sectores de la Iglesia
reprobaban las escandalosas conductas de abuso y sometimiento sexual que el
nuncio cometía con la hermana Alma Zamora de la congregación Hijas de la Pureza
de la Virgen María. El caso llegó a Roma, según relata en sus memorias Camilo
Maccise, quien era entonces presidente de la Unión de Superiores Religiosos,
con sede en Roma.
A partir de
su retiro, en 1997, Prigione fue congelado. No tuvo ni nombramientos ni cargos
destacados. Fue hombre de poder antes que pastor; actor político más que guía
espiritual. Dejó escuela y su huella parece latente. Muestra que la gloria del
poder, sea religiosa o política, es siempre pasajera.