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Introducción de Tom Engelhardt
No llevaba ni tres meses en el cargo cuando viajó a Praga, capital de la
República Checa, para pronunciar unas palabras respecto al
dilema nuclear del planeta. Fueron unas palabras que podían haber procedido de
un activista antinuclear o de alguien perteneciente al movimiento, entonces en
ciernes, contra el cambio climático, no del presidente de los Estados Unidos. A
la vez que pedía el uso de nuevas formas de energía, Barack Obama habló con
rara elocuencia presidencial sobre los peligros de un mundo en el que las armas
nucleares se propagaban y de cómo ese hecho, si no se controlaba, haría
“inevitable” su utilización. Pidió “un mundo sin armas nucleares” y dijo sin
rodeos: “Cómo única potencia nuclear que ha utilizado un arma nuclear, EEUU
tiene la responsabilidad moral de actuar”. Incluso se comprometió a adoptar
“medidas concretas” para empezar a construir un mundo sin esa clase de armas.
Siete años después, aquí está el récord del primer y posiblemente único
presidente estadounidense. El arsenal nuclear de EEUU -4.571 ojivas (muy por
debajo de las casi 19.000 existentes en 1991, cuando se derrumbó la Unión
Soviética)- sigue siendo lo suficientemente grande como para destruir varios
planetas del tamaño de la Tierra. Según la Federación de
Científicos de EEUU, las últimas cifras del Pentágono sobre tal arsenal indican
que “el gobierno de Obama ha reducido el arsenal estadounidense mucho menos que
cualquier otro posterior a la Guerra Fría, y que el número de ojivas nucleares
desmanteladas en 2015 fue el más bajo desde que el presidente Obama asumió el
cargo”. Es decir, poniendo estos datos en perspectiva, que Obama ha hecho mucho menos que George W. Bush en lo referente a la
reducción del arsenal estadounidense existente.
Al mismo tiempo, nuestro abolicionista presidente está ahora liderando
la llamada modernización de ese mismo
arsenal, un proyecto inmenso de tres décadas de duración cuyo coste estimado será al menos de un billón de dólares, cifra por
supuesto anterior al exceso habitual de gastos que se producirá. Durante el
proceso se producirán nuevos sistemas de armas, se crearán los primeros misiles nucleares
“inteligentes” (piensen en esto: armas de “precisión” con “resultados” mucho más
reducidos, lo que implica empezar a utilizar armas nucleares en el campo de
batalla) y Dios sabe qué más.
Ha logrado un éxito en el terreno antinuclear, su acuerdo con Irán para
asegurar que este país no produzca tal arma. Sin embargo, un dato tan
desalentador en un presidente al parecer decidido a situar a EEUU en la senda
abolicionista nos dice algo sobre el dilema nuclear y el peso que el Estado de
seguridad nacional tiene en su pensamiento (y, presuntamente, en el de
cualquier futuro presidente).
No es poco horror que en este planeta nuestro la humanidad continúe
impulsando dos fuerzas apocalípticas, cada una de las cuales –una en un
relativo instante y la otra a lo largo de muchas décadas- podría paralizar o
destruir la vida humana tal y como la conocemos. Ese debería ser un hecho aleccionador
para todos nosotros.
Es el tema sobre el que Noam Chomsky reflexiona en este ensayo de su
nuevo y destacado libro Who Rules
the World?
***
En enero de 2015, el Boletín de Científicos Atómicos adelantó su famoso Doomsday
Clock (Reloj del
Apocalipsis) a tres minutos
para la medianoche, un nivel de amenaza que no se había alcanzado a lo largo de
treinta años. El comunicado del Boletín explicaba que tal avance hacia la
catástrofe invocaba las dos amenazas más importantes para la supervivencia: las
armas nucleares y el “cambio climático descontrolado”. El llamamiento condenaba
a los dirigentes mundiales por “no actuar con la velocidad y escala requeridas
para proteger a los ciudadanos de la potencial catástrofe”, poniendo en peligro
a cada persona sobre la Tierra al fracasar en la que era su tarea más
importante: asegurar y preservar la salud y vitalidad de la civilización
humana”.
Desde entonces, hay muy buenas razones para pensar en mover las manillas
del reloj incluso más cerca del día del apocalipsis.
Cuando 2015 llegaba a su fin, los líderes mundiales se reunieron en
París para lidiar con el grave problema del “cambio climático incontrolado”.
Apenas pasa un día sin una nueva prueba de lo grave que es la crisis. Por citar
algo casi al azar, poco antes de la apertura de la conferencia de París, el
Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA publicó un estudio que
sorprendió, a la vez que alarmó, a los científicos que han estado estudiando el
hielo del Ártico.
El estudio mostraba que un inmenso glaciar de Groenlandia, el Zacharie
Isstrom, “se había desprendido en 2012 de una posición glacialmente estable y
había entrado en una fase de repliegue acelerado”, un hecho inesperado e
infausto. El glaciar “contiene agua suficiente como para elevar el nivel global
del mar en más de 46 centímetros si llegara a derretirse completamente. Y ahora
está metido ya de lleno en una dieta extrema, perdiendo 5.000 millones de
toneladas de masa cada año. Todo ese hielo está derrumbándose sobre la zona
norte del Océano Atlántico”.
No obstante, había pocas esperanzas de que los dirigentes mundiales en
París “actuasen con la velocidad y a la escala requeridas para proteger a los
ciudadanos de una potencial catástrofe”. E incluso si por algún milagro
hubieran actuado así, habría tenido un valor limitado por razones que deberían
ser profundamente preocupantes.
Cuando se aprobó el acuerdo de París, el ministro francés de Asuntos
Exteriores, Laurent Fabius, que albergó las negociaciones, anunció que era
“legalmente vinculante”. Ojalá que así fuera, pero hay más de unos cuantos
obstáculos que merecen una atención cuidadosa.
En toda la amplia cobertura de los medios de comunicación de la
conferencia de París, quizá las frases más importantes fueran estas, enterradas
cerca del final de un largo análisis ofrecido por el New York Times:
“Tradicionalmente, los negociadores han tratado de forjar un tratado
legalmente vinculante que necesitara de la ratificación de los gobiernos de los
países participantes para tener fuerza. No hay forma de conseguir eso en este
caso por culpa de Estados Unidos. Un tratado estaría muerto si llega al
Capitolio sin la necesaria votación mayoritaria de dos tercios de un Senado
bajo control republicano. Por tanto, los planes facultativos están tomando el
lugar de los objetivos obligatorios de arriba a abajo”. Y los planes
facultativos son una garantía de fracaso.
“Por culpa de Estados Unidos”. Más concretamente, por culpa del Partido
Republicano, que se está convirtiendo ya en un peligro real para la
supervivencia humana decente.
Las conclusiones aparecen subrayadas en otro artículo del Times sobre
el acuerdo de París. Al final de una larga historia encomiando el logro, el
artículo señala que el sistema creado en la conferencia “depende en muy gran
medida de los puntos de vista de los futuros dirigentes mundiales que
desarrollen esas políticas. En EEUU, todos los candidatos republicanos que se
presentaban a presidente en 2016 han cuestionado o negado el carácter
científico del cambio climático y han expresado su oposición a las políticas
sobre el cambio climático de Obama.
En el Senado, Mitch McConnell, el líder republicano que ha estado al
frente de la campaña contra la agenda del cambio climático de Obama, dijo:
‘Antes de que sus socios internacionales descorchen el champán, deberían
recordar que este es un acuerdo inalcanzable basado en un plan energético
interno que probablemente es ilegal, que la mitad de los Estados están tratando
de parar y que el Congreso ha votado ya en su contra.’”
Ambos partidos han estado girando hacia la derecha durante el período neoliberal
de la última generación. La principal corriente demócrata se parece mucho ahora
a los que solíamos tildar de “republicanos moderados”. Mientras tanto, el
Partido Republicano se ha desplazado en gran medida fuera del espectro,
convirtiéndose en lo que el respetado analista político conservador Thomas Mann
y Normal Ornstein llaman “una insurgencia radical” que prácticamente ha
abandonado la política parlamentaria normal.
Con la deriva hacia la extrema derecha, el compromiso del Partido
Republicano con la riqueza y los privilegios, se ha hecho tan extremado que sus
políticas reales podrían no atraer votantes, por tanto, han tenido que buscar
una nueva base popular movilizada en otros campos: los cristianos evangélicos
que esperan la segunda venida, los patriotas fanáticos que temen que “ellos”
están quitándonos nuestro país, los racistas recalcitrantes, la gente con
quejas reales que confunde gravemente las causas de las mismas y otros como
ellos que son presas fáciles de los demagogos y que pueden convertirse
fácilmente en una insurgencia radical.
En los últimos años, el establishment republicano ha conseguido
suprimir las voces de la base que se había movilizado. Pero eso se acabó. A
finales de 2015, el establishment estaba manifestando considerable
desaliento y desesperación por su incapacidad para lograrlo, ya que la base
republicana y sus opciones estaban fuera de todo control.
Los contendientes republicanos electos para la próxima elección
presidencial manifestaron un claro desprecio por las deliberaciones de París,
negándose incluso a asistir a los actos. Los tres candidatos que lideraban las
encuestas en aquel momento –Donald Trump, Ted Cruz y Ben Carson- adoptaron la
posición de la base mayoritariamente evangélica: los seres humanos no tienen
impacto en el calentamento global, si es que tal cosa está verdaderamente
produciéndose.
Los otros candidatos se niegan a que el gobierno actúe en esa esfera.
Inmediatamente después de que Obama hablara en París prometiendo que EEUU
estaría a la vanguardia de la búsqueda de la actuación global, el Congreso,
bajo dominio republicano, votó a favor de tumbar sus recientes normas en la
Agencia de Protección Medioambiental para reducir las emisiones de carbono.
Como informó la prensa, este fue “un mensaje provocador ante más de 100 líderes
mundiales, en el sentido de que el presidente estadounidense no cuenta con el
apoyo total de su gobierno en la política sobre el clima”, por decirlo de forma
eufemista. Mientras tanto, Lamar Smith, presidente republicano del Comité para
la Ciencia, el Espacio y la Tecnología del Congreso, siguió adelante con su yihad
contra los científicos del gobierno que se atreven a informar sobre los hechos.
El mensaje está claro. Los ciudadanos estadounidenses se enfrentan a una
responsabilidad enorme en casa.
Una historia parecida informaba en el New York Times de que “las
dos terceras partes de los estadounidenses apoyan que EEUU se incorpore a un
acuerdo internacional vinculante para frenar el crecimiento de las emisiones de
gases invernadero”. Y, por un margen de cinco a tres, los estadounidenses
consideran que el clima es más importante que la economía. Pero no importa.
Pasan por encima de la opinión pública. Ese hecho, una vez más, está enviando
un mensaje fuerte a los estadounidenses. Es responsabilidad suya sanar un
sistema político disfuncional en el que la opinión pública es un factor
marginal. La disparidad entre opinión pública y política, en este caso, tiene
implicaciones muy importantes para el destino del planeta.
Desde luego que no deberíamos hacernos ilusiones sobre una “edad dorada”
del pasado. Sin embargo, los hechos que acabamos de revisar constituyen cambios
significativos. El debilitamiento de la democracia funcional es una de las
contribuciones del ataque neoliberal contra la población mundial en la última
generación. Y esto no está sucediendo sólo en EEUU; el impacto puede ser mucho
peor en Europa.
El cisne negro que nunca podemos ver
Pasemos a otra de las preocupaciones (tradicionales) de los científicos
atómicos que ajustan el reloj del día del juicio final: las armas nucleares. La
amenaza actual de guerra nuclear justifica ampliamente su decisión de enero de
2015 de adelantar el reloj dos minutos para la medianoche. Lo acaecido desde
entonces revela más claramente aún la creciente amenaza, un asunto que, en mi
opinión, suscita una preocupación insuficiente.
La última vez que el reloj del juicio final se avanzó tres minutos para
la medianoche fue en 1983, en la época de los ejercicios Able Archer de la administración Reagan; estos ejercicios simularon
ataques contra la Unión Soviética para poner a prueba sus sistemas de defensa.
Los archivos rusos publicados recientemente revelan que los rusos estaban
profundamente preocupados por las operaciones y se preparaban para responder,
lo que habría sencillamente significado: FIN.
Hemos sabido más cosas acerca de esos ejercicios precipitados e
imprudentes y de cómo el mundo se abocaba al desastre por el analista militar y
de inteligencia de EEUU Melvin Goodman, que fue jefe de división de la CIA y
alto analista de la Oficina de Asuntos Soviéticos en aquella época. “Además de
los ejercicios y movilizaciones del Able Archer que alarmaron al Kremlin”,
escribe Goodman, “la administración Reagan autorizó ejercicios militares
inusualmente agresivos cerca de la frontera soviética que, en algunos casos,
violaron la soberanía territorial soviética. Las arriesgadas medidas del
Pentágono incluyeron el envío de bombarderos estratégicos estadounidenses sobre
el Polo Norte para poner a prueba el radar soviético y ejercicios navales
bélicos próximos a la URSS por zonas donde los buques de guerra estadounidenses
no habían entrado anteriormente. Además, una serie de operaciones secretas
simularon ataques navales sorpresa sobre objetivos soviéticos”.
Ahora sabemos que el mundo se salvó de una probable destrucción nuclear
en aquellos aterradores días gracias a la decisión de un oficial ruso,
Stanislav Petrov, que no trasmitió a sus autoridades superiores el informe de
los sistemas de detección automática de que la URSS estaba bajo un ataque de
misiles. Por consiguiente, Petrov ocupó un lugar junto al comandante de
submarinos rusos Vasili Arkhipov, quien, en un momento peligroso de la crisis
de los misiles cubana de 1962, se negó a autorizar el lanzamiento de torpedos
nucleares cuando los submarinos estaban bajo ataque de los destructores
estadounidenses imponiendo una cuarentena.
Otros ejemplos recientemente revelados enriquecen un récord realmente
aterrador. El experto en seguridad nuclear Bruce Blair informa que “cuando el
presidente de EEUU estuvo más cerca de lanzar una decisión estratégica
inadecuada fue en 1979, cuando una grabación de entrenamiento de alerta
temprana NORAD describiendo un ataque estratégico soviético a escala total se
cursó inadvertidamente a través de la red de alerta temprana real. Al asesor
nacional de seguridad Zbigniew Brzezinski le llamaron dos veces en medio de la
noche y le dijeron que EEUU estaba bajo ataque, que sólo tenía que descolgar el
teléfono y persuadir al presidente Carter de que era necesario que autorizara
de inmediato una respuesta a escala total, cuando se produjo una tercera
llamada para decirle que se había tratado de una falsa alarma”.
Este ejemplo recién revelado trae a mi mente un incidente crítico de
1995, cuando la trayectoria de un cohete noruego-estadounidense con
equipamiento científico parecía la trayectoria de un misil nuclear. Esto
suscitó las preocupaciones rusas, que rápidamente se hicieron llegar al
presidente Boris Yeltsin, encargado de decidir si había que lanzar un ataque
nuclear.
Blair añade otros ejemplos de su propia experiencia. Hubo un caso, en la
época de la guerra en Oriente Medio de 1967, “en que se envió una orden de
ataque real a la tripulación de un portaaviones nuclear en vez una orden de
ejercicios/entrenamiento nuclear”. Pocos años después, a principios de la
década de 1970, el Mando Aéreo Estratégico en Omaha “retransmitió una orden de
ejercicio de lanzamiento como si fuera una orden de lanzamiento real en un
mundo real”. En ambos casos habían fallado los controles de los códigos y la
intervención humana impidió el lanzamiento. “¿Se dan cuenta?”, añade Blair. “No
era nada raro que se produjeran ese tipo de chapuzas”.
Blair hizo estos comentarios en reacción a un informe del aviador Johan
Bordne que sólo hace muy poco ha publicado la Fuerza Aérea de EEUU. Bordne
estaba sirviendo en la base militar estadounidense en Okinawa en octubre de
1962, en la época de la crisis de los misiles cubanos y también en un momento
de graves tensiones en Asia. Se había elevado el sistema de alerta nuclear
estadounidense a DEFCON 2, un nivel por debajo de DEFCON 1, cuando los misiles
nucleares pueden ser inmediatamente lanzados. En el pico de la crisis, el 28 de
octubre, una tripulación de misiles recibió autorización, por error, para
lanzar sus misiles nucleares. Decidieron que no, evitando una probable guerra
nuclear y uniéndose a Petrov y Arkhipov en el panteón de los hombres que
decidieron desobedecer el protocolo, salvando así al mundo.
Como Blair observó, ese tipo de incidentes no eran infrecuentes. Un
estudio reciente de un experto detallaba docenas de falsas alarmas durante
todos los años del período revisado de 1977 a 1983; el estudio concluía que el
número de las mismas fluctuó entre 43 y 255 por año. El autor del estudio, Seth
Baum, resume con estas adecuadas palabras: “La guerra nuclear es el cisne negro
que nunca podemos ver, excepto en el breve momento en que nos está matando.
Aplazamos la eliminación del peligro por nuestra propia cuenta y riesgo. Es
hora ya de abordar la amenaza, porque ahora estamos todavía vivos”.
Estos informes, al igual que los que contiene el libro de Eric
Scholosser “Command and Control”, se ajustan en gran medida a los sistemas de
EEUU. Los rusos son sin duda mucho más propensos a los errores. Por no mencionar
el peligro extremo que plantean los sistemas de otros, especialmente Pakistán.
“Una guerra ya no es algo impensable”
En ocasiones la amenaza no ha sido consecuencia de un accidente, sino
del aventurerismo, como en el caso del Able Archer. El caso más extremo fue la
crisis de los misiles cubanos en 1962, cuando la amenaza de desastre fue
demasiado real. La forma de abordar dicha crisis fue impactante; al igual que el modo habitual de
interpretarla.
Con este sombrío antecedente en mente, es útil mirar los debates y
planes estratégicos. Un caso escalofriante fue el estudio “Essentials of
Post-Cold War Deterrence” del STRATCOM de 1995, en la era Clinton. El estudio
pretende conservar el derecho al primer ataque, incluso contra Estados no
nucleares. Explica que las armas nucleares se utilizan constantemente en el
sentido de que “proyectan una sombra sobre cualquier crisis o conflicto”. Insta
también a disponer de un “personaje nacional” irracional y ansioso de venganza
para intimidar al mundo.
La doctrina actual se explora en el artículo principal de la revista International
Security, una de las más acreditadas en el campo de las doctrinas
estratégicas. Los autores explican que EEUU está comprometido con la “primacía
estratégica”, es decir, aislamiento de un ataque de represalia. Esta es la
lógica de la “nueva triada” de Obama (reforzar la potencia de submarinos,
misiles terrestres y bombarderos), junto con la defensa con antimisiles para
contrarrestar un ataque de represalia. La preocupación que plantean los autores
es que la exigencia estadounidense de primacía estratégica podría inducir a
China a abandonar su política “de no ser el primero en utilizar armas
nucleares” y ampliar su disuasión limitada. Los autores piensan que no lo hará,
pero la perspectiva sigue siendo incierta. La doctrina acentúa claramente los
peligros en una región tensa y conflictiva.
Lo mismo sucede con la expansión de la OTAN hacia el este violando las
promesas verbales hechas a Mijail Gorbachev cuando la URSS estaba derrumbándose
y accedió a permitir que una Alemania unificada formara parte de la OTAN, una
concesión muy notable si uno piensa en la historia del siglo. La expansión
hacia la Alemania del Este se produjo de inmediato. En los años siguientes, la
OTAN se expandió por las fronteras rusas; ahora hay sustanciales amenazas
incluso para incorporar a Ucrania, en el corazón geoestratégico de Rusia. Uno
puede imaginar cómo reaccionaría EEUU si el Pacto de Varsovia estuviera aún con
vida, hubiera incorporado a él a América Latina y ahora México y Canadá
estuvieran solicitando su entrada.
Aparte de eso, Rusia entiende, al igual que China (y los estrategas
estadounidenses, si vamos al caso), que los sistemas de defensa de misiles de
EEUU cerca de las fronteras rusas son, en efecto, un arma de primer ataque con
el objetivo de establecer una primacía estratégica: inmunidad ante la
represalia. Quizá su misión sea totalmente inviable, como algunos especialistas
apuntan. Pero los objetivos no van a confiar nunca en eso. Y las reacciones
militantes de Rusia son muy naturalmente interpretadas por la OTAN como una
amenaza para Occidente.
Un destacado experto británico en Ucrania plantea lo que denomina
“paradoja geográfica fatídica”: que la OTAN “existe para manejar los riesgos
creados por su propia existencia”.
Las amenazas son muy reales ahora. Por fortuna, el derribo de un avión
ruso por un F-16 turco en noviembre de 2015 no produjo un incidente
internacional, pero podía haberlo hecho, especialmente teniendo en cuenta las
circunstancias. El avión iba a una misión de bombardeo en Siria. Pasó durante
tan sólo 17 segundos a través de una franja de territorio turco que sobresale
hacia Siria, y era evidente que se dirigía a este país cuando se estrelló.
Derribarlo parece haber sido un acto innecesariamente imprudente y provocador,
un acto con consecuencias.
La reacción de Rusia fue anunciar que sus bombarderos irían a partir de
ahora acompañados por aviones de combate y que iba a desplegar en Siria un
sofisticado sistema de misiles antiaéreos. Rusia ordenó también a su
portaaviones Moskva, dotado de un sistema de defensa aérea de largo alcance,
que se acercara más a la costa, para que estuviera “preparado para destruir
cualquier objetivo aéreo que supusiera una amenaza potencial para nuestros aviones”,
anunció el ministro de Defensa Sergei Shoigu. Todo esto prepara el escenario
para confrontaciones que podrían ser letales.
Las tensiones son asimismo constantes en las fronteras entre Rusia y la
OTAN, incluyendo maniobras militares de ambas partes. Poco después de que el
reloj del juicio final se moviera amenazadoramente más cerca de la medianoche,
la prensa nacional informaba que los “vehículos militares de combate de EEUU
desfilaban el miércoles por una ciudad de Estonia que se adentra en Rusia, un
acto simbólico que ponía de relieve las apuestas por ambas partes en medio de
las peores tensiones entre Occidente y Rusia desde la Guerra Fría”. Poco antes,
un avión de combate ruso estuvo a unos segundos de chocar con un avión civil
danés. Ambas partes están llevando a cabo rápidas movilizaciones y
redespliegues de fuerzas en la frontera entre Rusia y las fuerzas de la OTAN, y
“ambas creen que una guerra no es ya algo impensable”.
Perspectivas de supervivencia
Si eso es así, ambas partes están más allá de la locura, porque una
guerra bien podría destruirlo todo. Durante décadas se ha reconocido que un
primer ataque por parte de una potencia importante podría destruir al atacante,
incluso aunque no hubiera represalias, sencillamente por los efectos del
invierno nuclear.
Pero así es el mundo actual. Y no sólo el de hoy en día, eso es lo que
estamos viviendo desde hace setenta años. El razonamiento es de punta a cabo
sorprendente. Como hemos visto, la seguridad de la población no es básicamente
una preocupación importante para los políticos. Eso ha sido así desde los
primeros días de la era nuclear, cuando en los centros de formación política no
se hacía esfuerzo alguno –al parecer, ni siquiera se expresaba el pensamiento-
para eliminar una potencial amenaza grave para EEUU, como podría haber sido
posible. Y así continúan las cosas hasta ahora, en formas sólo brevemente
paladeadas.
Ese es el mundo en el que hemos estado viviendo y en el que vivimos en
estos momentos. Las armas nucleares representan un constante peligro de
destrucción inmediata pero, al menos en principio, sabemos cómo aliviar la
amenaza, incluso cómo eliminarla, una obligación emprendida (y despreciada) por
las potencias nucleares que han firmado el Tratado de No Proliferación. La
amenaza de calentamiento global no es instantánea, a pesar de su gravedad a
largo plazo que podría incrementarse repentinamente. Que tengamos capacidad
para lidiar con ello no está del todo claro, pero no puede haber duda de que
cuanto más nos demoremos, más terrible será el desastre.
Las perspectivas para la supervivencia decente a largo plazo no son muy
grandes a menos que se produzca un cambio significativo de rumbo. Una gran
parte de la responsabilidad está en nuestras manos, las oportunidades también.
Noam
Chomsky es profesor emérito en el Departamento de Lingüística y Filosofía del
Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Es colaborador habitual de
TomDispatch; entre sus libros más recientes están “Hegemony or Survival” y
“Failed States”. El presente ensayo procede de su nuevo libro “Who Rules the
World?” Su página web es www.chomsky.info.