Robert Fisk
www.jornada.unam.mx/240914
En el momento en que
Estados Unidos expandió su guerra contra el Isil, el presidente sirio, Bashar
Assad, ganó más apoyo político y militar del que puede alardear cualquier otro
líder árabe en este momento. Con bombas y misiles estadunidenses que estallan
por todo el este y el norte de su país, Assad puede ahora contar con que
Estados Unidos, Rusia, China, Irán, la milicia Hezbolá, Jordania y toda una
serie de países ricos del Golfo mantendrán vivo su gobierno. Si ese antiguo
proverbio árabe: el enemigo de mi enemigo
es mi amigo tiene algo de verdadero, Assad lo está comprobando ahora.
En su hogar de
Damasco, el líder sirio reflexiona ahora en el hecho de que la nación más
poderosa sobre la tierra, que tan sólo hace un año soñaba con destruirlo a
bombazos, ahora trata de acabar con los más feroces enemigos de su presidencia.
Los sauditas sunitas, cuyas caritativas donaciones han contribuido a financiar
al igualmente sunita Estado Islámico, ahora descubren que su gobierno
supuestamente está tratando de ayudar a Estados Unidos a destruir a los
yihadistas. Mientras los chiítas iraníes y sus protegidos del grupo Hezbolá
combaten a los verdugos degolladores sunitas en el campo de batalla, las bombas
y misiles estadunidenses llueven sobre esos mismos enemigos.
Jamás, desde que
Churchill se vio en el papel de aliado de Stalin, quien en un principio fue
amigo de la Alemania nazi en 1941, un presidente se ha visto de pronto
convertido en hermano de armas de quien antes fue su temible antagonista. Pero
–y este es un pero muy grande– el gobierno sirio del partido Baaz no es tan
estúpido como para tomar como verdadera la palabra amigo en este contexto.
Nosotros tampoco debiéramos hacerlo. Obama es la última persona con la que
Assad quiere asociarse; no es necesario que Vladimir Putin se lo recuerde. El
gobierno sirio observará con la más profunda preocupación la forma promiscua en
que el poderío aéreo de Estados Unidos se va extendiendo cada vez más, hasta
incluir objetivos que originalmente no eran considerados posiciones del Isil.
Independientemente
de las víctimas civiles que hubo en la provincia de Idlib, el hecho de que
Estados Unidos tenga como blancos supuestas posiciones del grupo Al Nusra,
vinculado con Al Qaeda, sugiere que el Pentágono no se aboca a atacar
exclusivamente al Isil. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que un misil
estadunidense impacte por error –desde luego– en un depósito de municiones u
otras instalaciones del gobierno sirio?
Dado que Estados
Unidos ha decidido financiar y entrenar a los llamados opositores moderados
sirios para que éstos combatan tanto al Isil como al gobierno sirio, ¿por qué
no habría Washington de bombardear a ambos enemigos: a los yihadistas y a
Damasco? ¿Y cómo reaccionarán los sirios que apoyan a lo que sea que queda de
los moderados ante las bombas que cayeron sobre Idlib y que mataron a civiles
en vez de a las fuerzas de Assad? Esas bombas de hecho fueron tan letales para
la gente como las municiones que han sido lanzadas por los aviones de la fuerza
aérea de Assad.
En cuanto a los
árabes del Golfo, ninguno ha mostrado evidencia de haber bombardeado
físicamente ningún objetivo en Siria. Sólo Jordania asegura haber atacado al
Isil; el resto de los aliados del rey Abdullah en la coalición árabe de los
dispuestos (¡Qué rápido se nos olvidó que así es como George W. Bush llamó a
las naciones que respaldaron la invasión a Irak de 2003!) parece haber limitado
su cooperación a permitir el acceso a pistas de aterrizaje, reabastecer aviones
y quizá patrullar las pacíficas aguas del Golfo Pérsico.
En sus audiencias en
el Capitolio, la semana pasada, el secretario de Estado John Kerry fue
interrogado con impaciencia por congresistas que le exigieron especificar
cuántos aviones árabes estaban disponibles para atacar al Isil. Kerry se dedicó
a inflar sus respuestas.
Después de todo, los
árabes del Golfo ya vivieron esto antes. Recuerdan bien las exageradas promesas
de un éxito militar gracias a la fuerza aérea, a las bombas inteligentes que no
matarían a civiles, los misiles Crucero que supuestamente destruyeron los
búnkers y campos de entrenamiento, así como los centros de control y comando en
1991 y 2003. Todo esto resultó un muy dudoso menú de guerra. Sin embargo, ahora
los estadunidenses recalientan esos bocadillos para el actual conflicto con el
Isil.
¿Será verdad que
estos guerreros islamitas se encontraban sentados, quizá tomando té, en esos
campos de entrenamiento para que los estadunidenses simplemente pudieran
matarlos?
¿Acaso el Isil se
jacta de tener algo así como un centro de control y comando –un búnker lleno de
computadoras y radares con luces parpadeantes– en vez de sus simples celulares?
Sin embargo, se asegura que un centro de control y comando, nada menos, ha sido
destruido.
Y como sucede con
tanta frecuencia ante la escalada de un nuevo conflicto, los expertos y
decrépitos ex embajadores nos explican nuestras acciones desde las pantallas de
televisión, después de haber hojeado un libro de historia.
Según ellos, el
Estado Islámico fue creado de los remanentes de Al Qaeda en Irak, y absorbió a
la resistencia antiestadunidense durante el tiempo que las tropas de Washington
ocuparon Irak tras la invasión ilegal angloestadunidense de 2003.
Si los señores Bush
y Blair no se hubieran embarcado en su aventura iraquí, ¿cree alguien que
Estados Unidos estaría ayudando a Assad a destruir a sus enemigos en este
momento?
El término ironía no
alcanza a describir las palabras del enviado para la paz en Medio Oriente,
quien esta semana se transformó en un enviado para la guerra al sugerir el
envío de más tropas occidentales al mundo musulmán. ¿Qué se supone que debe
hacer el gobierno sirio? ¿Reír o llorar?