www.elmundo.es/230914
Manuel Segovia Jiménez, uno de los últimos
hablantes de ayapaneco. / Saúl Ruiz
Cuando Fidel
Hernández llega a su aldea, a Chicahuatxla, las casas pasan a tener boca, ojos
y espalda. No es nada raro, sino algo que le sucede casi automáticamente cuando
el autobús abandona la inacabable Ciudad de México y se adentra en el sur, en
su estado natal de Oaxaca. Fidel, un cultivado estudiante de doctorado de la UNAM, deja entonces atrás
las puertas, ventanas y techos del idioma español y pasa al universo de la
lengua triqui. Un idioma tonal del que los registros oficiales dicen que tiene
25.883 hablantes y que forma parte de uno de los mayores y más desconocidos
tesoros de México: la diversidad lingüística.
En el país conviven 11 familias lingüísticas de las que derivan
68 lenguas, que a su vez se ramifican en 364 variantes. Una fronda inmensa,
cuya concentración apenas tiene parangón en el mundo, excepto en Papúa-Nueva
Guinea, Brasil y ciertas regiones de África, pero sobre el que corre una
creciente amenaza. Cada vez se hablan menos. Apenas siete millones de indígenas
(el 40%) cultivan sus lenguas, y en su mayoría lo hacen en solo seis idiomas
(náhuatl, maya yucateco, mixteco, tseltal, zapoteco y tsotsil). El resto, en
buena parte, peligra.
El Instituto Nacional de Lenguas
Indígenas ha concluido que 259
de las 364 variantes lingüísticas corren riesgo de desaparición. Y en
muchos casos, su salvación es casi imposible: 64 tienen menos de un centenar de
hablantes. Pertenecen al grupo de “alto riesgo”. Son los últimos de su estirpe.
Don Manuel suele
despertarse a eso de las cinco de la madrugada. Los días normales se toma un
café y unos frijoles, y los buenos, cuando hay dinero, también algo de pan.
Luego agarra el machete y sale al campo a trabajar. Cien pesos (seis euros) por
deslomarse hasta las dos de la tarde, en la espesa atmósfera selvática de Ayapa
(Tabasco). Entonces vuelve a casa, vuelve ante los frijoles y vuelve a sentarse
en la silla de plástico desde la que ahora mira al periodista con ojillos
curiosos.
—¿Qué le falta, don
Manuel?
—Dinero.
Manuel Segovia
Jiménez, aunque no lo parezca, tiene 79 años y posee un tesoro único en el
mundo. Habla nnumte oote, la lengua
verdadera. El ayapaneco. El idioma más amenazado de México. Quedan siete
hablantes (otros 13 lo entienden), de los que Don Manuel es el único que lo
sigue usando en familia. Entroncado en la familia
lingüística del mixe-zoqueana, entre cuyas contribuciones universales figura la
palabra cacao (pronuciada kaagwa, en ayapaneco), el idioma tiene
singularidades que enloquecen a los especialistas. Entre ellas, su riqueza en
palabras simbólicas, en onomatopeyas de enorme precisión como tzalanh
(sonido del golpe de un machete) o el perfectamente entendible ploj
(pisar el lodo).
Esta joya
filológica, que durante siglos floreció en la húmeda selva tabasqueña, al
sureste de México, no ha podido aguantar el embate de los tiempos modernos. La
extensión masiva y exclusiva de la educación en español a lo largo del siglo XX
y la inmensa riqueza petrolera de la zona, que atrajo una fuerte inmigración
hispanohablante, barrieron el ayapaneco hasta convertirlo casi en un recuerdo.
Una trayectoria parecida a la de otras lenguas en México. “No es un fenómeno
aislado. Ha incidido la educación solo en español, pero también la emigración
masiva y la discriminación que sufren los indígenas”, señalan los
investigadores Carolyn O’Meara y Francisco Arellanes, del Seminario de
Lenguas Indígenas, del Instituto de Investigaciones Filológicas de
la UNAM.
Esta zozobra general
alertó a las autoridades y condujo en 2003 al reconocimiento oficial de los
derechos lingüísticos indígenas. Se les otorgó el mismo status que el español y
se creó un baluarte para su salvación, el Instituto Nacional de Lenguas
Indígenas (Inali). “Trabajamos en recuperar este patrimonio, le damos
visibilidad, pero si no hay presión social, si la misma sociedad no exige el
conocimiento de una lengua, es difícil parar la caída. Aún sufrimos un entorno
de discriminación, donde se estigmatiza por el idioma, el color de piel o la
forma de vestir, donde los idiomas indígenas son silenciados en los medios de
comunicación”, afirma el director el Inali, Javier López Sánchez un chiapaneco
de habla tseltal.
Don Manuel, aunque
con otras palabras, está de acuerdo. A su alrededor ha visto desaparecer el
idioma. Y callar a los que lo conocían. En la escuela, que él abandonó en
segundo de primaria, le prohibían usarlo. Poco a poco fue hundiéndose la lengua
verdadera, hasta quedar confinada en las mentes de unos pocos náufragos, cuya
excepcionalidad atrajo desde los años noventa a investigadores internacionales.
En su casa baja de Ayapa, presidida por un altar que este mes tiene una vela
encendida en honor del arcángel San Gabriel, don Manuel muestra sin ostentación
las fotos de estos buscadores de perlas lingüísticas.
Son un
reconocimiento al tesoro que posee y que desde 2012 comparte. Anexo a su
vivienda, en un vestíbulo de techo metálico, acoge una pequeña y modesta
escuela. Allí, los sábados, don Manuel enseña ayapaneco a los niños del lugar.
No es el único. Le acompañan Isidro Velázquez, 72 años, y su hermano Cirilo, de
66. Juntos, con el hijo de don Manuel, en silla de ruedas, han preparado un
atlas del cuerpo humano, cartas y posters en ayapaneco para las clases. La
iniciativa, auspiciada por el Inali, les ha devuelto el orgullo de su idioma.
"En el pueblo no le dan valor. Pues bien, yo digo que quien no quiera
aprender, que ahí se quede", zanja don Manuel.
Los frutos de esta
siembra son desiguales. Los niños acuden en masa cuando se reparte algo, pero
cuando los fondos andan escasos, solo pasan el umbral unos pocos. Y aunque
alguno muestre verdadero entusiasmo, no basta. "Cuando muramos, morirá el
idioma. Ni mis hijos lo han querido aprender", sentencia Cirilo Velázquez.
Su hermano Isidro asiente.
"Lograr la
restauración del idioma como hace 100 años nunca sucederá, pero el esfuerzo de
esa escuela vale la pena para fijar la lengua como un símbolo de la comunidad,
una forma de expresar su identidad", señala Daniel F. Suslak, investigador
del departamento de Antropología de la Universidad de Indiana, una de las
máximas autoridades en ayapaneco.
La suerte del nnumte oote está posiblemente echada.
Otras lenguas, como recuerda la filóloga Carolyn O'Meara, aún disponen de
tiempo para salvarse gracias a su propio aislamiento geográfico. Y en otros
casos dependerán simplemente de la fidelidad de sus hablantes. Eso es algo con
lo que cuenta Fidel Hernández, de 32 años. Aunque su idioma, el milenario
triqui, no está en la lista de los más amenazados, sabe que no hay una
enseñanza normalizada y efectiva de su lengua, que los niños cada vez lo usan
menos y que, en un país donde aún se margina al indígena, se ha activado una
bomba de relojería que estallará en tres o cuatro décadas. Sería el fin para un
hermoso idioma de tradición oral, una lengua volátil donde una misma palabra
cambia de significado simplemente con variar el tono (a mayor gravedad, arado
pasa a ser agua, carne o desnudo).
Pero algunas cosas
han cambiado. No todo es declive. Hernández es un ejemplo. Nacido en la perdida
Chicahuatxla, prepara su doctorado sobre la lengua triqui, su idioma. Miles de
horas de estudio con un objetivo en la mente, salvar a ese maravilloso mundo
donde un arado se vuelve agua, y las casas, en vez de techos, tienen espaldas.