Alejandro
Nadal
www.jornada.unam.mx/240914
Antes de que
desaparezca en la bruma de la historia el referendo sobre la independencia de
Escocia, conviene analizar los resultados finales. Las lecciones para todos, no
sólo Europa, son demasiado importantes como para dejar a la industria
trasnacional de los medios de comunicación la tarea de digerir los datos.
Más de un millón 600
mil escoceses votaron en favor de la independencia. Los resultados indican que
en su mayoría los jóvenes votaron en favor de la independencia. Por edades, los
porcentajes de la votación son reveladores. El grupo entre 16 y 17 años de edad
votó de manera aplastante por la independencia (78 por ciento). El segmento de
25 a 34 años votó 59 por ciento votó con el sí. En cambio, la población
mayor a los 65 años votó de manera abrumadora en contra (73 por ciento por el no).
En los distritos en
los que el desempleo es más elevado que el promedio nacional (12.8 por ciento),
el voto por la independencia fue más alto. Por ejemplo, en los distritos de
Dundee y Glasgow (con tasas de desempleo de 17 y 19 por ciento,
respectivamente) el voto favorable a la separación fue claramente superior (57
y 53 por ciento, respectivamente).
Los distritos con
mayores porcentajes de hogares de bajos ingresos también acabaron votando
mayoritariamente por la emancipación. Un análisis independiente utilizando
información a nivel distrital encontró una relación fuerte entre el nivel de
ingreso disponible y la proporción de votos en sentido negativo.
En términos llanos,
los más ricos votaron por permanecer en el Reino Unido mientras los más
desfavorecidos votaron por la independencia. El contraste entre Glasgow y
Edimburgo es notable. La primera ciudad votó 53 por ciento en favor de la vida
autónoma, mientras Edimburgo, la urbe con el ingreso personal disponible más
alto en Escocia, prefirió permanecer en el Reino Unido con 61 por ciento
votando por el no.
El movimiento en
favor de la independencia en Escocia fue derrotado. Pero la tendencia
nacionalista era más que un asunto de gaitas, whisky y faldones escoceses. Los
jóvenes y los más desfavorecidos aspiraban a una sociedad menos desigual y más
democrática.
En las últimas
semanas antes del 18 de septiembre, las encuestas mostraron un fuerte ascenso
de las intenciones de voto en favor de la independencia. Las élites en Londres
percibieron el peligro y de inmediato pusieron en movimiento la maquinaria para
revertir esa tendencia.
Primero comenzaron
las declaraciones de personajes importantes en la industria, las
telecomunicaciones y la banca. Después siguieron los rumores: que si los
precios se van a disparar, que si habría fuga de capitales, que si ya no se
podrán usar los teléfonos celulares, etcétera. El miedo se agudizó con los rumores
sobre la pérdida de pensiones de retiro y el creciente desempleo, etcétera.
La culminación de la
campaña fue el ruego (con esa palabra) que el primer ministro inglés, Cameron,
dirigió a los escoceses para que votaran en contra de la independencia. El 15
de septiembre advirtió que Escocia quedaría para siempre jamás fuera de la
Unión de triunfar el voto independentista. Y la amenaza tenía el signo del
dinero: Londres negaría el uso de la libra esterlina. Por supuesto, el complejo
esquema de pensiones de jubilación que comparte Escocia con el Reino Unido
quedaría en el aire. El chantaje puso a temblar a más de un votante en Escocia,
cuando en realidad había múltiples herramientas de negociación (pasando por los
yacimientos del Mar del Norte).
La verdad es que el
tipo de independencia pregonado por el Partido Nacionalista Escocés (PNE)
facilitó la tarea del Proyecto Miedo. Para el PNE la independencia implicaba
dejar a la reina Isabel II como reina de Escocia, mantener la base de
submarinos nucleares Trident y, por supuesto, conservar la libra
esterlina como la divisa nacional. La negativa de Londres a compartir su moneda
fue el anuncio de un conflicto sin solución y Cameron pudo articular su amenaza
final: si en Escocia ganan los independentistas, será el comienzo de un
divorcio doloroso.
El discurso político
del movimiento nacionalista fue equivocado. El peor error fue abrir el flanco
para el ataque por el lado monetario: lo lúcido hubiera sido plantear
claramente la opción de una moneda propia, con plena autonomía para regular la
oferta monetaria. El gran miedo monetario no afectó a los desempleados y
tampoco quitó el sueño a los jóvenes. Pero la clase media y los ricos,
atemorizados, inclinaron la balanza.
Hoy la mayor
devolución de poderes (devo-max) se antoja como la solución del gatopardismo.
¿Podrá Europa salir de su cárcel neoliberal y dirigirse a un proyecto social y
económico con mayor solidaridad y democracia?
En otras regiones en
Europa habrá que adaptarse a una demografía y una distribución regional del
ingreso distintas. Pero una cosa es clara: sin metas claras y un camino bien
trazado en materia de política económica, el camino será cuesta arriba. Salir
del neoliberalismo a medias es como meter vino agrio en nuevas botellas. Es una
mala combinación.