Martha
Icaza
www.laestrella.com.pa/070914
La comarca ngäbe vive
bajo la sombra de la amenaza ambiental. Caminar, es un ejemplo de cómo el
‘progreso’ incidió sobre sus tradiciones.
Recuerdo a mi abuelo preparando la chácara para el
viaje y a mi abuela alistando las jiracas. Podían tardar varios días monteando
y ahumando la carne. Salíamos desde la cordillera, siempre bajo la lluvia,
porque en nuestra tierra hay más lluvia que sequía. ‘Es nuestra bendición’
decía tata, y en el eco de su voz se filtraban los murmullos de mi abuela,
‘también la maldición ya lo verás’.
En aquel entonces no los entendía, pero me gustaba
escucharlos, ser parte de los preparativos y del viaje. ¿Quiénes somos los
caminantes? Yo vengo de una familia grande, que vive de su tierra y con orgullo
nos sentimos Ngäbe. Somos una gran nación, con costumbres, tradiciones
ancestrales, idioma, organización social y política, tenemos autoridades, un
sistema sanitario bien organizado, y una de nuestras costumbres es viajar.
Caminar.
Mi madre embarazada ya había hecho el camino
varias veces. Mi papá llevaba la bolsa grande y un niño en el cuello. Cargaba
también su machete y una vara en forma de hoz para apartar las hierbas altas
limpiando el camino para mi mamá y nosotros, sus hijos. Mi madre iba con su
barriga, la chácara más grande agarrada en la frente y un bebé en brazos al que
le daba teta sin dejar de caminar. Iba a la retaguardia, también cuidándonos.
Mis abuelos caminaban con su bordón en mano y sus bolsas para comer y
cocinar en el camino. Llevaban muy poca ropa y una manta cosida a punta de
retazos que estaba percudida de tanto viaje, de tanta exposición a la
intemperie, solo los retazos nuevos la hacían ver un poco más clara. Esa manta
nos cobijaba de noche, sobre todo a los más chicos, a veces a abuela y a veces
a mamá.
Con mucha alegría emprendíamos el viaje. ‘¡Vamos a
comer, se va a acabar el junio!’, era la frase que repetían y que se había
acuñado como referencia al mes en el que empieza la temporada lluviosa. Lo más
importante era que aprendíamos de nuestros grandes y eso nos hacía sentir
grandes, importantes, pertenecientes a nuestra familia y a nuestra gran nación
Ngäbe.
Contaba mi abuelo que él también hacia el viaje de
pequeño con sus padres. ‘No preparábamos tanta carga’ decía el más veterano de
la familia. Solo recogían lo que la madre naturaleza les guardaba en su vientre
para cuidar a sus hijos caminantes, nos contaba. ‘Las jiracas nos esperaban y
los grandes árboles nos cobijaban del tiempo bajo sus ramas, solo cazábamos
para comer. Se tomaba lo que se necesitaba y se dejaba el resto para los otros
caminantes y para que la madre naturaleza, la tierra, conserve y anide las
semillas de las jiracas para tener a nuestro regreso’.
En la historia de la humanidad, caminar ocupa un
lugar relevante. Fue la bipedestación la que predispuso el desarrollo del
cerebro y nuestra posterior evolución. En los primeros tiempos nuestros
ancestros ngäbes caminaban para comer y para cuidar a sus familias, nos movíamos
por nuestro territorio y teníamos encuentros con otras familias, hacíamos una
gran fiesta, las nuevas parejas se unían, a veces incluso parejas concertadas
desde tiempo atrás. Caminábamos para reponer jirakas, para comer, para buscar
medicina y prepararnos para los tiempos de las grandes aguas cuando no se debía
cruzar los ríos, ni las quebradas.
Se caminaba para enseñar a niños y a jóvenes a
proteger la naturaleza y para que la vean como una madre que protege y
alimenta; recibe para nacer y cobija para morir, ayuda a reconocer a quienes
tienen poderes especiales, a los sobadores, a las parteras y a los que tienen
energías de la naturaleza para curar enfermedades.
Esos eran otros tiempos de los caminantes, movidos
y guiados por las estaciones, la temporada lluviosa y la temporada seca.
Seguían los cultivos y la abundancia de peces, manteniendo un justo equilibrio,
una colaboración entre el ngäbe y la naturaleza. ‘Ella nos cuida, nosotros la
cuidamos’, decían.
DEVASTACIÓN
Antes de la devastación del sulia –como se le dice
despectivamente en ngäbere, nuestra lengua, a los que no son ngäbe—, había
frutas en los árboles, tubérculos bajo la tierra, ríos que daban peces y aguas
limpias que eran custodiadas por la serpiente que vive en las cuevas de las raíces
acuáticas. Ahí, donde la madre tierra prohijaba abundantes y ricos cangrejos,
el agua refrescaba a los animales de monte.
La ambición sulia —que textualmente quiere decir
’cucaracha’— arrancó los grandes árboles y empezó a faltar el agua en verano y
en invierno. Las riberas ahora sin raíces no apañan el agua que baja a grandes
caudales, sino que se desbordan y acaban con casas, animales, sembradíos... y
personas.
La Ley 10, por la cual se crea la comarca
Ngäbe-buglé, lucha con nuestras autoridades para cuidar lo nuestro, nuestros
caminos antes ricos, ahora áridos y peligrosos. Ahora no crecen jiraka, los
árboles sagrados ya no están para protegernos, los ríos están contaminados o
sin vida por las hidroeléctrica. Nuestra vida está como el colibrí con las alas
rotas.
Los tiempos han cambiado y muchos hermanos
caminantes no regresaron, se quedaron afuera, aprendieron a ser sulia.
Aprendieron lo malo y olvidaron lo bueno. Olvidaron las tradiciones, cuidar la
naturaleza para que ella te cuide, respetar a la madre tierra, a los ancianos y
a invocar a los ancestros.
Hoy rechazan o se avergüenzan de los rituales como
el de preparar a las niñas para convertirse en mujeres, en cuidadoras que deben
aprender los secretos para cuidarse a sí mismas; y los rituales para varones
como el enseñar a cuidar, a cuidar a la esposas, a no usar la violencia y a
tomar chicha fuerte solo para rituales y grandes celebraciones.
Muy pocos recuerdan los cuidados que toda la
familia brinda a las embarazadas —que están ’boing’ se dice en nuestra lengua,
que significa un estado especial—, el cuidado de los 40 días y cómo evitar
contagios y enfermedades consumiendo alimentos especiales y utilizando trastes
y cubiertos especiales. El ritual del nacimiento, los cantos para acompañar el
nacimiento, para reír y también para llorar la despedida de quien se va a
caminar al mundo de nuestros ancestros.
EL MISMO CAMINO, OTRAS CONDICIONES
Caminamos pero ahora para trabajarle a otros y que
nos paguen para comprarles a ellos lo que tenemos que comer, combinamos nuestra
tradición de caminar con la necesidad de mitigar el hambre. Caminar, hoy, más
que una forma de enseñar es un método de supervivencia.
Donde había ricas tierras de productos variados,
ahora hay café. Nos contratan a los ngäbe como cosechadores porque sabemos
cuidar a las plantas. Y cuando viajamos, lo hacemos como siempre, con la
familia. No vamos a separar familias ni a dejar solos a los niños o a los
ancianos.
Para salir de la serranía todavía caminamos, con
más riesgos porque los ríos se salen de los cauces y por la tala hay deslaves
de tierra. Debemos viajar rápido para que la noche no nos agarre solos y sin
tener donde guarecernos. Ya no hay jiraka ni frutas para comer en el camino,
por eso tenemos que hacer agua de frejol tostado y tomarla caliente, a veces
eso es lo único que se le puede dar a los niños más pequeños y a los ancianos.
El viaje ahora se traduce a estar mojados por
varios días, comiendo solo una vez al día, otras solo bebemos agua. Esto hace
que todos enfermemos, y calmamos el llanto de los niños contando historias
mientras a nosotros nos anima la esperanza del trabajo.
Algunos recorren el camino bajando por ríos
caudalosos y resbalando la montaña hasta llegar a la costa a tomar una lancha
que los lleva por mar a Chiriquí Grande, de ahí a las fincas caficultoras en
Panamá y Costa Rica.
Nosotras caminamos por la cordillera, cortando
camino por filos de montaña de Piedra Roja. Hacia Quebrada Hacha el camino es
malo, ni los caballos pasan por ahí. A veces han llegado helicópteros pero
muchos se han caído por los vientos huracanados, no llega ni la señal de
celular. Pero Hacha es el primer punto carretero, donde se puede conseguir
transporte para San Félix.
Antes de que existiera la Casa del Migrante,
dormíamos en el suelo. Yo no tengo esposo, pero tengo un hijo, viajo con mi
hermana y su niño, las dos nos acompañamos y cuando nos quitamos las botas, las
piernas están soyadas de tanto caminar en el monte y el agua. Por eso después
sólo puedo ponerme chancletas. En Hacha nos cambiamos para poder subir al
transporte, también cambiamos a los niños. Por lo menos, ya no tenemos que
lavarnos en la quebrada, cuidándonos las dos.
Ahora la Casa del Caminante es nuestro refugio,
conversamos con multiplicadores comunitarios de Cuernavaca y Bernardino. El
Ministerio de Salud nos atiende, tenemos dónde dormir y pasar la noche segura,
tenemos baños cerca, donde lavar y secar la ropa, donde tomar un té caliente y
darle una crema a nuestros niños. Temprano, a la mañana siguiente, hay que
salir presurosas a tomar el carro que nos lleva a Río Sereno, para ir a la
finca en la que vamos a cosechar café.
EN LAS FRONTERAS, EN LAS FINCAS
Algunos de nuestros hermanos pasan por Paso
Canoas, otros por Río Sereno, pero también se puede pasar por muchos otros
caminos más pequeños. Por su parte, el personal de migración necesita
traductores ngäbe, pero también paciencia y amabilidad.
En la finca pagan por lata cosechada y se le paga
a un hombre como jefe de la familia. Yo recojo el café, lo que se cae lo recoge
mi niño al que cuido mientras trabajo.
Cuando enfermamos busco nuestra medicina, a veces
la medicina sulia, que no siempre es buena porque la medicina sirve cuando el
que te la da lo hace bien, lo hace porque sabe y quiere curar, lo hace con
dedicación de la mente, de la inteligencia y de la buena intención. Los sulia
médicos o enfermeras, no siempre quieren a sus pacientes indígenas. Nuestra
ropa no les gusta, nuestro color y olor no les gusta. Nos tratan sin buena
intención, como para salir de la gente, no para salir de la enfermedad y eso no
cura, eso enferma más.
Por suerte están las multiplicadoras comunitarias,
que son traductoras capacitadas dispuestas a colaborar con la salud y los
pacientes, son sabias que conocen, reconocen, y le dan el peso que merece
nuestra cultura, una cultura que antes caminaba por tradición, y hoy por
necesidad.