José
María Castillo Sánchez
www.religiondigital.com/100914
Para plantear, desde el
primer momento, el tema que intento explicar, empiezo haciendo una pregunta:
¿Qué autoridad moral o qué credibilidad puede tener, ante los ciudadanos de
nuestro tiempo, una institución (la Iglesia) que, tal como está pensada y
organizada, no puede ser gobernada como una democracia, ni puede suscribir y
poner en práctica los derechos humanos?
Esta pregunta se nos
hace más apasionante, y también más incómoda, si pensamos (al menos, por un
instante) que la Iglesia pretende “evangelizar”, es decir, “transmitir el
Evangelio”. Pero, ¿cómo va a intentar transmitir “lo más sublime” (el Evangelio
de Jesús), si no puede ni cumplir “lo más elemental” (la democracia y los
derechos fundamentales)?
Supuesta la pregunta
que acabo de hacer, el punto de partida de mi reflexión es éste: la democracia
en el gobierno de la Iglesia, así como la puesta en práctica de los derechos
humanos en ella, son dos asuntos tan vitales y tan urgentes, que, de la
correcta solución que se les dé a estos dos problemas, depende que la Iglesia
pueda ser o no ser fiel a sus orígenes (o sea, al Evangelio).
Lo mismo que, de la
fidelidad a la democracia y a los derechos humanos, depende también que la
Iglesia recupere la credibilidad que tanto necesita y pueda cumplir con la
misión que tiene asignada en este mundo. Pienso, además, que la Iglesia (en su
conjunto) no ha tomado aún conciencia de la importancia apremiante de lo que
acabo de apuntar.
Y todavía, una
observación, que para mí es vital: en esta conferencia voy a decir (ya las he
apuntado) cosas que van a resultar desagradables para algunos. Si hablo de esta
manera, no es por resentimiento o alejamiento de la Iglesia. Todo lo contrario.
Digo estas cosas porque es mucho lo que me interesa la Iglesia y es muy fuerte
el cariño que siento por la Iglesia. La Iglesia que tenemos, no la que yo pueda
tener en mi cabeza. Porque en esta Iglesia he nacido. En ella vivo. Y en ella
quiero morir. A la Iglesia le debo el conocimiento de Jesús y su Evangelio. Lo
que pasa es que con frecuencia veo la distancia y hasta la contradicción, que
palpa tanta gente, entre la Iglesia y el Evangelio. Ante esto no me puedo
callar. En esto radica el contenido y la intención de lo que voy a decir aquí.
1.
Punto de partida
El gran problema, que
aquí afrontamos, no es el problema que consiste en precisar si la Iglesia puede
o no puede ser democrática; debe o no debe ser democrática. Eso, por supuesto.
Pero hay un problema previo al que nunca le hincamos el diente. Me refiero al
problema de la estructura misma de la religión. Si hablamos de la relación
entre Iglesia y democracia, entre Iglesia y derecho, nos metemos en un callejón
sin salida, si previamente no afrontamos el problema de la relación entre la
Iglesia y la religión.
¿Por qué? Porque la
religión -tal como el hecho religioso nos es conocido y fuera de muy contadas
excepciones- no consiste sólo en la “relación con Dios”, sino además de eso, es
también “relación mediada”. Es decir, la religión consiste en una relación con
Dios que se realiza por medio (relación “mediada”) de mediadores asociados a
jerarquías que entrañan un sistema de ritos, rangos y poderes sagrados, que
implican dependencia, obediencia, sumisión y subordinación a superiores
invisibles (Cf. Walter Burkert, La creación de lo sagrado,
Barcelona, Acantilado, 2009, 146).
De ahí que el
“sentimiento religioso” específico es el “sentimiento de veneración” y el
consiguiente “sometimiento” (Jean Bottéro, La religión más
antigua: Mesopotamia, Madrid, Trotta, 2001, 59-65). Sometimiento, no
sólo a Dios, sino también sometimiento a los mediadores, que actúan de
“puentes” (“pontífices”), entre los seres humanos y el Trascendente. Entre la
“inmanencia” y la “trascendencia”.
Ahora bien, en la medida en que la religión se acepta
así, se vive así y se mantiene así, es sencillamente contradictorio y, por
tanto, imposible establecer una relación, que se pueda justificar y llevar a la
práctica, entre religión y democracia, entre religión y derechos humanos. Y
por eso también, es imposible una relación normal entre Iglesia y democracia o
entre Iglesia y derechos humanos.
Esta contradicción no
suele ser “argumentada racionalmente” o discursivamente. Pero sí suele ser
“vivida emocionalmente” por importantes sectores de la población, especialmente
en los países más desarrollados. De ahí la frecuente conflictividad que se
suele producir entre los ciudadanos y las jerarquías de la religión.
Con frecuencia, esta
conflictividad se suele explicar, en el caso de los jerarcas, echando mano de
la pérdida de la fe, del relativismo moral, de la degradación de las
costumbres... Y en el caso de los ciudadanos, se rechaza a las jerarquías
religiosas por motivaciones culturales, sociales, políticas y éticas. En todo
eso puede haber, sin duda, algo o mucho de verdad. Pero en nada de eso está la
verdadera razón del eterno conflicto entre jerarcas y fieles, entre sacerdotes
y laicos.
Y es que, cuando nos quedamos
en esas rencillas, inevitablemente nos ponemos a dar palos de ciego. Porque, si
nos quedamos en esas discusiones y en esos enfrentamientos, verdaderamente unos
y otros estamos ciegos. Por eso, los palos que damos son palos de ciego. Porque
el ciego, ya sea el obispo, el teólogo o el laico, si se queda en lo
superficial y no llega al fondo del asunto, sin más remedio va por la vida como
un ciego. A mí, por lo menos, esto justamente es lo que me ha ocurrido
demasiadas veces.
2.
Libertad e igualdad
Para hablar con
propiedad, sobre la democracia y los derechos humanos, hay que empezar, como es
lógico, por donde empieza la Declaración Universal: “Todos los seres humanos
nacen libres e iguales en dignidad y derechos” (Art. 1). Por tanto, la libertad
y la igualdad son los dos fundamentos básicos de la democracia y de los
derechos fundamentales de los seres humanos.
Por consiguiente, donde no hay igualdad y no hay libertad, no
hay -ni puede haber- democracia. Porque precisamente la democracia es el
sistema de gobierno y de convivencia que acaba con las desigualdades y los
sometimientos. Donde hay desigualdades y sometimientos no puede haber
democracia.
Ahora bien, lo más opuesto, lo radicalmente opuesto, a
los dos principios que acabo de apuntar (la libertad y la igualdad), es la
religión. Porque religión es
jerarquía y obediencia. Por supuesto, jerarquía y obediencia a Dios. Pero
no sólo a Dios. Sino jerarquía y obediencia a Dios a través de los
“mediadores”, que son esenciales en la religión. Y que son los que constituyen
las jerarquías constitutivas de la religión.
Ahora bien, jerarquía es lo mismo que desigualdad
(de rangos, dignidades, poderes, categorías...). Y jerarquía es lo mismo que
sometimiento, de unos (los que obedecen) a otros (los que mandan). Sometimiento
en dogmas, ritos, normas, tradiciones... Por tanto, donde hay religión no puede haber libertad, ni puede haber igualdad.
Lo cual no quiere decir que donde hay relación con Dios no pueda haber
libertad, ni pueda haber igualdad. Una
cosa es la relación con Dios. Y otra cosa es la relación con la religión de lo
sagrado, con sus jerarquías y sus consiguientes desigualdades y sumisiones.
Enseguida hablo de
esto. Pero antes es necesario aclarar otra cuestión importante.
3.
Igualdad y diferencia
Una
cosa es la desigualdad y otra cosa es la diferencia. La diferencia es un hecho.
La igualdad es un derecho. Es un hecho que los hombres son diferentes de
las mujeres, los blancos son diferentes de los negros, etc. Pero esto no quiere
decir que los hombres tengan derechos que no pueden tener las mujeres. O que
los blancos tengan derechos que no pueden tener los negros, etc. La “diferencia es un término descriptivo”.
Mientras que la “igualdad es término normativo” (Luigi
Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, Madrid, Trotta, 2001, 79).
Las diferencias nunca
pueden ser “factores de desigualdad” (o. c., 79-80). Porque
cuando las diferencias se erigen en desigualdades, se pasa del ámbito de los
“hechos” al ámbito de los “derechos”. Lo cual da pie a que, cuando uno es
diferente (por el motivo que sea), ese “hecho” se constituya en un “derecho” o
en una fuente de derechos que no están al alcance de los demás.
Este desplazamiento de
los hechos a los derechos es mucho más frecuente de lo que imaginamos. Sucede
en política, en el mundo empresarial y laboral, en el ámbito de la ciencia y el
saber, en la sociedad en general.... Y de un modo muy especial, se produce -y
reproduce- en las religiones, concretamente en la Iglesia: los hombres tienen
derechos que no tienen las mujeres, los clérigos gozan de derechos que no
pueden tener los laicos, etc, etc. Lo cual, para amplios sectores de la
población, resulta sencillamente irritante. Especialmente en dos ámbitos de la
vida a los que casi todos somos muy sensibles.
Me refiero a todo lo
relacionado con el dinero y con el sexo. Que la Iglesia es vista como una
religión, es un hecho. Que este hecho se ha convertido en una fuente de
derechos, que de facto son privilegios, es algo que está a la vista de todos.
Esto ya, por sí solo, es indignante. Pero, si a esto se añade la opacidad de lo
que se oculta, de lo que no se informa a la opinión pública..., entonces lo
“indignante” llega a resultar “irritante”.
Nadie sabe exactamente
el dinero que ingresa la Iglesia. Nadie sabe de dónde proviene ese dinero.
Nadie sabe en qué se invierte tanto dinero. Ni cómo se invierte. Es verdad que
hay obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, que son ejemplares y hasta
heroicos. Pero también es cierto que, por ejemplo, los privilegios fiscales de
la Iglesia son importantes. Pero, ¿qué representa eso?, ¿qué consecuencias
tiene? Se sabe que esos beneficios eran, al menos los años del gobierno de
Zapatero (en España), mayores que los privilegios que tenía la Iglesia en tiempo
de Franco (Cf. Julio Jiménez Escobar, Los beneficios fiscales
de la Iglesia Católica, Bilbao, Desclée, 2002, 371).
Y en cuanto al ámbito
del sexo, baste con decir que, hasta el pontificado de Juan Pablo II, era el
Vaticano el que prohibía severamente que se supiera nada de lo relacionado con
los abusos de menores. Desde los tiempos de Pío XII, yo sabía de tales abusos.
Como también sabía de las severas prohibiciones que Roma imponía en este
asunto.
4.
Jesús y la religión
Por todo lo que acabo de decir, impresiona más lo que representa la originalidad, la genialidad y la actualidad que tiene el Evangelio. Porque - lo digo ya desde ahora- ni el Evangelio es una religión (en el sentido que acabo de explicar), ni la Iglesia puede ser una institución que representa a una religión.
Me explico. Sabemos que
Jesús fue perseguido, insultado, amenazado, juzgado, condenado y ejecutado por
los representantes jerárquicos y mandatarios de la religión del templo, la
religión de lo sagrado, la religión de la ley y de los ritos, la religión que
amenaza con castigos y condenas. Los hombres de la religión, en tiempo de
Jesús, se dieron cuenta de que lo que ellos representan y lo que representaba
Jesús eran dos cosas incompatibles.
Todo esto es lo que
explica por qué Jesús se puso de parte de “los últimos”. Y se enfrentó con “los
primeros”. Como se puso de parte de “los pequeños” (los niños), y se enfrentó a
“los grandes” (los sumos sacerdotes). De la misma manera que tuvo conflictos
con “los poderosos” y se hizo amigo de “los débiles” (cf. Lc 1, 51-53).
En otras palabras,
Jesús se puso de parte de las víctimas del sistema religioso-político, que se
basa y se mantiene sobre el fundamento de las jerarquías sagradas, los poderes
sagrados, las dignidades que vienen de lo alto, los privilegios que merecen los
dignatarios de “dios”...
Aquí estamos tocando el
fondo. Porque, en definitiva, estamos tocando el único fundamento que cuadra
con lo único razonable que puede ser y denominarse “Dios”, el Padre de bondad.
Es decir, el Padre que es bueno con todos, lo mismo con los justos que con los
pecadores, lo mismo con el “perdido” que con el “observante” (Lc 15, 11-32), y
que -si antepone a alguien- prefiere al samaritano, al tiempo que propone al
sacerdote como ejemplo de lo que no se debe hacer (Lc 10, 30-35).
De ahí que, si hablamos
de la Iglesia, empezando por el principio, hay que decir: Jesús no fundó la
Iglesia. Sabemos que la Iglesia tiene su origen en Jesús (“...
Ecclesiae... initium fecit”. Vat. II: LG 5). Nadie pone en duda
que Jesús fue un hombre profundamente religioso. Pero Jesús no fundó una religión. Jesús vivió de tal manera que su
relación con el templo, con los sacerdotes, los letrados y los fariseos, fue
tal, que las jerarquías de la religión se dieron cuenta de que lo que ellos
representaban y lo que Jesús representaba eran dos cosas incompatibles. Por eso
los jerarcas de la religión lo condenaron a muerte (cf. Jn 11, 47-53).
Ahora bien, la muerte
en cruz de un delincuente, ejecutado como subversivo, no era ni se podía ser,
en aquel tiempo, un rito religioso. Era un acto radicalmente opuesto a todo
cuanto la religión representaba entonces. Más aún, según los evangelios, Jesús
se sintió, al morir, abandonado incluso por Dios (Mt 27, 45; Mc 15, 34; cf. Sal
22, 2). Por supuesto, la muerte de Jesús fue un sacrificio. Pero no fue un
sacrificio “ritual”. Fue un sacrificio “existencial”. Jesús en la cruz no
ofreció un “rito religioso” (Heb 9, 12. 25), sino que se ofreció “a sí mismo”
(Heb 7, 27; 9, 9-14), o sea ofreció su propia existencia.
Decididamente, Jesús no fundó una religión. Más bien, lo
que se puede afirmar es que desplazó la religión: la sacó de “lo sagrado” y la
puso “la vida”, en las correctas relaciones éticas de unos con otros. Por
eso, la única vez que el N.T. utiliza la palabra “religión” (threskeia) es para
decir que la religión consiste en “mirar por los huérfanos y las viudas en sus
apuros” (Sant 1, 27).
De la misma manera que
cuando el N.T exhorta a los cristianos a poner en práctica el acto central de
la religión, el “sacrificio” (thysía), afirma que los sacrificios “agradan a
Dios” son la “solidaridad y hacer el bien” (Heb 13, 16). El N.T. desplaza la religión, en cuanto que la desplaza de “lo sagrado”
a “lo laico”, de los ritos a las relaciones sociales.
5.
La Iglesia y la religión
Es un hecho que en la
gran comunidad de los creyentes en Jesús, con el paso de los tiempos, se han
producido dos fenómenos que, vistos en conjunto, resultan muy preocupantes.
Porque realmente los dos son muy graves. Se trata de estos dos hechos:
1º) El Evangelio, como forma de vida y
principio organizativo para la Iglesia, se ha ido marginando, hasta llegar a hacerse con toda naturalidad
exactamente lo contrario de lo que manda o prohíbe Jesús.
2º) En la misma medida en que se fue marginando
el Evangelio, se fue potenciando la Religión: lo sagrado, los ritos, los
templos, los sacerdotes, hasta llegar a la situación en que vivimos
actualmente: la Iglesia es una institución más religiosa que evangélica. Por
eso la gente sabe que, cuando se habla del cristianismo y de la Iglesia,
estamos hablando de la “religión”, no estamos hablando del “Evangelio”. Porque,
para muchos ciudadanos, la Iglesia es tan netamente religiosa, como
estrictamente anti-evangélica.
Ahora bien, mientras
perdure este estado de cosas, la confusión en torno a la Iglesia, al Evangelio
y a la religión será constante. Por otra parte, mientras sigan así las cosas,
la Iglesia se sentirá incapacitada para mantener vivo el recuerdo de Jesús. Y
lo que Jesús representa para la historia de la humanidad.
Además, siendo la
Iglesia, no sólo una religión, sino además un Estado, sus relaciones con los
demás Estados -y la consiguiente presencia de la Iglesia en cada país-, se verá
sujeta a incesantes complicaciones, situaciones ambiguas, contradicciones
incontables, etc. Sobre todo, la contradicción que consiste en que la Iglesia
se presenta como portavoz del Evangelio de los pobres, los débiles..., al
tiempo que ella se presenta como portadora de un poder que está por encima de
todos los poderes de este mundo. Y se presenta como portadora de los derechos
humanos, teniendo una teología y un derecho que ni se atreve a hablar de la
igualdad real y efectiva entre hombres y mujeres, entre clérigos y laicos, etc,
etc.
Digamos, con claridad y
sin miedo, que, si la Iglesia quiere vivir en nuestro tiempo, y no en la
pre-modernidad, tiene que modificar su teología y su derecho canónico. La Iglesia, si quiere predicar el
Evangelio, tiene que modificar el derecho eclesiástico. Como tiene que
modificar la teología que sustenta semejante derecho.
6.
Propuestas conclusivas
1. Mantener el papado, como el actual obispo de Roma, el papa
Francisco, lo está intentando hacer: ser
fundamentalmente el obispo de Roma. Y actuar como instancia de apelación
para los asuntos que no se puede resolver en el ámbito de lo local.
2.
Recuperar el gobierno sinodal que estuvo vigente en la Iglesia del primer
milenio. De forma que sean los sínodos (nacionales o regionales) los que
nombren los cargos de gobierno, los que velen por la fidelidad de las iglesias
al Evangelio, y los que tomen las decisiones para el mejor gobierno de las
diócesis, parroquias y comunidades concretas.
3.
Renovar y actualizar la praxis de los sacramentos. Es importante saber
que los cánones de la Ses. VII del Concilio de Trento, sobre los sacramentos,
no son dogmas de fe (José M. Castillo, Símbolos de libertad. Teología
de los sacramentos, Salamanca, Sígueme, 1981, 320-341). Por tanto, se
pueden, y se deben modificar, para actualizarlos. Esto sería tarea sobre todo
de los sínodos locales, en los que deben tener voz activa y capacidad de
decisión los laicos y laicas. Quizá una
de las cosas más urgentes sea “inculturar” los sacramentos, para que nuestros
“rituales religiosos” puedan ser practicados y vividos como “símbolos de la
fe”.
4. Por último: la Iglesia tiene que insistir, no sólo en
los deberes de los fieles, sino igualmente en los derechos de todos los
ciudadanos. No sólo por respeto a esos ciudadanos, ya que respetar a
alguien es defender los derechos de esa persona. Sino además porque, si carga
más la mano en los deberes que en los derechos, eso genera “un sistema moral
empobrecido” (J. Feinberg, “The Social importance of Moral
Rights”, en J. R. Tomberlin (ed.), Philosophical Perspectives 6. Ethics, 1992,
p. 179).
La Iglesia ha insistido
demasiado, por ejemplo, en el deber de soportar, en silencio y paciencia, las
intemperancias y hasta los abusos que, con frecuencia, cometemos los hombres
con las mujeres. Y eso, repetido durante siglos, ha sido un factor determinante
del aguante y el miedo con que las mujeres han soportado la violencia de la
sociedad patriarcal y machista. Hasta desembocar en tantos asesinatos de
ancianos “respetables”, que, de pronto, matan a la esposa, antes de suicidarse
ellos mismos. El sermoneo moral que han soportado las mujeres, en su incansable
asistencia a los templos, ha fomentado la cultura del miedo y el silencio, con
las consecuencias que todos sabemos.