Francisco López Bárcenas
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Grave, pero cierto.
La maquinaria estatal con que los finqueros guatemaltecos reprimieron las
luchas populares y la resistencia armada en los años 80, produciendo uno de los
más feroces genocidios en los tiempos recientes, sigue existiendo y se
encuentra muy activa. Es más, en tiempos de discursos democráticos y
multiculturales, como los actuales, ha desarrollado nuevas formas de violencia
física y moral contra quienes defienden sus derechos y denuncian a las grandes
empresas que atentan contra sus vidas y las de sus comunidades.
El trasfondo de
estas prácticas, como sucede en toda América Latina, es la actividad
extractivista de empresas con grandes capitales trasnacionales, a quienes lo
único que les interesa es amasar grandes riquezas en el menor tiempo posible.
Despojar de su patrimonio a las comunidades es la mejor forma que han
encontrado para lograr sus propósitos, y cuando sus integrantes se defienden
los criminalizan, no importa que sean mujeres.
La lista de
afectadas es interminable y abarca mujeres con actividades diversas, unidas por
su lucha contra el despojo: Jovita Tzul Tzul, joven abogada k’iche’ de
Totonicapán, perteneciente a la Asociación de Abogados Mayas; Ramona García,
dirigente de las 12 comunidades kaqchikeles de San Juan Sacatepéquez; Angelina
Choc, q’eqchi’ del Valle del Polochic, quien ha denunciado en el país y el
extranjero la violación sexual de 11 de sus compañeras por miembros de
seguridad privada de la empresa minera canadiense Hudbay Minerals Inc; Francisca
Gómez, periodista kaqchikel, acusada de difamación contra Cementos Progreso
por denunciar sus atropellos; doña Crisanta Pérez, mujer mam de San
Miguel Ixtahuacán, San Marcos, perseguida por su participación activa contra el
despojo de tierras; Margarita Ché, q’eqchi’, quien denunció la
intromisión del Ingenio Chabil Utzaj en el Valle del Polochic, Alta Verapaz.
La lista de mujeres
atropelladas es interminable: Lorena Cabnal, xinca, activa participante
contra el despojo de las tierras comunales en Santa María Xalapan; Catarina
Sequén, kaqchikel, viuda que fue despojada de su tierra en Santo Domingo
Xenacoj para construir el anillo regional por parte de la empresa Constructora
Nacional SA; Hermelinda Simon, q’anjobal, perseguida por su lucha contra
a la empresa hidroeléctrica Hidro Santa Cruz, y Lolita Chávez, dirigente
k’iche’ de Santa Cruz del Quiché, amenazada y agredida constantemente, sin
contar los procesos judiciales en su contra.
Todas son
activistas, dirigentes, víctimas, asesoras o defensoras de los derechos de los
pueblos indígenas, esos que se proclaman en los foros internacionales como
grandes avances, de los cuales este mes se hablará mucho, porque la declaración
que los contiene cumple siete años de haber sido firmada por muchos estados que
se comprometieron a respetarlos, Guatemala entre ellos. Lamentablemente los
anteriores no son los únicos casos de persecución. Junto a las mencionadas
existen cientos de mujeres comunitarias que están siendo reprimidas y
perseguidas por su participación en luchas de sus pueblos, contra la
explotación de sus recursos naturales y el despojo de sus tierras comunales.
Dada la situación
regional, estas luchas han sido protagonizadas fundamentalmente por mujeres
indígenas, lo que las convierte en una lucha por la dignidad y por la vida;
pues al tiempo que se oponen a la devastación de sus territorios, muestran su
profunda y legítima determinación por conservar la vida de sus hijos, de sus
familias y sus comunidades, para lo cual buscan poner un alto a la violación de
los derechos humanos y hacer que se cumplan los derechos colectivos de los
pueblos indígenas.
En el año de 1982 el
general guatemalteco Héctor Alejandro Gramajo Morales se ufanaba de la
estrategia castrense para controlar la lucha popular y aparentar un régimen
democrático donde no lo había. Instituimos Asuntos Civiles, el cual prevé el
desarrollo para 70 por ciento de la población, mientras matamos al 30 por
ciento, decía.
Y aclaraba: Antes la
estrategia era matar al 100 por ciento. Con sus adecuaciones, la estrategia
sigue siendo la misma: las empresas y el mismo Estado reparten entre las
familias pobres dinero para que apoyen sus políticas de despojo, proyectos de desarrollo
los nombran, al tiempo que encargan a los beneficiarios que hablen mal de
quienes no los reciben; de esa manera buscan aislarlas y preparar el camino
para la represión. Pero las mujeres indígenas siguen alzando la voz mientras se
organizan para hacer valer su determinación de conservar sus formas de vida
comunitaria, amenazadas tanto por las empresas como por el Estado.