Pedro Miguel
www.jornada.unam.mx/120814
No faltan, entre las
expresiones de horror e indignación por lo que sucede en Gaza, las acusaciones
y los insultos en contra de los judíos en general. Lo más triste es que con
frecuencia tales expresiones provienen de personas que se dicen de izquierda y
que al obrar de esa manera se sitúan, por ignorancia o por mala fe, no en el
bando de la solidaridad con los palestinos, sino en los rescoldos del Santo
Oficio.
Y es que en las
sociedades de matriz cultural predominantemente cristiana –es decir, en
Occidente– fue donde se enseñó a odiar a los judíos, no fue Hamas ni los árabes
ni los islámicos sino la iglesia –católica y ortodoxa, para empezar– que forjó
parte de su identidad con base en una judeofobia arcaica y calumniosa.
Pero los símbolos
son muy poderosos y sirven por igual a los antisemitas que a los criminales que
gobiernan en Israel: cuando los segundos mandan aviones decorados con la estrella
de David a descuartizar a niños inermes, en algún lugar de la cabeza de los
segundos se activa el viejo libelo de sangre según el cual los judíos
secuestraban a infantes goyim para sacrificarlos en sus rituales del sabath.
Y cuando Netanyahu y
su caterva escuchan a sus detractores recitar la impresentable consigna ‘judíos
asesinos’, se frotan las manos de gusto porque han logrado desvirtuar la
empatía humana hacia los palestinos masacrados y convertirla en una fobia
racista y ancestral que los justifica y refuerza el sitial que se han arrogado
de representantes por excelencia de las colectividades hebreas de Israel y del
mundo, como si tales colectividades fueran una cosa homogénea, monolítica y, lo
peor, asesina.
El asesino es el Estado de Israel, no los judíos. Raphael
Lemkin, el hombre que acuñó el término y el concepto de genocidio, lo definía
así a mediados del siglo pasado: la puesta en práctica de acciones coordinadas
que tienden a la destrucción de los elementos decisivos de la vida de los
grupos nacionales, con la finalidad de su aniquilamiento.
De 1948 a la fecha,
en la vieja Palestina se suceden casi siete décadas de ocupación militar,
cientos de miles de árabes asesinados y de casas palestinas demolidas, cerca de
cinco millones de refugiados, miles de prisioneros –muchos de ellos, encarcelados
largos años sin ninguna clase de proceso legal– y el ejercicio de una limpieza
étnica que incluye la negación sistemática a los árabes de adquirir tierras y
construir viviendas, en tanto que a los judíos el Estado les concede terrenos
gratuitos y servicios subsidiados.
Por lo demás, la
ocupación de Cisjordania y el cerco a Gaza incluye con frecuencia la negación a
los pobladores palestinos de agua y electricidad, así como la imposibilidad de
desplazarse y, con ello la negación fáctica de educación, trabajo, servicios
médicos, comercio o visitas familiares.
El episodio más
reciente está escrito con miles de toneladas de bombas arrojadas desde aviones,
helicópteros, embarcaciones y tanques sobre un territorio diminuto y
sobrepoblado al que, en cosa de semanas, se le ha asesinado a uno de cada 900
habitantes, o así: es como si todas las muertes provocadas en México por el
gobierno de Felipe Calderón hubieran ocurrido no en seis años sino en un mes.
Con estos datos a la
mano se requiere de mucha mala entraña para negar que lo experimentado por el
pueblo palestino cuadra a la perfección con la definición de genocidio
enunciada por Lemkin, y de una dosis adicional de perversidad o de ignorancia
para descartar cualquier crítica al régimen israelí con el argumento de que es,
en automático, una expresión de antisemitismo.
Tachar de judeofobia
la justa indignación internacional contra el régimen israelí es hacerse
cómplice de una distorsión fascista de la verdad. ¿Palabras fuertes? Sí, sin
duda. Pero quienes alertaron en fecha temprana de que el germen del fascismo se
incubaba en el Estado de Israel no fueron precisamente antisemitas, sino judíos
como Albert Einstein, Hanna Arendt, Isidore Abramowitz, Herman Eisen, Ruth
Sager, Irma Wolfe y otros (http://is.gd/StZwSx).
El régimen israelí
arguye que si los civiles palestinos se están muriendo por centenares la culpa
es de Hamas por usarlos como escudos humanos. Cierto o no (habría que ver cómo
puede desarrollarse una resistencia nacional lejos de los civiles en un
territorio de 150 kilómetros cuadrados, una décima parte del Distrito Federal,
sometido a un férreo bloqueo por aire, mar y tierra, y saturado de gente).
Es precisamente eso,
en todo caso, lo que han hecho por décadas Netanyahu y sus compinches (y antes
que él, Ariel Sharon, y antes, Yitzhak Shamir, y antes, Menajem Begin) con las
juderías de Israel y del mundo: pretender que perpetran en representación de
ellas un genocidio tan repugnante como cualquier otro y usarlas, en
consecuencia, como parapeto para defender su impunidad.
El deslinde entre el
judaísmo y los gobernantes genocidas de Israel es, hoy, más pertinente que
nunca.