En los almacenes,
mientras descargaba camiones a las cuatro de la madrugada, podía leer los
carteles de “perritos calientes gratis si conseguimos 15 días sin accidentes,
pizza si son 30, el sorteo de una Xbox 360 si son 90 días, una tele de plasma
si son 120 días”. A pesar de las estratagemas para evitar denuncias por
accidente laboral, nunca vi que el contador de “días sin accidentes” pasara de
12.
Mis compañeras de
trabajo, como la abuela que se abrió la cabeza al caerse de una estantería y
sigue trabajando el turno de madrugada con 65 años, la licenciada con máster,
pluriempleada para conseguir tres sueldos mínimos con los que pagar su préstamo
universitario, también la cajera que era ingeniera ambiental en su país, el
casi septuagenario que carga sacos de abono en furgonetas, o la veinteañera en
bancarrota que apenas puede pagar las facturas y no tiene para comer, forman parte de los casi dos millones de
personas que trabajan para Walmart en Norteamérica.
En los Estados
Unidos, el 1% de la población activa, en su mayoría mujeres y minorías
raciales, trabaja en este gigante de los grandes almacenes, y los associates
(trabajadores, en la jerga interna de la empresa) venden alimentación, ropa,
electrodomésticos, muebles, productos de jardinería, óptica, servicios de
reparación de automóviles, peluquería, incluso armamento y munición.
Mientras la familia Walton, heredera del fundador de la empresa, acumula un
patrimonio de casi 150.000 millones de dólares, Walmart suele despertar
reacciones clasistas en el imaginario norteamericano. El 18% de los food
stamps (subsidios estadounidenses para alimentación) se gasta allí.
La compañía es
sinónimo de una pobreza ridiculizable, ya sea de sus trabajadores o sus
clientes; no en vano una de las páginas web más populares en Estados Unidos es People Of Walmart, una
recopilación de fotografías de clientes “pintorescos” objeto de burla a causa
de su sobrepeso o su “falta de clase” al vestir.
La quimera del
‘asociado’
Desde el primer día
en el que me convertí en un associate,
recibí un continuo torrente de propaganda: se nos intenta convencer para cobrar
parte del sueldo en acciones de la empresa, lo que reduce la ya ínfima nómina
mientras engorda el valor bursátil de la compañía. Se habla de muchos posibles
bonus en caso de cumplir objetivos de productividad inalcanzables en la
práctica, pero que crean la ilusión de que el responsable de que su sueldo
sea tan bajo es siempre del propio trabajador y no de la compañía.
A pesar de la
diversidad de labores que puede realizar un associate,
el periodo de formación, que dura casi una semana, apenas entrena para ninguna
tarea específica. Unas animaciones de ordenador transmiten mensajes simples,
fáciles de entender para aquellos cuyo inglés o sus habilidades lectoras no son
fluidas. En el modelo que Walmart ha perfeccionado, en el que se contrata y
se despide automáticamente según las ventas suban o bajen, no cabe ningún tipo
de especialización del trabajo.
Estas animaciones de
‘formación’, por ejemplo, nos dicen que denunciar accidentes laborales
supondría incómodos trámites que no convienen a nadie, y que será mejor para
todos si volvemos al trabajo porque así nos seguirán pagando. Los trabajadores, una inmensa mayoría de
ellos a tiempo parcial, somos a menudo chantajeados con la promesa de
trabajar horas ‘extra’ no declaradas. Gracias a esta estratagema, muy pocos associates tienen los escasos derechos
que otorga el estatus de trabajador a tiempo completo en las legislaciones de
Estados Unidos o Canadá.
Terreno vedado a la
lucha sindical
En Walmart no hay lugar para los sindicatos, y las leyes se lo
permiten. La empresa, que gasta millones de dólares en donaciones políticas,
mantiene buenas relaciones con cualquier tipo de gobierno; líderes como Barack
Obama o Cristina Fernández de Kirchner han hecho declaraciones elogiando a la
compañía. Las prácticas antisindicales han hecho que no haya trabajadores
sindicados de Walmart en toda Norteamérica.
Además, la
comunicación interna de la compañía ha sofisticado los canales para la delación
entre los propios empleados. El periodista Hamilton Nolan cita el caso de una trabajadora despedida cuando
su jefe la oyó hablar de una reunión familiar; la palabra reunión es demasiado
similar a union, sindicato en inglés.
Cuando los
carniceros de un Walmart de Texas decidieron organizarse en un sindicato, la
empresa decidió prescindir de todos sus charcuteros en todo el planeta, y pasar
a vender únicamente carne empaquetada en bandejas. Cuando los trabajadores del
hipermercado de Jonquiere, en Québec, se organizaron, Walmart no dudó en
cerrar, despedir a todos los trabajadores y abandonar ese pueblo.
Documentales como The
High Cost of Low Price muestran el efecto devastador sobre la economía de
las zonas donde Walmart desembarca. Instalándose en las afueras de las
ciudades, con costes laborales mínimos y con una política de precios diseñada
para eliminar a su competencia, destruye muchos más puestos de trabajo que los
muy precarios empleos que crea.
Walmart es la
segunda empresa del mundo con más beneficios, sólo superada por ExxonMobil, y, si se
cumplen los pronósticos y Hillary Clinton llega a la Casa Blanca en 2016, la
empresa habrá conseguido colocar en la presidencia de los Estados Unidos a una
antigua lobbista y miembro de su Consejo de Administración; para entonces,
miles de associates seguirán
reponiendo los estantes de alimentación mientras no pueden permitirse tres
comidas diarias, y para la familia Walton, la creación de pobreza seguirá
siendo un excelente negocio.
Alberto Maestre ha sido trabajador de WalMart.