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La realidad de la
política exterior de Estados Unidos
Presentación
de Tom Engelhardt
No
es necesario decir que a los jefazos del estado de seguridad nacional no les
hicieron nada felices las revelaciones de Edward Snowden. Aun así, en el último
año, los comentarios de esos personajes, los políticos asociados con ellos y
los retirados de ese mundillo que dieron expresión a sus sentimientos tuvieron
una calidad sorprendente: vituperación por todo lo alto.
Lo
más bonito que cualquiera de esas personas tenían para decir sobre Snowden fue
“es un traidor” o –resabios de los tiempos de la Guerra Fría (y del absurdo,
como que el Departamento de Estado lo atrapara en el sector “En tránsito” del
aeropuerto moscovita quitándole el pasaporte)– “un espía ruso”. Y esta es la
parte más suave.
Esos
personajes también pidieron la ejecución de Snowden, literalmente colgarlo del
viejo roble para que se balanceara en la brisa. Lo suyo fue un espeluznante
repertorio colectivo que aportó un nuevo significado a la palabra “visceral”.
Semejante
respuesta al hecho de que Snowden entregara sucesivos lotes de documentos de la
NSA a Glenn Greenwald, a la realizadora de cine Laura Poitras y al periodista
del Washington Post Barton Gellman reclama una explicación.
Aquí
está la mía: el objetivo de la NSA al
crear un sistema de vigilancia planetario era a la vez utópico y distópico
(según cuál sea el punto de vista del lector) pero, en cualquier caso, pasmosamente totalizante.
Sus
funcionarios de mayor nivel intentaban peinar todos los medios de comunicación,
electrónicos u online, que los seres humanos utilizan para comunicarse entre
ellos, y desarrollar la capacidad de vigilar y seguir el rastro de todos los
habitantes de la Tierra. Desde la canciller alemana Merkel y la presidenta de
Brasil Rousseff hasta el campesino con teléfono celular en las tierras de
cultivo de Afganistán (por no hablar del ciudadano estadounidense en cualquier
lugar del mundo); nadie iba a estar desconectado. Conceptualmente, no iba a
haber excepciones. Y lo notable del
asunto es lo cerca que estuvo la NSA de conseguirlo.
Inconscientemente
o no, los funcionarios de la comunidad de inteligencia de EEUU imaginaron una
excepción: ellos mismos. Se suponía que nadie que estuviera fuera del circuito
cerrado sabía nada de lo que ellos estaban haciendo. Se suponía que solo ellos
en el planeta no iban a ser escuchados, espiados, vigilados…
Sospecho
que el impacto de las revelaciones de Snowden y las reacciones viscerales derivaron,
en parte, del descubrimiento de que ese sistema no tenía excepciones, ni
siquiera sus creadores estaban al margen. En el sentido corriente de la
palabra, al hacer público el diseño de
su mundo, Snowden no puso nada en peligro; sin embargo, eso le convirtió en
nada menos que el traidor del mundo excepcional que ellos imaginaban.
Lo que él proponía era que ya que ellos nos vigilan
a nosotros, de algún modo ahora nosotros podemos vigilarlos a ellos. La acción de Snowden, en otras palabras, los colocaba junto al vulgo
–nosotros– algo que, en esas circunstancias, era el peor insulto; ellos
respondieron en consecuencia.
Una
explicación afín merodea en esta entrega de Tom Dispatch a cargo de Noam
Chomsky.
Si la “seguridad” de la seguridad nacional no es la
seguridad del pueblo de Estados Unidos sino, como él sugiere, la de aquellos
que dirigen el estado de seguridad nacional, y si el secretismo es el atributo
del poder, lo que hizo Snowden fue romper el código de secretismo y exponer el
poder mismo a la luz de un modo devastador y tétrico.
No
debemos asombrarnos de la reacción que provocó, tan sanguinaria y virulenta.
Chomsky tiene una manera inquietante de exponer a la luz las varias facetas del
poder, especialmente el de Estados Unidos con los mismos sombríos resultados.
Viene haciéndolo desde hace medio siglo, y cada día lo hace mejor.
¿La seguridad de
quién?
Cómo se protege
Washington a sí mismo y al sector corporativo
La cuestión de cómo
se define la política exterior es crucial en el mundo de los negocios. En los
siguientes comentarios solo propondré algunas pistas sobre cómo pienso que se
debería analizar provechosamente el tema, limitándome a Estados Unidos por
varias razones.
En primer lugar
porque la significación y el impacto de EEUU es inigualable. En segundo
término, se trata de una sociedad inusualmente abierta, posiblemente la única
en su género, lo que implica que conozcamos mucho acerca de ella. Finalmente,
porque es claramente lo más importante para los estadounidenses, que pueden
influir en las decisiones políticas de su país –y ciertamente también para
otras personas en la medida que sus acciones pueden influir en estas
decisiones–. Sin embargo, los principios generales se extienden a otras
potencias y aun más allá.
Existe una “versión
estándar comúnmente aceptada” que es común a la enseñanza académica, a los
pronunciamientos del gobierno y al discurso público. Sostiene que la primera
responsabilidad del gobierno es garantizar la seguridad y la principal
preocupación de EEUU y sus aliados desde 1945 fue la amenaza rusa.
Hay varias maneras
de evaluar la doctrina. Lo obvio es interrogarse: ¿Qué pasó cuando desapareció
la amenaza rusa en 1989? Respuesta: en gran parte, todo siguió igual que antes.
Estados Unidos
invadió inmediatamente Panamá, mató
probablemente a miles de personas e instaló un régimen cliente. Era una
práctica rutinaria en los dominios de EEUU, pero en este caso no fue tan
rutinaria. Por primera vez una acción
importante de política exterior no se justificaba con una supuesta amenaza
rusa.
En vez de ello, se
urdió una serie de falsos pretextos para realizar la invasión que no soportaron
el menor análisis. Los medios de comunicación se inmiscuyeron entusiasmados y
elogiaron el extraordinario logro de derrotar a Panamá, sin considerar que los
pretextos eran absurdos, que el acto en sí mismo era una violación radical del
derecho internacional y que fue condenado implacablemente en todas partes; más
aún en América Latina.
También se ignoró el
veto estadounidense a una resolución unánime del Consejo de Seguridad –con la
única abstención de Gran Bretaña– que condenaba los crímenes de las tropas estadounidenses
durante la invasión.
Todo rutinario. Y
todo olvidado (lo que también es rutinario).
Desde El Salvador
hasta la frontera rusa
El gobierno de
George W Bush formuló una nueva política de seguridad y un nuevo presupuesto de
defensa como reacción al colapso del enemigo planetario. Eran bastante
similares a los anteriores, aunque con nuevos pretextos. Era –resultó ser–
necesario mantener un aparato militar casi tan grande como el del resto del
mundo y mucho más avanzado en sofisticación tecnológica, pero no para
defenderse contra la ya inexistente Unión Soviética. La excusa ahora era la creciente “sofisticación tecnológica” de las
potencias del Tercer Mundo. Disciplinados intelectuales comprendieron que
habría sido incorrecto sumirse en el ridículo, así que mantuvieron un silencio
adecuado.
Estados Unidos,
insistían los nuevos programas, debía mantener su “industria básica de
defensa”. La frase es un eufemismo referido a la industria de alta tecnología
en general, que requiere una gran inversión estatal para la investigación y el
desarrollo, a menudo con cobertura del Pentágono, en eso que los economistas
llaman “la economía de libre mercado”
Una de las
disposiciones más interesantes de los nuevos planes tenía que ver con Oriente Medio.
Allí, Washington debía mantener fuerzas de intervención apuntando a una región
crucial en la que los mayores problemas “no podían dejarse a las puertas del
Kremlin”. Contrariamente a 50 años de mentiras, se reconocía discretamente que
el problema principal no eran los rusos sino el llamado “nacionalismo radical”,
esto es, el nacionalismo independiente fuera del control de EEUU.
Todo esto tiene una
importancia evidente en la versión estándar, pero pasó desapercibido o, quizás
habría que decir, por lo tanto pasó desapercibido.
Otros
acontecimientos importantes se produjeron inmediatamente después de la caída
del Muro de Berlín, al final de la Guerra Fría. Uno fue en El Salvador, el principal destinatario de la ayuda militar
estadounidense –aparte de Israel y Egipto, una categoría especial– y una de las
peores marcas mundiales en lo que a derechos humanos se refiere. Es habitual
que ambos aspectos estén estrechamente relacionados.
El alto mando
militar salvadoreño ordenó a la brigada Atlacatl que invadiera la Universidad
Jesuita y asesinara a seis intelectuales latinoamericanos de primera línea,
todos ellos sacerdotes jesuitas, incluyendo a su rector, Ignacio Ellacuria, y a
cualquier testigo, es decir, el ama de llaves y su hija. La brigada acababa de regresar
de un periodo de entrenamiento avanzado de contrainsurgencia en Fort Bragg,
North Carolina, el Centro y Escuela Especial de Guerra John F. Kennedy del
Ejército de Estados Unidos y ya había dejado un sangriento rastro de miles de
víctimas en el curso de la operación de terrorismo de estado en El Salvador
conducida por EEUU, parte de una campaña más amplia de terror y tortura en toda
la región.
Todo rutinario.
Ignorada y virtualmente olvidada en Estados Unidos y sus aliados; otra vez,
todo rutinario. Pero, si tenemos el cuidado de mirar el mundo real, este nos
cuenta mucho acerca de los factores que motivan la política.
Otro acontecimiento
importante tuvo lugar en Europa. El
presidente soviético Mihail Gorbachev acordó permitir la reunificación de Alemania
y su integración en la OTAN, una alianza militar hostil. A la luz de la
historia reciente, esta fue una concesión de lo más sorprendente. Se trataba de
un quid pro quo. El presidente Bush y su secretario de Estado James
Baker convinieron que la OTAN no se expandiría “ni una pulgada hacia el Este”,
es decir, Alemania Oriental. Instantáneamente, se amplió para incluir a
Alemania Oriental.
Naturalmente,
Gorbachev se indignó, pero cuando protestó por el hecho, Washington le explicó
que solo había sido una promesa verbal, un acuerdo de caballeros, por lo tanto
sin fuerza real. Si él era tan ingenuo como para dar por buena la palabra de
los líderes estadounidenses, era su problema.
Todo esto, también,
era rutinario. Como lo fue la callada aceptación y aprobación de la expansión
de la OTAN en Estados Unidos y en general en Occidente. Más tarde, el
presidente Clinton amplió aún más la OTAN, hasta la misma frontera rusa. Hoy
día, el mundo enfrenta una seria crisis que en gran parte es el resultado de
aquellas políticas.
Llamado al saqueo de
los pobres
Otra fuente de
pruebas es la histórica desclasificación de documentación, que contiene datos
reveladores de las motivaciones reales de la política del estado. La historia
es rica y compleja, pero hay unos pocos temas recurrentes que desempeñan un
papel dominante.
Uno de ellos fue
articulado claramente en la conferencia del hemisferio occidental que tuvo
lugar en México en febrero de 1945 por iniciativa de EEUU; en esta conferencia,
Washington impuso una “Carta Económica de las Américas” diseñada para eliminar
el proteccionismo económico “en todas sus formas”. Había en ella una cláusula
no explícita. El proteccionismo económico sería bueno para Estados Unidos, cuya
economía descansa marcadamente en la enorme intervención estatal.
La eliminación del
proteccionismo económico para los demás países entró en abierto conflicto con
la posición de América latina en ese momento, una posición descrita por los
funcionarios del Departamento de Estado como “la filosofía de un Nuevo
Nacionalismo que incluye políticas diseñadas para lograr una mayor distribución
de la riqueza y elevar el nivel de vida de las masas”. Tal como añadieron
analistas de la política estadounidense, “los latinoamericanos están
convencidos de que los primeros beneficiarios del desarrollo de los recursos de
un país debía ser el propio pueblo de ese país”.
Esto, por supuesto,
no era viable. Washington entendía que los “primeros beneficiarios” debían ser
los inversores estadounidenses y que el papel de Latinoamérica era cumplir su
función de servicio. No habría –tanto la administración Truman como la de
Eisenhower lo dejaron bien en claro– un “excesivo desarrollo industrial” que
pudiera poner en cuestión los intereses de EEUU. Así, Brasil podría producir
acero de baja calidad y las corporaciones estadounidenses no se preocuparían
por eso, pero sería “excesivo” que intentara competir con las firmas
siderúrgicas de EEUU.
Inquietudes
similares resonaron durante todo el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial.
El sistema global que debía ser dominado por Estados Unidos estaba amenazado
por lo que documentos internos llamaban “regímenes nacionalistas y
revolucionarios” que respondían a presiones populares en pro de un desarrollo
independiente. Fue esta preocupación la que motivó el derrocamiento de los
gobiernos parlamentarios de Irán (1953) y Guatemala (1954), al igual que muchos
otros.
En el caso de Irán,
la principal intranquilidad estaba centrada en el impacto de la independencia
iraní en Egipto, donde por entonces había mucha agitación contra el
colonialismo británico. En Guatemala, aparte del crimen cometido por la recién
estrenada democracia cuando otorgó poderes a la mayoría campesina y violó las
plantaciones de la United Fruit Company –demasiado insultante ya–, las
inquietudes de Washington eran el descontento entre los trabajadores y la
movilización popular en las dictaduras vecinas respaldadas por EEUU.
En ambos países, las
consecuencias llegan hasta nuestros días. Desde 1953, prácticamente no ha
pasado un día en el que Estados Unidos no haya estado atormentando al pueblo
iraní. Guatemala continúa siendo una de las peores cámaras del horror del
mundo. Hasta hoy, los mayas siguen huyendo de las tierras altas debido a las
campañas militares cuasi genocidas implementadas por el gobierno y respaldadas
ya por el presidente Ronald Reagan y sus principales colaboradores.
Según informaba
recientemente un médico guatemalteco, director de Oxfam en el país, “Estamos
viviendo un dramático deterioro del contexto político, social y económico. Los
ataques contra los defensores de los derechos humanos se han multiplicado por
tres en el último año. Está clara la existencia de una estrategia muy bien
organizada por el sector privado y el Ejército. Entre unos y otros tienen preso
al gobierno para mantener el statu quo e imponer el modelo económico
extractivista, expulsando de sus tierras a las comunidades indígenas en
beneficio de la industria minera, la explotación del aceite de palma y las
plantaciones de caña de azúcar. Además, se ha criminalizado a los movimientos
sociales que trabajan en defensa de la tierra y los derechos ancestrales,
numerosos líderes están en la cárcel y muchos otros han sido asesinados”.
Nada de esto se sabe
dentro de Estados Unidos, y la muy obvia causa última de tanta desgracia sigue
siendo ignorada.
En los cincuenta, el
presidente Eisenhower y el secretario de Estado John Foster Dulles explicaron
con bastante claridad el dilema en el que se encontraba Estados Unidos. Se
quejaban de que los comunistas gozaban de una injusta ventaja, porque podían
“dirigirse directamente a las masas” y “conseguir el control de los movimientos
de masas, algo que nosotros no somos capaces de imitar. Apelan a la gente
pobre, y la gente pobre siempre ha querido robar a los ricos”.
Esa es la causa de
todos los problemas. En cierto modo, EEUU tiene dificultades para hacer llegar
a los pobres su doctrina que dice que los ricos deben robar a los pobres.
El ejemplo cubano
Un ejemplo
ilustrativo de la pauta general ha sido Cuba, cuando en 1959 consiguió por fin
independizarse. En cuestión de meses comenzaron los ataques militares a la
isla. Y muy pronto, la administración Einsenhower decidió –secretamente–
derrocar al gobierno cubano. Después, John F. Kennedy, quien tenía la intención
de dedicar más atención a América latina, llegó a la presidencia de Estados
Unidos; así, cuando asumió su cargo, creó un grupo de estudio encabezado por el
historiador Arthur Schlesinger. La misión del grupo era proyectar políticas latinoamericanas.
Schlesinger se ocupaba de resumir las conclusiones para el nuevo presidente.
Como él mismo lo
explicó, la amenaza de una Cuba independiente consistía en “la idea que Castro
tenía de que cada uno se hiciera cargo de las cosas con sus propias manos”. Era
una idea que por desgracia estaba dirigida a toda la población de América
latina, donde “la distribución de la tierra y otros aspectos de la riqueza de
cada país favorecía sobre todo a las clases propietarias, mientras que los
pobres y desfavorecidos, estimulados por el ejemplo de la revolución cubana,
están ahora exigiendo la posibilidad de una vida decente”. Otra vez el
acostumbrado dilema de Washington.
Tal como exponía la
CIA, “la gran influencia del ‘castrismo’ no tiene nada que ver con el gobierno
cubano… la sombra de Castro domina debido a que las condiciones sociales y
económicas en toda la América latina propician la oposición a la autoridad de
la clase dirigente y animan la agitación en pro de un cambio radical”; Cuba
solo aporta un modelo. Kennedy temía que la ayuda rusa podía convertir a Cuba
en un “escaparate” de un modelo de desarrollo que diera a los soviéticos la
posibilidad de ejercer su influencia en toda Latinoamérica.
El Consejo de
Planificación Política del Departamento de Estado advirtió de que “el principal
peligro que vemos en Castro… es el impacto que la mera existencia de su régimen
tiene sobre los movimientos izquierdistas en muchos de los países
latinoamericanos… Sencillamente, el hecho es que Castro representa un exitoso
desafío a Estados Unidos, la negación de la totalidad de nuestra política
hemisférica de prácticamente el último siglo y medio”, es decir, desde la
formulación de la Doctrina Monroe (1823), cuando EEUU hizo pública su intención
de dominación continental.
En ese momento, el
objetivo inmediato era la conquista de Cuba, pero eso todavía no se pudo
conseguir debido al poder del oponente británico. Aun así, el gran estratega
John Quincy Adams, padre intelectual de la Doctrina Monroe y del Destino
Manifiesto, informó a sus colegas de que con el tiempo Cuba “caerá en nuestras
manos” en razón de “las leyes de la gravitación política”, como cae la manzana
del árbol. En suma, crecería el poder de Estados Unidos y declinaría el de los
británicos.
En 1898, el pronóstico
de Adams se convirtió en realidad. Estados Unidos –disfrazado de liberador–
invadió Cuba. De hecho, se adelantó a la independencia de Cuba respecto de
España y la convirtió, citando a los historiadores Ernest May y Philip Zelikow,
en una “colonia virtual”. Cuba continuó en esta situación hasta enero de 1959,
cuando consiguió su independencia. A partir de ese momento, la isla ha estado
sujeta a la más importante de las guerras terroristas de EEUU –sobre todo
durante la administración Kennedy– y al bloqueo económico. No por los rusos.
La excusa durante
todo ese tiempo fue que estábamos defendiéndonos de la amenaza rusa; una
explicación absurda que nunca fue cuestionada. La prueba más sencilla de lo
absurdo de la excusa se produjo cuando desapareció cualquier amenaza imaginable
por parte de los rusos. Encabezada por los liberales demócratas –incluso con
Bill Clinton, que aventajó al derechista Bush en la elección de 1992–, la
política estadounidense en relación con Cuba se endureció aún más. A la vista
de lo que pasó, esos acontecimientos deberían haber afectado la validez del
marco doctrinal en las discusiones sobre la política exterior estadounidense y
los factores que la motivan. Sin embargo, una vez más, su repercusión fue
mínima.
El virus del nacionalismo
Tomando prestada la
terminología de Henry Kissinger, el nacionalismo independiente es un “virus”
que puede ser “contagioso”. Kissinger se refería al Chile de Salvador Allende. El virus era la idea de lo que podía ser
el camino parlamentario hacia cierto tipo de socialismo democrático. El
procedimiento para combatir esa amenaza consiste en la destrucción del virus y
la vacunación de aquellos que podrían estar infectados, típicamente mediante la
imposición de sistemas nacionales de seguridad basados en el asesinato. Esto se
consiguió en Chile, pero lo importante es reconocer que el procedimiento es de
aplicación global.
Ese era, por
ejemplo, el razonamiento que estaba detrás de la decisión de oponerse al
nacionalismo de Vietnam en los primeros años cincuenta y ayudar a Francia en su
esfuerzo de reconquista de la antigua colonia. Se temía que el nacionalismo de
un Vietnam independiente pudiera ser un virus que contagiara a todos los países
vecinos de la región, incluyendo Indonesia, tan rica en recursos.
Esta deriva podía
incluso llevar a que Japón –en la dinámica que el estudioso de Asia John Dower
llamó “efecto dominó”– se convirtiera en el centro industrial y comercial de un
nuevo orden independiente del tipo “Japón imperial” que este país tan recientemente
intentó establecer. Esto, a su vez, hubiera significado que EEUU habría perdido
la guerra del Pacífico, una alternativa fuera de toda consideración en 1950. El
remedio era claro, y en buena parte funcionó. Vietnam fue prácticamente
destruido y rodeado de dictaduras militares que contienen cualquier contagio.
Retrospectivamente,
McGeorge Bundy, asesor sobre seguridad nacional de Kennedy y Johnson
reflexionaba acerca de que Washington debería haber terminado la guerra de
Vietnam en 1965, cuando en Indonesia se instaló la dictadura de Suharto, con
enormes matanzas que la CIA comparó con las realizadas por orden de Hitler,
Stalin o Mao. Estas matanzas, sin embargo, fueron recibidas con incontenible
entusiasmo por EEUU y Occidente, sobre todo porque el “espantoso baño de
sangre”, que fue como la prensa lo describió alegremente, acabó con cualquier
amenaza de contagio y abrió la puerta de la explotación occidental de los ricos
recursos de Indonesia. Después de eso, la guerra de destrucción en Vietnam ya
no era necesaria, reconocía Bundy.
Lo mismo fue verdad
también en América latina en los mismos años: un virus tras otro fue atacado
ferozmente, destruyéndolo o debilitándolo hasta el punto de la mera
supervivencia. Desde los primeros años sesenta, América del Sur –con un largo
historial de violencia– fue acosado por la represión con una saña nunca vista.
En los ochenta, con Ronald Reagan, la represión se extendió a Centroamérica;
este es un tema que no necesita ser recordado.
Mucho de lo mismo
sucedió el Oriente Medio. La relación especial entre Estados Unidos e Israel se
estableció en la forma que hoy conocemos en 1967, cuando Israel desencadenó un
golpe demoledor contra Egipto, el centro del nacionalismo secular árabe.
Mediante esta operación, se protegió a Arabia Saudita –aliado de EEUU– a la
sazón enzarzada en un conflicto bélico con Egipto en territorio de Yemen.
Desde luego, Arabia
Saudita es el estado más extremo en su radical fundamentalismo islámico, pero
también un estado misionero que gasta enormes sumas de dinero para expandir su
doctrina wahabita-salafista más allá de sus fronteras. Vale la pena recordar
que Estados Unidos, al igual que antes
Inglaterra, ha tendido a apoyar al fundamentalismo islámico radical en
oposición al nacionalismo laico cuyas posiciones, por lo general, han sido
percibidas como más cercanas a una amenaza de independencia y contagio.
El valor del
secretismo
Hay aún mucho más,
pero la historia demuestra muy claramente que la doctrina estándar tiene escaso
mérito. La seguridad, en su significado normal, no es un factor determinante en
la formulación de las políticas.
Insistimos, en su
significado normal. Pero si evaluamos la doctrina estándar, la pregunta que
surge es: ¿qué significa en realidad
“seguridad”; seguridad para quién?
Una respuesta es:
seguridad para el poder estatal. Hay muchos ejemplos ilustrativos. He aquí uno
actual: en mayo pasado, Estados Unidos acordó apoyar una resolución del Consejo
de Seguridad de Naciones Unidas para que la Corte Internacional Penal
investigara los crímenes de guerra perpetrados en Siria, pero con una
condición: no se harían preguntas sobre posibles crímenes de guerra cometidos
por Israel. Ni por Washington, aunque en realidad era innecesario agregar esta
última condición. EEUU está excepcionalmente autoinmunizado en el sistema legal
internacional. De hecho, hay incluso una ley del Congreso que autoriza al
presidente al uso de la fuerza armada para “rescatar” a cualquier
estadounidense que sea llevado a proceso en La Haya: la “Ley de Invasión de los
Países Bajos”, como es llamada algunas veces en Europa. Este ejemplo, una vez
más, muestra la importancia que tiene la protección de la seguridad del poder
del Estado.
Pero, ¿protegerlo de quién? De hecho, la
principal preocupación del gobierno es la seguridad del poder estatal en
relación con la población. Como deben haber advertido aquellos que dedican
mucho tiempo a hurgar en archivos, raramente el secretismo del gobierno está
motivado por una necesidad genuina de seguridad; no hay la menor duda que el
secretismo del estado sirve para mantener a la población en la oscuridad.
Y por buenas
razones, que fueron explicadas con lucidez por el eminente estudioso y asesor
gubernamental Samuel Huntington, profesor de ciencias políticas en la Universidad
de Harvard. Según él “Los arquitectos del poder de Estados Unidos deben crear
una fuerza que pueda ser sentida pero no vista. El poder es fuerte en la medida que permanezca en la oscuridad;
expuesto a la luz, comienza a evaporarse”.
Huntington también
escribió esto en 1981, cuando la Guerra Fría estaba calentándose otra vez;
explicó que “tú tienes que vender [una intervención militar u otra operación]
de modo de hacer creer que estás combatiendo a la Unión Soviética. Esto es lo
que EEUU ha venido haciendo desde que se formuló la doctrina Truman”.
Estas verdades tan
sencillas son raramente reconocidas, pero ayudan a comprender los intríngulis
del poder y la política del Estado, con todas las reverberaciones que esta
comprensión pueda tener en lo que pasa en la actualidad.
El poder estatal
debe estar protegido del enemigo doméstico; en agudo contraste; la población no
está protegida del poder estatal. Un asombroso ejemplo que ilustra esto es el
ataque radical de la administración contra la Constitución con su programa de
vigilancia total. Naturalmente, su justificación es la “seguridad nacional”.
Esto es pura rutina para prácticamente todos los actos de gobierno lo son, y
esto implica escasa información.
Cuando el programa
de vigilancia de la NSA fue expuesto a la luz por las revelaciones de Edward
Snowden, los altos funcionarios reivindicaron que gracias a esa vigilancia se habían podido evitar 54 acciones
terroristas. Cuando se investigó, resultaron ser apenas una docena. Una
comisión de investigación de alto nivel del gobierno terminó descubriendo que en realidad solo se había evitado uno:
alguien había girado 8.500 dólares a Somalia. Ese fue el resultado total del
enorme ataque a la Constitución y, por supuesto, otros en el mundo.
La actitud británica
es interesante: en 2007, el gobierno de Londres acudió a la gigantesca agencia
de espionaje de Washington para que “analizara y guardara los datos de números
de teléfono móvil, fax, correos electrónicos y direcciones IP de todos los
ciudadanos británicos”, informó The Guardian. Este es un indicio útil
sobre la relativa significación –para los ojos del gobierno– de la privacidad
de sus propios ciudadanos y de las exigencias de Washington.
Otra preocupación es
la seguridad del poder privado. Un ejemplo actual son los grandes acuerdos
comerciales que se negocian en estos momentos: los pactos Transpacíficos y
Transatlánticos. Estas negociaciones son secretas, pero no completamente
secretas. No lo son para los cientos de abogados de las corporaciones que están
diseñando el detalle de las cláusulas. No es difícil imaginar cuáles serán los
resultados; las pocas filtraciones conocidas sugieren que las expectativas son
acertadas. Al igual que el NAFTA y otros pactos por el estilo, no se trata de
acuerdos de libre comercio. De hecho, ni siquiera son acuerdos comerciales,
sino fundamentalmente acuerdos sobre derechos de los inversores.
Una vez más, el
secretismo es de vital importancia para proteger al electorado nacional del
gobierno involucrado: el sector corporativo.
¿El último siglo de
la civilización?
Hay más ejemplos
–demasiados– que se pueden mencionar, hechos que, en una sociedad libre,
deberían enseñarse en la escuela primaria.
En otras palabras,
hay muchas pruebas que demuestran que la protección el poder estatal de sus
propios ciudadanos y la protección del poder económico concentrado son las
fuerzas que impulsan la formulación de la política. Por supuesto, la cosa no es
tan sencilla. Hay casos interesantes, algunos bastante actuales en los que esos
compromisos entran en conflicto. Pero consideremos esta idea como una buena
primera aproximación, una idea radicalmente opuesta a la doctrina estándar
explícita.
Veamos otra
cuestión: ¿qué se puede decir de la
seguridad de la población? Es fácil demostrar que este asunto es una
preocupación marginal de los planificadores políticos. Tomemos dos ejemplos
prominentes y muy actuales: el calentamiento global y el arsenal nuclear.
No hay duda de que
cualquier persona instruida es consciente de que estas dos cuestiones son una
grave amenaza para la seguridad del pueblo. Si regresamos a la política
estatal, vemos que el compromiso es hacer crecer cada día más ambas amenazas y
que las preocupaciones prioritarias del poder, tanto en su vertiente estatal
como en la de la economía privada y concentrada, son en gran parte las que
determinan la política estatal.
Consideremos el
calentamiento del planeta. Hoy día, en Estados Unidos, reina la euforia
alrededor de los “100 años de independencia energética” según nos convertimos
en “la Arabia Saudita de la próxima centuria”, tal vez la última de la
civilización si persisten las actuales políticas.
La cuestión del
cambio climático ilustra muy claramente la naturaleza de la preocupación por la
seguridad que, ciertamente, no es la de la población. También ilustra sobre la
inmoralidad del cálculo del capitalismo estatal anglo-estadounidense de estos
días. La suerte de nuestros nietos no cuenta en absoluto en comparación con el
imperativo del mayor beneficio económico inmediato.
Estas conclusiones
se fortalecen cuando miramos de cerca la propaganda del sistema. En Estados
Unidos, está hoy en curso una enorme campaña de relaciones públicas organizada
bastante abiertamente por las más grandes empresas del sector de la energía y el
mundo de los negocios para tratar de convencer al público de que el
calentamiento global es, o bien irreal o bien no tiene que ver con la actividad
humana.
Y esta campaña está
teniendo cierto impacto. Estados Unidos está entre los países menos alarmados
del mundo en relación con el cambio climático, y las cifras muestran una clara
estratificación: los adherentes del Partido Republicano, el más implicado
directamente con los intereses del dinero y el poder corporativo, son los que
están más lejos –por debajo– de la media mundial.
En el último número
de la principal publicación de los medios críticos, la revista Columbia
Journalism Review, salió un interesante artículo sobre este tema, que
atribuye esta campaña al criterio informativo de “imparcialidad y equilibrio”.
Según este criterio, si un medio publica una nota que refleja las conclusiones
del 97 por ciento de los científicos, también debe publicarse una nota que
exprese los puntos de vista de las corporaciones que están en el negocio de la
energía.
Por supuesto, esto
es lo que ocurre pero no se trata de una cuestión de “imparcialidad y
equilibrio”. Así, si un diario publica una nota de opinión que denuncia al
presidente Vladimir Putin por la acción criminal de la apropiación de Crimea no
por eso tiene la obligación de publicar una nota que señale que, aunque la
acción es ciertamente condenable, Rusia estaba habilitada para ello porque más
de un siglo antes Estados Unidos se había hecho con una porción importante del
sureste de Cuba, incluyendo el puerto más importante del país, y rechazado el
reclamo de restitución que este país viene haciendo desde su independencia. Y
lo mismo para muchos otros casos similares. El criterio de “imparcialidad y
equilibrio” solo funciona cuando están implicados los intereses del poder
económico concentrado, pero no en otras situaciones.
En el tema del
arsenal nuclear, la historia es igualmente interesante… y aterradora. Revela
muy claramente que, desde el principio, la seguridad de la población no era
tenida en cuenta, y continúa siendo así. No podemos ocuparnos ahora de esta
estremecedora cuestión, pero hay pocas dudas de lo que está detrás de las
lamentaciones del general Lee Butler, el último jefe del Comando Aéreo
Estratégico, dotado de armas nucleares. Según sus propias palabras, hasta ahora
hemos sobrevivido a la era nuclear por “una combinación de habilidad, suerte y
divina providencia; yo sospecho que gracias a la última, en su mayor parte”. A
falta de otra cosa, podemos contar con la continuidad de la ayuda divina en la
medida que los responsables de la formulación política juegan a la ruleta con
el destino de todas las especies vivas en la prosecución de sus objetivos
políticos.
Seguramente somos
conscientes de que actualmente nos enfrentamos con las decisiones más aciagas
de la historia humana. Hay muchos problemas que merecen nuestra atención, pero
dos de ellos son de significación abrumadora: la destrucción del medio ambiente
y la guerra nuclear.
Por primera vez en
la historia, estamos frente a la contingencia de destruir las bases materiales
de una existencia decente, y no precisamente en un futuro lejano. Solo por esta
razón, es imperativo barrer lejos las nubes ideológicas y enfrentar con
honestidad y realismo la cuestión de cómo se llega a las decisiones políticas y
qué podemos hacer nosotros para modificarlas antes de que sea demasiado tarde.
Noam Chomsky es profesor emérito del Departamento de
Lingüística y Filosofía del Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT). Entre sus libros más recientes están Hegemony
or Survival, Failed States, Power Systems, Occupy y Hopes and Prospects. Su último libro, Masters of Mankind, será publicado
próximamente por Haymarket Books, que también proyecta reeditar 12 de sus
clásicos el año que viene. Su sitio web es www.chomsky.info.