www.rebelion.org/190517
Las noticias sobre
Venezuela parecen empeorar día a día.
El 29 de marzo, el
Tribunal Supremo disolvió la Asamblea Nacional. Aunque días después esta
decisión fue parcialmente revocada, ello no evitó el estallido de una nueva
oleada de protestas letales a comienzos de abril. Ya son treinta el número de víctimas
mortales [1] y la cifra aumenta a diario. Entre ellas hay tanto simpatizantes
del gobierno como de la oposición. Varias oficinas gubernamentales han sufrido
saqueos y han sido incendiadas. También han muerto funcionarios. Y lo peor de
todo es que no se ve el final de esta escalada de violencia.
La Organización de
los Estados Americanos (OEA) tiene previsto celebrar una nueva reunión de
emergencia de primeros ministros para discutir la crisis venezolana. Venezuela,
por su parte, ha iniciado el proceso para abandonar este organismo,
posiblemente para evitar ser expulsada del mismo. En opinión de muchos, esta
opción aumentará su condición de nación paria.
No hay signos
aparentes de que la profunda crisis económica y social que atraviesa el país
vaya a remitir, sino que probablemente empeorará en medio del caos y la
violencia que destruyen el país. La oposición ha demostrado su deseo de
sacrificar las posibilidades de recuperación económica con el fin de lograr la
meta de expulsar al presidente Nicolás Maduro de su cargo.
Por su parte, la
agencia de noticias Associated Press informa de que el presidente de la
Asamblea Nacional, Julio Borges, ha realizado contactos con más de una docena
de los principales bancos internacionales para instarles a que interrumpan sus
negocios con Venezuela. El gobierno, por su parte, cada vez se enfrenta a más
críticas por su aparente incapacidad total para resolver, o incluso admitir, la
gravedad de la crisis socioeconómica de la nación y lo que muchos consideran
una deriva autoritaria.
¿Cómo dar un
sentido a toda esta situación?
En el momento
presente circulan dos narrativas contrapuestas sobre la crisis de Venezuela. La
primera, que predomina en los medios de comunicación mayoritarios occidentales,
pinta al gobierno como un régimen dictatorial que reprime de forma despiadada a
una oposición heroica que pretende pacíficamente recuperar la democracia.
La segunda,
desarrollada por el gobierno y algunos sectores de la pequeña (y menguante)
comunidad de solidaridad internacional, muestra a un gobierno democráticamente
elegido acosado por una oposición violenta y perturbada que (a) representa a
una pequeña minoría de élites acomodadas; (b) goza del total apoyo del imperio
estadounidense; y (c) no se detendrá antes de lograr un cambio de régimen, sin
importarle la legalidad o moralidad de sus acciones.
Ambas narrativas
contienen elementos de verdad, pero ninguna de ellas hace justicia a la crisis
venezolana.
* * *
La idea de que
Venezuela es autoritaria ha sido repetida hasta la saciedad durante
prácticamente los dieciocho años de gobierno chavista, que se inició cuando
Hugo Chávez fue elegido presidente en 1998. Hasta hace poco, era relativamente
fácil rebatir esta afirmación, que ignora el hecho de que el partido gobernante
de Venezuela ha sido una y otra vez reafirmado en las urnas, ganando en 12 de
las 15 grandes elecciones celebradas entre 1998 y 2015 y admitiendo la derrota
en las tres ocasiones en las que perdió (diciembre 2007, septiembre 2010 y
diciembre 2015). Las cinco ocasiones en que Chávez compitió por la presidencia
de la nación entre 1998 y 2012 ganó con márgenes sustanciales (el más pequeño
fue de 55-44% en 2012 y el mayor de 63-37% en 2006). El actual presidente
venezolano, Nicolás Maduro, también fue elegido democráticamente. Las repetidas
acusaciones de fraude electoral carecen de base, pues el fraude resulta
totalmente imposible con el sistema electoral venezolano, calificado por Jimmy
Carter como “el mejor del mundo”.
No obstante,
aunque las acusaciones anteriores de autoritarismo no merecían crédito alguno,
esto ha dejado de ser así. Desde comienzos de 2016, el gobierno ha adoptado una
serie de decisiones que hacen cada vez más difícil refutar que Venezuela avance
en una dirección autoritaria.
En primer lugar,
durante 2016 el Tribunal Supremo, que está clara y abiertamente supeditado al
brazo ejecutivo, bloqueó a la Asamblea Nacional controlada por la oposición,
que consiguió una mayoría legislativa en diciembre de 2015, evitando que
aprobara leyes importantes. En ciertos casos, la Asamblea intentaba actuar más
allá de su propia autoridad, por ejemplo cuando pretendió amnistiar a presos
como Leopoldo López [2]. No obstante, el bloqueo sistemático ejercido por el
tribunal Supremo a la Asamblea Nacional anuló el poder de la nueva mayoría
legislativa de la oposición –y con ello los resultados de las elecciones de
diciembre 2015.
En segundo lugar,
tras meses de demora, en octubre de 2016 el gobierno canceló un referéndum
revocatorio autorizado por la ley.
En tercer lugar,
el gobierno pospuso indefinidamente las elecciones municipales y regionales que
deberían haberse celebrado en 2016 según la constitución (aunque recientemente
Maduro anunció una fecha para ellas).
En cuarto lugar,
como se ha señalado, en marzo el Tribunal Supremo emitió una resolución
disolviendo la Asamblea Nacional, revirtiendo parcialmente la decisión días
después, cuando Maduro solicitó al Tribunal Supremo que revisaran su decisión.
Maduro se vio obligado a ello cuando su propia fiscal general, Luisa Ortega,
dio un paso sin precedentes condenando públicamente la decisión del máximo
tribunal al considerarlo “una ruptura del orden constitucional”.
En quinto lugar,
en abril de 2017 Henrique Capriles, una destacada figura opositora y candidato
presidencial en dos ocasiones (2012 y 2013), fue inhabilitado para participar
en política durante quince años, por motivos bastante cuestionables [3].
Al cancelar el
referéndum revocatorio, suspender elecciones e impedir que políticos opositores
se presenten a elecciones, el gobierno venezolano está bloqueando
sistemáticamente la posibilidad de que el pueblo venezolano se exprese por
medios electorales. Es difícil no considerar esta actuación como un progresivo
autoritarismo.
Pero también es
difícil aceptar que Venezuela sea un régimen autoritario a gran escala,
teniendo en cuenta el acceso significativo de la oposición a los medios de
comunicación tradicionales y sociales y la libertad para participar en
protestas antigubernamentales a pesar de determinadas restricciones (muchas de
las cuales, si no todas, parecen justificadas, como por ejemplo limitar el
acceso de los manifestantes a ciertas partes de Caracas, lo cual resulta
razonable dado los repetidos episodios de destrucción de propiedad pública por
parte de estos).
El gobierno es
merecedor de fuertes críticas por sus actos autoritarios y su continua
incapacidad para tomar decisiones significativas que resuelvan la crisis
socioeconómica del país. Sin embargo, la oposición no es en absoluto la víctima
inocente que nos describen a menudo las noticias de los medios mayoritarios.
Un ejemplo
especialmente notorio de lavado de imagen del pasado y presente violento de la
oposición que proporcionan estos medios mayoritarios lo tenemos en un artículo
del 19 de abril del New York Times , que transforma milagrosamente el violento
golpe de Estado militar de 2002 que derrocó a Hugo Chávez en un “movimiento de protesta”
aparentemente pacífico: “Mientras antiguos movimientos de protesta de la
oposición intentaban derribar al gobierno de izquierdas –uno de ellos, en 2002,
consiguió incluso deponer brevemente al entonces presidente Hugo Chávez…”
Existen numerosas
pruebas de que la disposición de la oposición para utilizar la violencia y los
medios inconstitucionales contra el gobierno no se limitó al golpe de Estado de
2002, sino que continúa hasta el día de hoy, tal y como he argumentado en otros
artículos. En abril de 2013, la oposición se negó a reconocer la victoria de
Maduro, a pesar de no contar con prueba alguna de fraude, y participó en
protestas violentas que provocaron la muerte de al menos siete civiles. Otros
41 murieron en una nueva ola de violencia promovida por la oposición entre
febrero y abril de 2014.
Por lo general, se
acepta que estas muertes fueron resultado de acciones tanto de activistas
opositores como de fuerzas de seguridad del Estado, y algunos informes indican
que cada parte fue responsable de aproximadamente la mitad de las muertes,
aunque resulta difícil recoger suficiente información fiable sobre este tema
controvertido.
La oposición ha
participado en numerosos actos de violencia durante la actual ola de protestas.
En un informe redactado sobre el terreno en Venezuela el 23 de abril, Rachel
Boothroyd Rojas escribió:
“El repertorio de
violencia de los últimos 18 días es estremecedor: escuelas saqueadas, un
edificio del Tribunal Supremo incendiado, el asalto a una base aérea, además de
una amplia destrucción de vehículos de transporte público y de instalaciones de
salud y veterinarias. Han muerto al menos 23 personas y muchas más han sufrido
heridas. En uno de los casos más sobrecogedores de la violencia perpetrada por
la extrema derecha, que tuvo lugar el 20 de abril en torno a las 10 de la
noche, mujeres, niños y más de 50 bebés recién nacidos tuvieron que ser
evacuados por el gobierno de un hospital maternal público, que fue asaltado por
bandas de la oposición”.
Una de las muertes
recientes más trágicas ocurrió el domingo 23 de abril, cuando Almelina
Carrillo, “una enfermera de 47 años iba de camino a su turno de tarde cuando se
cruzó con una marcha chavista [en el centro de Caracas] y fue gravemente herida
por una botella congelada, presumiblemente arrojada [desde una torre de
apartamentos] por un simpatizante de la oposición”.
No está claro
cuándo, o cómo, la espiral descendente de Venezuela tendrá fin. Ante esta
tesitura, cualquier persona a quien le importe Venezuela, y particularmente los
activistas, intelectuales y periodistas de izquierdas que han celebrado y
documentado los abundantes e importantes logros de la “Revolución Bolivariana”
se enfrentan a una triple tarea.
En primer lugar,
contar la verdad. Ello, claro está, significa documentar y hacer público el
brutal y letal uso de la violencia por parte de la oposición contra
funcionarios del gobierno, chavistas de base e inocentes transeúntes. Este tema
merece una atención mucho mayor de la que recibe en las informaciones
dominantes sobre Venezuela. Pero, al mismo tiempo, la izquierda no puede cerrar
los ojos ante la deriva autoritaria del gobierno ni ante sus políticas ineptas.
Y esto no debe hacerse movidos por una fe ciega e injustificada en la
democracia liberal representativa, sino porque el gobierno autoritario es
incompatible con el bello aunque contradictorio e imperfecto proyecto destinado
a construir una “democracia participativa y protagónica” que el chavismo
contribuyó a potenciar.
En segundo lugar,
rechazar todos y cada uno de los llamamientos a una intervención imperialista
destinada a “salvar” a Venezuela. Las tentativas destinadas a tal fin no solo
fracasarán, sino que probablemente convertirían en trágica una situación de por
sí difícil, como demuestran demasiado bien los horrores de Irak y Afganistán.
En tercer lugar,
solidarizarse con la mayoría de venezolanos que sufren en manos de una
oposición vengativa e insensata y de un gobierno incompetente y falto de
responsabilidad. Si hay un eslogan que capta el sentimiento generalizado de las
clases populares que viven en los barrios pobres y en las aldeas de Venezuela,
probablemente sea este: “Que se vayan todos”.
Notas del
traductor:
[1] Este artículo
fue publicado el 4 de mayo. Dos semanas más tarde, la cifra supera ya los 40
muertos.
[2] Político
opositor venezolano, ex alcalde de Cachao (municipio de Caracas), condenado en
2015 a 13 años de prisión por incitación pública a la violencia en las
manifestaciones de 2014 que se saldaron con más de 40 muertos y cientos de
heridos.
[3] La Contraloría
General de Venezuela basó su inhabilitación en hechos de corrupción durante su
gestión como gobernador en los años 2011-2013, por haber actuado de manera
negligente al no presentar el proyecto de Ley de Presupuesto para el ejercicio
fiscal del año 2013 ante el Consejo Legislativo de Miranda, además de firmar convenios
de cooperación con embajadas de Polonia y Gran Bretaña sin la autorización
legal, omitiendo el procedimiento de selección de contratistas.
* Gabriel Hetland
es profesor adjunto de estudios latinoamericanos en la Universidad de Albany.
Su campo de investigación es la participación, la política y las protestas en
América Latina y Estados Unidos.