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¿Puede la
naturaleza hablar? ¿Puede la naturaleza contarnos los males que le afectan?
Descontando el lenguaje verbal creado por el ser humano, la naturaleza no
verbaliza; lo que sí tiene es una capacidad infinita de comunicar, mediante
otros lenguajes no proposicionales, un conjunto de conmociones que la están
perturbando. El calentamiento global es uno de estos cambios dramáticos que a
diario la naturaleza nos informa. Cambios abruptos del clima, sequias en
regiones anteriormente húmedas; deshielo de glaciales, cataclismos ambientales,
huracanes con fuerza nunca antes vista, desbordes crecientes de ríos., etc.,
son solo unos de los cuantos efectos comunicacionales con los que la naturaleza
informa de lo que le está sucediendo.
No obstante, la
manera en que las catástrofes ambientales afectan la vida de la humanidad no es
homogénea ni equitativa; mucho menos lo es la responsabilidad que cada ser
humano tiene en su origen.
Clase y raza
medioambiental
En la última
década, se puede constatar que las catástrofes naturales más importantes están
presentes por todo el globo terráqueo, sin diferenciar continentes o países; en
ese sentido, existe una especie de democratización geográfica del cambio
climático. Sin embargo, los daños y efectos que esos desastres provocan en las
sociedades, claramente están diferenciados por país, clase social e
identificación racial. De manera consecutiva, hemos tenido en el periodo
2014-2016, los años más calurosos desde 1880, lo que explica la disminución en
el ritmo de lluvias en muchas partes del planeta. Aun así, los medios
materiales disponibles para soportar y remontar estas carencias y, por tanto,
los efectos sociales resultantes de los trastornos ambientales, son
abismalmente diferentes según el país y la condición social de las personas
afectadas. Por ejemplo, ante la escasez de agua en California, la gente se vio
obligada a pagar hasta un 100% más por el líquido elemento, aunque esto no
afectó su régimen de vida. En cambio, en el caso de la Amazonía y las zonas de
altura del continente latinoamericano se tuvo una dramática reducción del
acceso a los recursos hídricos para las familias indígenas, provocando malas
cosechas, restricción en el consumo humano de agua y ‒especialmente en la
Amazonía‒ parálisis de gran parte de la capacidad productiva extractiva con la
que las familias garantizaban su sustento anual.
Asimismo, el paso
del huracán Katrina por la ciudad de Nueva Orleans en 2005, dejó más de dos mil
muertos, miles de desaparecidos y un millón de personas desplazadas. Pero los
efectos del huracán no fueron los mismos para todas las clases e identidades
étnicas. Según el sociólogo P. Sharkey [1] , el 68% de las personas fallecidas
y el 84% de las desaparecidas eran de origen afroamericano. Ello, porque en las
zonas propensas a ser inundadas, donde el valor de la tierra es menor, viven
las personas de menos recursos; mientras que los que habitan en las zonas altas
son los ricos y blancos.
En este y en todos
los casos, la vulnerabilidad y el sufrimiento se concentran en los más pobres
(indígenas y negros), es decir, en las clases e identidades socialmente
subalternas. De ahí que se pueda hablar de un enclasamiento y racialización de
los efectos del cambio climático.
Entonces, los
medios disponibles para una resiliencia ecológica ante los cambios
medioambientales dependen de la condición socioeconómica del país y de los
ingresos monetarios de las personas afectadas. Y, dado que estos recursos están
concentrados en los países con las economías dominantes a escala planetaria y
en las clases privilegiadas, resulta que ellas son las primeras y únicas
capaces de soportar y disminuir en su vida esos impactos, comprando casas en
zonas con condiciones ambientales sanas, accediendo a tecnologías preventivas,
disponiendo de un mayor gasto para el acceso a bienes de consumo
imprescindibles, etc. En cambio, los países más pobres y las clases sociales
más vulnerables, tienden a ocupar espacios con condiciones ambientales frágiles
o degradadas, carecen de medios para acceder a tecnologías preventivas y son
incapaces de soportar variaciones sustanciales en los precios de los bienes
imprescindibles para sostener sus condiciones de vida. Por tanto, la
democratización geográfica de los efectos del calentamiento global se traduce,
instantáneamente, en una concentración nacional, clasista y racial del
sufrimiento y el drama causados por los efectos climáticos.
Este enclasamiento
racializado del impacto medioambiental se vuelve paradójico e incluso
moralmente injusto cuando se comparan los datos de las poblaciones afectadas y
de las poblaciones causantes o de mayor incidencia en su generación.
La nueva etapa
geológica del antropoceno ‒un concepto propuesto por el Premio Nobel de
Química, P. Crutzen‒, caracterizada por el impacto del ser humano en el
ecosistema mundial, se viene desplegando desde la Revolución Industrial a
inicios del siglo XVIII. Y, desde entonces, primero Europa, luego Estados
Unidos, y en general las economías capitalistas desarrolladas y colonizadoras
del norte, son las principales emisoras de los gases de efecto invernadero que
están causando las catástrofes climáticas. Sin embargo, los que sufren los
efectos devastadores de este fenómeno son los países colonizados, subordinados
y más pobres, como los de África y América Latina, cuya incidencia en la
emisión de CO2 es muchísimo menor.
Según datos del
Banco Mundial [2] , Kenia contribuye con el 0,1% de los gases de efecto
invernadero, pero las sequías provocadas por el impacto del calentamiento
global llevan a la hambruna a más del 10% de su población. En cambio, en EEUU,
que contribuye con el 14,5%, la sequía solo provoca una mayor erogación de los
gastos en el costo del agua, dejando intactas las condiciones básicas de vida
de su ciudadanía. En promedio, un alemán emite 9,2 toneladas de CO2 al año; en
tanto que un habitante de Kenia, 0,3 toneladas. No obstante, quien lleva en sus
espaldas el peso del impacto ambiental es el ciudadano keniano y no el alemán.
Datos similares se puede obtener comparando el grado de participación de los
países del norte en la emisión de gases de efecto invernadero, como Holanda (10
TM por persona/año), Japón (7 TM), Reino Unido (7,1 TM), España 5 TM), Francia
8% TM), pero con alta resilencia ecológica; frente a países del sur con baja
participación en la emisión de gases de efecto invernadero, como Bolivia (1,8
TM), Paraguay (0,7 TM), India (1,5 TM), Zambia (0,2 TM), etc., pero atravesados
de dramas sociales producidos por el cambio climático. Existe, entonces, una
oligarquización territorial de la producción de los gases de efecto
invernadero, una democratización planetaria de los efectos del calentamiento
global, y una desigualdad clasista y racial de los sufrimientos y efectos de
las conmociones medioambientales.
Medioambientalismos
coloniales
Si la naturaleza
comunica los impactos de la acción humana en su metabolismo de una forma
jerarquizada, también existen ciertos conceptos referidos al medioambiente,
parcializados de una manera todavía más escandalosa; o, peor aún, que legitiman
y encubren estas focalizaciones regionales, clasistas y raciales.
Como señala
McGurty [3] para el caso norteamericano en la década de los 70 del siglo XX, lo
que hizo posible que el debate público sobre las demandas sociales de las
minorías étnicas urbanas, e incluso del movimiento obrero sindicalizado, fuera
soslayado, llevando a que la “temática social” perdiera fuerza de presión
frente al gobierno, fue un tipo de discurso medioambientalista. Un nuevo
lenguaje acerca del medio ambiente, cargado de una asepsia respecto a las
demandas sociales, que ciertamente puso sobre la mesa una temática más
“universal”, pero con responsabilidades “adelgazadas” y diluidas en el planeta;
a la vez que distantes política y económicamente respecto a las problemáticas
de las identidades sociales (obreros, población negra). Aspecto que no deja de
ser celebrado por las grandes corporaciones y el gobierno que ven encogerse así
sus deudas sociales con la población.
Por otra parte, el
sociólogo francés Keucheyan [4] subraya cómo en ciertos países como Estados
Unidos, el “color de la ecología no es verde sino blanco”; no solo por la
mayoritaria condición social de los activistas ‒por lo general, blancos, de
clase media y alta‒, sino también por la negativa de sus grandes fundaciones a
involucrarse en temáticas medioambientales urbanas que afectan directamente a
los pobres y las minorías raciales.
Al parecer, la
naturaleza que vale la pena salvar o proteger no es “toda” la naturaleza ‒de la
que las sociedades son una parte fundamental‒, sino solamente aquella
naturaleza “salvaje” que se encuentra esterilizada de pobres, negros,
campesinos, obreros, latinos e indios, con sus molestosas problemáticas
sociales y laborales.
Todo ello refleja,
pues, la construcción de una idea sesgada de naturaleza de clase, asociada a
una pureza original contrapuesta a la ciudad, que simboliza la degradación.
Así, para estos medioambientalistas, las ciudades son sucias, caóticas,
oscuras, problemáticas y llena de pobres, obreros, latinos y negros, mientras
que la naturaleza a proteger es prístina y apacible, el santuario
imprescindible donde las clases pudientes, que disponen de tiempo y dinero para
ello, pueden experimentar su autenticidad y superioridad.
En los países
subalternos, las construcciones discursivas dominantes sobre la naturaleza y el
medioambiente comparten ese carácter elitista y disociado de la problemática
social, aunque incorporan otros tres componentes de clase y de relaciones de
poder.
En primer lugar se
encuentra el estado de auto-culpabilización ambiental. Eso quiere decir que la
responsabilidad frente al calentamiento global la distribuyen de manera
homogénea en el mundo. Por tanto, talar un árbol para sembrar alimentos tiene
tanta incidencia en el cambio climático como instalar una usina atómica para
generar electricidad. Y como en la mayoría de los países subalternos existe una
apremiante necesidad de utilizar los recursos naturales para aumentar la
producción alimenticia u obtener divisas a fin de acceder a tecnologías y
superar las precarias condiciones de vida heredadas tras siglos de
colonialidad, entonces, para estas corrientes ambientalistas, los mayores
responsables del calentamiento global son estos países pobres que depredan la
naturaleza. No importa que su contribución a la emisión de gases de efecto
invernadero sea del 0,1% o que el impacto de los millones de coches y miles de
fábricas de los países del norte afecte 50 o 100 veces más al cambio climático.
Surge así una especie de naturalización de la acción anti-ecológica de la
economía de los países ricos, de sus consumos y de su forma de vida cotidiana,
que en realidad son las causantes históricas de las actuales catástrofes
naturales. Dicha esquizofrenia ambiental llega a tales extremos, que se dice
que la reciente sequía en la Amazonía es responsabilidad de unos cientos de
campesinos e indígenas que habilitan sus parcelas familiares para cultivar
productos alimenticios y no, por ejemplo, del incesante consumo de combustibles
fósiles que en un 95% proviene de una veintena de países del norte, altamente
industrializados.
La
financiarización de la plusvalía medioambiental
Un segundo
componente de esta construcción discursiva de clase es una especie de
“financiarización medioambiental”. En los países capitalistas desarrollados ha
surgido una economía de seguros, expansiva y altamente lucrativa, que protege a
empresas, multinacionales, gobiernos y personas de posibles catástrofes
ambientales. Así, el desastre ambiental ha devenido en un lucrativo y ascendente
negocio de aseguradoras y reaseguradoras que protegen las inversiones de
grandes empresas, no solo de crisis políticas, sino de cataclismos naturales
mediante un mercado de “bonos catástrofe” [5], volviendo al capital “resilente”
al calentamiento global. Paralelamente a ello, en los países subalternos emerge
un amplio mercado de empresas de transferencia de lo que hemos venido a
denominar plusvalía medioambiental.
A través de
algunas fundaciones y ONG, las grandes multinacionales del norte financian, en
los países pobres, políticas de protección de bosques. Todo, a cambio de los
Certificados de Emisión Reducida (CER) [6] que se cotizan en los mercados de
carbono. De esta manera, por una tonelada de CO2 que se deja de emitir en un
bosque de la Amazonía gracias a unos miles de dólares entregados a una ONG que
impide su uso agrícola, una industria norteamericana o alemana de armas, autos
o acero, que utiliza como fuente energética al carbón y emite gases de efecto
invernadero, puede mantener inalterable su actividad productiva sin necesidad
de cambiar de matriz energética o de reducir su emisión de gases ni mucho menos
parar la producción de sus mercancías medioambientalmente depredadoras. En
otras palabras, a cambio de 100.000 dólares invertidos en un alejado bosque del
sur, la empresa puede ganar y ahorrar cientos de millones de dólares,
manteniendo la lógica de consumo destructiva inalterada.
Así, hoy el
capitalismo depreda la naturaleza y eleva las tasas de ganancia empresarial.
Convierte la contaminación en un derecho negociable en la bolsa de valores.
Hace de las catástrofes ambientales provocadas por la producción capitalista,
una contingencia sujeta a un mercado de seguros. Y finalmente transforma la
defensa de la ecología en los países del sur, en un redituable mercado de bonos
de carbono concentrado por las grandes empresas y países contaminantes. En
definitiva, el capitalismo esta subsumiendo de manera formal y real la
naturaleza, tanto en su capacidad creativa, como el mismísimo proceso de su propia
destrucción.
Por último, el
colonialismo ambiental recoge de su alter ego del norte el divorcio entre
naturaleza y sociedad, con una variante. Mientras que el ambientalismo
dominante del norte propugna una contemplación de la naturaleza purificada de
seres humanos ‒su política de exterminio de indígenas le permite ese exceso‒,
el ambientalismo colonizado, por la fuerza de los hechos, se ve obligado a
incorporar en este tipo de naturaleza idealizada, a los indígenas que
inevitablemente habitan en los bosques. Pero no a cualquier indígena porque,
para ellos, el que cultiva la tierra para vender en los mercados, el que
reclama un colegio, hospital, carretera o los mismos derechos que cualquier
citadino, no es un verdadero sino un falso indígena, un indígena a “medias”, en
proceso de campesinización, de mestización; por tanto, un indígena “impuro”.
Para el ambientalismo colonial, el indígena “verdadero” es un ser carente de
necesidades sociales, casi camuflado con la naturaleza; ese indígena fósil de la
postal de los turistas que vienen en busca de una supuesta “autenticidad”,
olvidando que ella no es más que un producto de siglos de colonización y
despojo de los pueblos del bosque.
En síntesis, no
hay nada más intensamente político que la naturaleza, la gestión y los
discursos que se tejen alrededor de ella. Lo lamentable es que en ese campo de
fuerzas, las políticas dominantes sean, hasta ahora, simplemente las políticas
de las clases dominantes. Por eso, aun son largos el camino y la lucha que permitan
el surgimiento de una política medioambiental que, a tiempo de fusionar
temáticas sociales y ecológicas, proyecte una mirada protectora de la
naturaleza desde la perspectiva de las clases subalternas, en lo que alguna vez
Marx denominó una acción metabólica mutuamente vivificante entre ser humano y
naturaleza [7].
El autor es
Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia
[1] P. Sharkey, “Survival and death un New Orleans: an empirical look at the human impact of Katrina”, en Journal of Black Studies, 2007; 37; 482. En: http://www.patricksharkey.net/images/pdf/Sharkey_JBS_2007.pdf.
[2] Databank-Banco Mundial
2013.
[3] E. McGurty, Transforming
Environmentalism, Rutgers University Press, New Brunswick, 2007.
[4] R. Keucheyan, La naturaleza es un campo de
batalla, Clave Intelectual, España, 2016.
[5] Banco Mundial, “ Seguro contra riesgo de desastres
naturales: Nueva plataforma de emisión de bonos de catástrofes”, en
http://www.bancomundial.org/es/news/feature/2009/10/28/insuring-against-natural-disaster-risk-new-catastrophe-bond-issuance-platform.
[6] BID/ BALCOLDEX, “Guía en Cambio Climático y
Mercados de Carbono”, en
https://www.bancoldex.com/documentos/3810_Guia_en_cambio_clim%C3%A1tico_y_mercados_de_carbono.pdf
[7] Marx, El Capital, Tomo III; Ed. Siglo XXI, pág.
1044, México, 1980.