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Trump irrumpe en Medio Oriente

Robert Fisk

En Riad, Donald Trump no pudo mencionar de dónde vinieron la mayoría de los aeropiratas del 11-S ni cuál culto sunita inspiró al Isis… y tampoco cuál país cercena cabezas con deleite al estilo del Isis. (Respuesta: Arabia Saudita.)

Y cuando llegó a Israel, este lunes, se encontró con un nuevo protocolo de censura: no mencionar quién ocupa la propiedad de quiénes en Cisjordania ni qué país incurre en continuo y escandaloso despojo de tierras, que pertenecen legalmente a árabes, para dárselas a judíos y sólo judíos. (Respuesta: Israel.)

Así pues, lotería, en la mayor alianza creada en Medio Oriente en la historia, los sauditas y otros dictadores árabes sunitas, el chiflado presidente de Estados Unidos y el cínico primer ministro israelí se han puesto de acuerdo en la identidad del país demoniaco que todos pueden maldecir a una voz, inspirador del terrorismo mundial, instigador de la inestabilidad en Medio Oriente, la mayor amenaza a la paz mundial: el Irán chiíta.

Pocos minutos después de aterrizar en el aeropuerto de Tel Aviv –parte de cuyas pistas en realidad corren sobre tierra que pertenecía legalmente a los árabes palestinos hace 60 años–, los redactores de los discursos de Trump (porque de seguro él no sabe escribir esas cosas) una vez más vomitaron su odio a Irán, al terrorismo iraní, a las conjuras iraníes y al continuo deseo iraní de fabricar una bomba atómica. Y todo esto, cuando Irán acaba de relegir a un presidente cuerdo que, de hecho, firmó hace dos años el pacto nuclear que reduce sustancialmente la amenaza estratégica iraní a Israel, a los árabes y a Estados Unidos.

Jamás se debe permitir que Irán posea un arma nuclear, sostuvo el comandante en jefe estadunidense. Irán debe cesar su financiamiento, entrenamiento y equipamiento letal (sic) de terroristas y milicias. Un marciano que hubiera aterrizado en Tel Aviv al mismo tiempo habría concluido sin duda que Irán es el creador del Isis y que Israel ya está bombardeando a los crueles y violentos fanáticos del califato islámico. Y entonces los marcianos –sin duda mucho más listos que el presidente estadunidense– se asombrarían de descubrir que Israel ha estado bombardeando a los iraníes y a los sirios y sus milicias, pero ni una sola vez –nunca– ha bombardeado al Isis.

No es extraño que Trump tratara de apegarse a su guión preparado. De otro modo habría tenido que hacer algo cuerdo, como felicitar al nuevo presidente de Irán por su victoria electoral y por prometer respetar el acuerdo nuclear; como exigir que se ponga fin a la ocupación y colonización de tierra árabe por Israel; como decir a los viejos y cansados dictadores y príncipes del mundo árabe que la única forma en que pueden deshacerse del terrorismo es tratar con dignidad a sus pueblos y salvaguardar sus derechos humanos.

Pero no, esto es demasiado razonable, justo y moral –y demasiado complicado– para un hombre que hace mucho tiempo cayó por el borde de la realidad y entró en el mundo de Twitter. Así que se habló del acuerdo decisivo entre Israel y los palestinos, como si la paz fuera una mercancía que se puede comprar o vender. Como el que acaba de arreglar con Arabia Saudita: armas por petróleo y dólares.

Pero entonces, sentado junto a Netanyahu, el hombre sí que se apartó del guión. Con alivio de todos, regresó a los horrores del acuerdo nuclear con Irán, un trato increíble, algo terrible en lo cual participó Estados Unidos. “Les dimos una línea vital… y también les dimos la posibilidad de continuar con el terror.” La amenaza de Irán, le dijo a Netanyahu, ha obligado a la gente a unirse (sic) en forma muy positiva.

Eso sí que fue increíble. Trump, en su extraña inocencia, cree que el deseo del mundo musulmán sunita de destruir al Irán chiíta y sus aliados es la clave para la paz árabe-israelí. Tal vez eso quiso decir –si quiso decir algo– cuando expresó que su visita marcaba una rara oportunidad de traer seguridad y paz a esta región y a su gente, de derrotar el terrorismo y crear un futuro de armonía y paz –ese fragmento estaba en el guión, por cierto– en lo que llamó esta tierra antigua y sagrada. Se refería a Israel, pero usó la misma frase con respecto a Arabia Saudita y sin duda lo haría en relación con Suiza, Lesotho o, bueno, Corea del Norte si le redituara alguna ventaja. O Irán, para el caso.

Quién sabe si Trump será capaz de referirse a la colonización israelí, el despojo de tierras y al pequeño dictador palestino, cuando se reúna este martes con Mahmoud Abbas. O a los derechos humanos. O a la justicia. Su discurso posterior en el Museo de Israel será una maravilla si se aparte del guión. Pero se han cerrado las apuestas sobre su contenido: la unidad de los árabes sunitas y su odio al Irán chiíta –tendrá la misericordia de dejar fuera las palabras sunita y chiíta en caso de que esto revele su juego–, relaciones más estrechas de los dictadores y príncipes del Golfo con el Israel despojador de tierras, la necesidad de que los palestinos cesen el terror contra sus ocupantes –la palabra ocupantes también debe quedar fuera, por supuesto– y el eterno, inagotable y sagrado amor de Estados Unidos por Israel, justo o injusto.


El domingo, CNN cabeceó que había un nuevo arranque con los árabes. Ayer la BBC tituló que había un nuevo arranque con Israel. Lo que ambas querían decir, pero no se atrevieron, es que Trump cree poder lograr que los árabes e Israel destruyan el poderío iraní después de los horribles años del moralismo de Obama. Eso significa guerra, de preferencia entre musulmanes. El acuerdo definitivo, nada menos.