Robert Fisk
www.jornada.unam.mx / 240517
En Riad, Donald
Trump no pudo mencionar de dónde vinieron la mayoría de los aeropiratas del
11-S ni cuál culto sunita inspiró al Isis… y tampoco cuál país cercena cabezas
con deleite al estilo del Isis. (Respuesta: Arabia Saudita.)
Y cuando llegó a
Israel, este lunes, se encontró con un nuevo protocolo de censura: no mencionar
quién ocupa la propiedad de quiénes en Cisjordania ni qué país incurre en
continuo y escandaloso despojo de tierras, que pertenecen legalmente a árabes,
para dárselas a judíos y sólo judíos. (Respuesta: Israel.)
Así pues, lotería,
en la mayor alianza creada en Medio Oriente en la historia, los sauditas y
otros dictadores árabes sunitas, el chiflado presidente de Estados Unidos y el
cínico primer ministro israelí se han puesto de acuerdo en la identidad del
país demoniaco que todos pueden maldecir a una voz, inspirador del terrorismo
mundial, instigador de la inestabilidad en Medio Oriente, la mayor amenaza a la
paz mundial: el Irán chiíta.
Pocos minutos
después de aterrizar en el aeropuerto de Tel Aviv –parte de cuyas pistas en
realidad corren sobre tierra que pertenecía legalmente a los árabes palestinos
hace 60 años–, los redactores de los discursos de Trump (porque de seguro él no
sabe escribir esas cosas) una vez más vomitaron su odio a Irán, al terrorismo
iraní, a las conjuras iraníes y al continuo deseo iraní de fabricar una bomba
atómica. Y todo esto, cuando Irán acaba de relegir a un presidente cuerdo que,
de hecho, firmó hace dos años el pacto nuclear que reduce sustancialmente la
amenaza estratégica iraní a Israel, a los árabes y a Estados Unidos.
Jamás se debe
permitir que Irán posea un arma nuclear, sostuvo el comandante en jefe
estadunidense. Irán debe cesar su financiamiento, entrenamiento y equipamiento
letal (sic) de terroristas y milicias. Un marciano que hubiera aterrizado en
Tel Aviv al mismo tiempo habría concluido sin duda que Irán es el creador del
Isis y que Israel ya está bombardeando a los crueles y violentos fanáticos del
califato islámico. Y entonces los marcianos –sin duda mucho más listos que el
presidente estadunidense– se asombrarían de descubrir que Israel ha estado
bombardeando a los iraníes y a los sirios y sus milicias, pero ni una sola vez
–nunca– ha bombardeado al Isis.
No es extraño que
Trump tratara de apegarse a su guión preparado. De otro modo habría tenido que
hacer algo cuerdo, como felicitar al nuevo presidente de Irán por su victoria
electoral y por prometer respetar el acuerdo nuclear; como exigir que se ponga
fin a la ocupación y colonización de tierra árabe por Israel; como decir a los
viejos y cansados dictadores y príncipes del mundo árabe que la única forma en
que pueden deshacerse del terrorismo es tratar con dignidad a sus pueblos y
salvaguardar sus derechos humanos.
Pero no, esto es
demasiado razonable, justo y moral –y demasiado complicado– para un hombre que
hace mucho tiempo cayó por el borde de la realidad y entró en el mundo de
Twitter. Así que se habló del acuerdo decisivo entre Israel y los palestinos,
como si la paz fuera una mercancía que se puede comprar o vender. Como el que
acaba de arreglar con Arabia Saudita: armas por petróleo y dólares.
Pero entonces,
sentado junto a Netanyahu, el hombre sí que se apartó del guión. Con alivio de
todos, regresó a los horrores del acuerdo nuclear con Irán, un trato increíble,
algo terrible en lo cual participó Estados Unidos. “Les dimos una línea vital…
y también les dimos la posibilidad de continuar con el terror.” La amenaza de
Irán, le dijo a Netanyahu, ha obligado a la gente a unirse (sic) en forma muy positiva.
Eso sí que fue
increíble. Trump, en su extraña inocencia, cree que el deseo del mundo musulmán
sunita de destruir al Irán chiíta y sus aliados es la clave para la paz
árabe-israelí. Tal vez eso quiso decir –si quiso decir algo– cuando expresó que
su visita marcaba una rara oportunidad de traer seguridad y paz a esta región y
a su gente, de derrotar el terrorismo y crear un futuro de armonía y paz –ese
fragmento estaba en el guión, por cierto– en lo que llamó esta tierra antigua y
sagrada. Se refería a Israel, pero usó la misma frase con respecto a Arabia
Saudita y sin duda lo haría en relación con Suiza, Lesotho o, bueno, Corea del
Norte si le redituara alguna ventaja. O Irán, para el caso.
Quién sabe si
Trump será capaz de referirse a la colonización israelí, el despojo de tierras
y al pequeño dictador palestino, cuando se reúna este martes con Mahmoud Abbas.
O a los derechos humanos. O a la justicia. Su discurso posterior en el Museo de
Israel será una maravilla si se aparte del guión. Pero se han cerrado las
apuestas sobre su contenido: la unidad de los árabes sunitas y su odio al Irán
chiíta –tendrá la misericordia de dejar fuera las palabras sunita y chiíta en
caso de que esto revele su juego–, relaciones más estrechas de los dictadores y
príncipes del Golfo con el Israel despojador de tierras, la necesidad de que
los palestinos cesen el terror contra sus ocupantes –la palabra ocupantes
también debe quedar fuera, por supuesto– y el eterno, inagotable y sagrado amor
de Estados Unidos por Israel, justo o injusto.
El domingo, CNN
cabeceó que había un nuevo arranque con los árabes. Ayer la BBC tituló que
había un nuevo arranque con Israel. Lo que ambas querían decir, pero no se
atrevieron, es que Trump cree poder lograr que los árabes e Israel destruyan el
poderío iraní después de los horribles años del moralismo de Obama. Eso
significa guerra, de preferencia entre musulmanes. El acuerdo definitivo, nada
menos.