Jose Arregi
www.atrio.org / 150517
¿De qué nos
servirán nuestros teneres, poderes y saberes, si no sabemos vivir? ¿Y de qué
nos valdrán los beneficios de la juventud si no aprendemos a envejecer y no
aceptamos morir?
Pero ¿acaso no
sería preferible no tener que envejecer ni morir? ¿Y si fuera posible evitar lo
uno y lo otro? La pregunta no es superflua. Hace unos días, a un científico
francés experto en el asunto le escuché que ya han nacido quienes van a vivir
200 años. Ya al ritmo actual, antes del 2050, el porcentaje de los habitantes
del planeta mayores de 60 años se duplicará. Y es de suponer que las nuevas
tecnologías, aún apenas ensayadas o todavía ni siquiera imaginadas, podrán ir
retrasando indefinidamente la temida muerte (¿por qué tan temida “nuestra
hermana la muerte corporal”, que decía Francisco de Asís y a la que dio la
bienvenida a los 44 años?).
No es absurdo
pensar que algún día, no demasiado lejano, nuestra especie Sapiens llegará a
una cierta a-mortalidad. Me asusto de solo pensarlo. Me asusto porque solo
algunos se podrán beneficiar de esa a-mortalidad –los más ricos, como siempre,
a costa de los empobrecidos–, y también porque temo que la a-mortalidad traiga
consigo más males que bienes para quienes la posean. Hoy por hoy, prefiero
morir a prolongar esta vida indefinidamente. Y prefiero envejecer antes de que
la hermana muerte funda del todo mi aliento vital con el Aliento Vital. Y
quiero elegir ese momento con la mayor libertad y, cuando llegue, ser dueño de
mi aliento para darlo por fin enteramente. Para eso quiero envejecer.
¿Pero qué es
envejecer? Desde un punto de vista biológico, envejecer significa acumulación
de daños moleculares y celulares a lo largo del tiempo. Los órganos se cansan,
las piernas se vuelven más torpes, la memoria más floja, la mente más débil. No
es esa vejez la que quiero, aunque hoy parece inevitable. Espero que algún día
podremos evitar todos esos deterioros, y así lo deseo, siempre y cuando
–salvedad crucial– no sea a costa de la igualdad de todos los humanos y de la
armonía de todos los vivientes.
No
bastará vivir muchos años si no vivimos humanamente. No
bastará con evitar la vejez en cuanto deterioro biológico, si no alcanzamos la
sabiduría espiritual, la sabiduría de la vida profunda. No bastará con
mantenernos jóvenes de cuerpo, si no llegamos a ser sabios de espíritu.
Pues bien, muchas
tradiciones han asimilado la vejez en cuanto ancianidad (acompañada de muchas
pérdidas) con esa sabiduría de la vida. Quiero reivindicar esa acepción del
término vejez, contra el frívolo y unilateral enaltecimiento de la juventud, la
glorificación de la salud y de la forma física, la exaltación de las facultades
corporales y mentales, la boga del reishi, la búsqueda del elixir de la eterna
juventud en farmacias, parafarmacias, herbolarios, droguerías, grandes
superficies, páginas web y tiendas online. No solo de juventud vive el ser
humano, sino de sabiduría. Cierto que la sabiduría no depende del número de
años, pero es más fácil encontrarla en los viejos que en los jóvenes, con
perdón de los jóvenes y sin contarme entre los sabios.
La
condición de la sabiduría es saber envejecer. Es decir: saber
que hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para intentar y
un tiempo para desistir, un tiempo para hablar y un tiempo para callar, un
tiempo para crecer y un tiempo para decrecer, un tiempo para liderar y un
tiempo para dejarse llevar.
Envejecer
es descubrir que todo ha valido la pena a pesar de todo, y que aceptarlo todo
aceptándose del todo es la única forma de transformarlo todo.
Envejecer es reconocer que la bondad es lo único que ha valido y que valdrá la
pena. Y llegar por fin a la paz consigo y con todo.
Envejecer
es darnos del todo, hasta morir, hasta nacer, hasta ser nuestro ser verdadero
en la Plenitud de lo que ES.