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Libia es un territorio fragmentado por
centenares de organizaciones armadas de todo cuño, sin liderazgos claros, y con
laceraciones de todo tipo, producidas por la invasión perpetrada por la OTAN en
2011; casi como una ironía ahora la antigua patria del Coronel Gadaffi, parece
tener la oportunidad de vengar de alguna manera tantas injurias. Es allí donde
la Unión Europea (UE) necesita de manera desesperada cerrar la fisura abierta
en el Mediterráneo central, por donde continúan filtrándose miles de refugiados
a partir de puertos libios. Ya no solo para su seguridad, sino por su propia
existencia como comunidad.
Todavía, a más de tres años del estallido
de la crisis de los refugiados, sin haber podido resolver las cuotas de acogida
con que cada una de las 27 naciones de la UE tendrá que cargar, el campanazo
del Brexit, y las amenazas de varios países de seguir a Londres, sumando a la
expectante situación electoral en Francia, esta marejada lleva a la
organización europea al punto del naufragio.
No pudiendo replicar en Libia, lo hecho
con Turquía, que más allá de las continuas rispideces y amenazas del presidente
Recep Erdogan, hace más de un año han logrado disminuir drásticamente el flujo
hacía Grecia desde las costas turcas.
Obturada aquella salida, Libia y sus
puertos se han convertido en la Meca de ciento de miles de refugiados que por
diferentes caminos intentan llegar al sur de Italia. Este peregrinaje de
desesperados se ha constituido en un monumental negocio entre traficantes de
personas, patrones de embarcaciones, ONGs occidentales y políticos de las dos
bandas del antiguo Mare Nostrum.
Solo con revisar las cifras de ahogados,
en el intento del cruce, dan la idea de la magnitud de la catástrofe
humanitaria y los cientos de miles que bregan por llegar a tierra europea. El
año pasado fueron cerca de 5 mil los ahogados, casi 2 mil en lo que va de este,
lo que llevan la cifra casi a 25 mil desde que se agravó la crisis hace cuatro
años. En Libia actualmente hay más de un millón de personas llegados desde
todos los rincones de África y Asía, intentado de alguna manera cruzar el
Mediterráneo.
Para contener esa marea humana, la UE
intentó establecer campos de acogida en Libia, pero el proyecto ha naufragado,
como parece estar destinado todo en esa región.
Son tres las rutas que utilizan los
traficantes para llevar a sus “clientes” a los puertos libios de Misrata,
Sirte, al-Juma, Benghazi y Zouara: la primera entra directamente desde Argelia,
y las otras dos desde Níger y Sudán, si o si, deben ingresar por Fezzan, la
región fronteriza con Egipto, Sudán, Chad, Níger y Argelia, donde justamente la
anarquía post Gadaffi es todavía más incierta y difícil de descodificar que en
el resto del país. A la multiplicidad de conflicto, hay que sumarle los que
pueden acarrear 5 mil kilómetros de frontera sin control alguno.
En la región de Fezzan operan bandas de
contrabandistas, traficantes de personas, armas y drogas, además de dos
milenarias tribus los Tuareg y los Tebus que ahora disputan la posesión de un
territorio extremadamente rico en hidrocarburos, donde las plantas de la
española Repsol y la italiana ENI acaban de ser tomadas.
A pesar de esta anarquía libia, la UE
persiste desesperada detrás de cualquier tipo de acuerdo, para tener un
interlocutor con tal como sucedió en Turquía, cerrar ese amenazante derrame de
desangelados.
A principio de esta semana en Roma,
alentados por la UE, cerca de 60 jefes de los clanes del sur libio,
aparentemente pactaron un acuerdo de paz para la región.
Al tiempo que alentados por Emiratos
Árabes Unido (EAU) Egipto y Rusia, junto al jefe de la Misión de Apoyo de
Naciones Unidas en Libia (UNSMIL), Martin Kobler, han organizado una cumbre en
Abu Dabi, entre los dos de los líderes más relevantes para occidente: el primer
ministro del Gobierno libio, Fayez Serraj, sin otro antecedente que haber sido
el elegido arbitrariamente por Naciones Unidas para ocupar algo así como una
presidencia con cabecera en Trípoli, que a más de un año de su instauración no
ha podido extender su influencia a más de un par de calles de la sede de
“gobierno”.
El otro personaje es mucho más oscuro y
controvertido, emergido de la guerra contra el coronel Gadaffi, el ex general
libio y agente de la CIA, Jalifa Haftar, comanda la fuerza militar más poderosa
del país conocida como el Ejército Nacional Libio (LNA) que respalda al
gobierno con sede en la ciudad de Tobruk.
Según trascendió las conversaciones
habrían avanzado positivamente. Incluso se ha mencionado que se podría llamar a
elecciones presidenciales y legislativas antes de marzo de 2018. Además dicho
acuerdo incluye la integración de las diferentes facciones armadas, bajo un
mando unificado a cargo de un fortuito “Consejo Presidencial”.
Otros puntos del documento, que todavía
los interesados no han firmado, refiere a la necesidad de generar un proceso de
reconciliación nacional, que los ciento de miles de desplazados internos puedan
volver a sus lugares de origen y encarar una lucha a fondo contra el
terrorismo. Un término bastante vacuo en Libia, ya que todas las facciones
involucradas tratan de tal a sus rivales.
El acuerdo entraría en funcionamiento
apenas Serraj y Haftar lo firmen aunque hasta ahora esa firma parece bastante
lejana. Más allá de las ilusiones de la UE por encontrar una figura con ciertos
visos de legalidad con quien acordar la cuestión refugiados, sería interesante
preguntarse cómo se homologaría este acuerdo con las cientos de bandas
fuertemente armadas, con proyectos propios, algunos más fundamentalistas, otros
simplemente anárquicos que han conseguido vivir del saqueo, el secuestro y la
extorsión. Poner en caja esta multitud de organizaciones significa agregar un
nuevo frente de conflicto armado a los muchos que ya existen en Libia.
Por lo que la perspectiva de un acuerdo
entre dos (Trípoli-Tobruk) de las tres (Benghazi) virtuales capitales del país,
es o bien ingenuo o mal intencionado. Generar un acuerdo con un gobierno títere
al modo de Afganistán o Irak, con quien negociar la cuestión de refugiados y
llegado el caso apoyar militarmente para barrer cualquier foco “terrorista”.
En ese improbable, sinuoso camino hacia la
reconciliación libia que intenta iniciar la UE, parecen olvidar de hacer jugar
a poderosos factores político y militares del país como la fuerza encabezada
por el ex primer ministro Jalifa Gwell, quien ha intentado un golpe contra
Serraj en Trípoli, que sigue acumulado el apoyo de diferentes bandas armadas
operativas en el oeste y la propia capital de Tripolitana.
Entre los grupos que apoyan a Gwell se
encuentra el grupo Sala de Operaciones de los Revolucionarios de Libia (SORL) y
la milicia vinculada al gran muftí del país, Sadek al-Ghariani, al que
acompañan grupos armados de la ciudad de Misrata y las brigadas de defensa de
Benghazi.
Al-Ghariani ha decretado una fatua de diez
años de yihad, contra el gobierno de Serraj, por lo que se hace poco probable
que puedan ser parte del posible acuerdo de Abu Dabi. Mientras que en Trípoli,
más allá del formal apoyo europeo, se vive de manera miserable con carencias de
todo tipo: casas inhabitables, cortes de energía eléctricas de hasta 18 horas,
sin agua corriente, alimentos escasos y una grado de inseguridad tan alarmante
que prácticamente no hay ninguna clase de actividad.
La mayoría de las escuelas están cerradas;
tanto niños como mujeres evitan salir a las calles por temor a ser
secuestrados. En los hospitales faltan insumos y los bancos apenas funcionan,
con escaso dinero y menos actividad comercial. Tanto disparos como explosiones
se escuchan de manera permanente en la ciudad sin que se sepa nunca que grupos
son los que se están enfrentado. Mientras que los señores de la guerra digitan
todo, acaparando los pocos recursos económicos que genera la antigua capital de
Libia.
El sur
también existe
Si como hemos visto la cuestión en el
norte del país y la codiciada franja costera no está para nada clara, mucho más
anárquica es hasta ahora el sur libio.
Fezzan, la región habitada por dos
antiguas y míticas tribus nómadas de guerreros y comerciantes los Tebu y los
Tuareg, está cruzada por la franja del Sahel, por donde hoy transitan diversos
movimientos integristas vinculados a al-Qaeda y al Daesh, como la última gran
formación wahabita, el Jamaat Nasr al Islam wa al Mouslimin, (Frente de Apoyo
al Islam y a los Musulmanes). La región cuenta con grandes yacimientos de
petróleo, al tiempo que con numerosos y ricos oasis.
Durante la última semana de abril, Hafter
ha bombardeado la prisión y la base militar de Tamanhit en la ciudad de Sebha,
provocando al menos cien muertos. Las tribus de Fezzan han resistido a los
embates de las fuerzas de Hafter, ayudados por milicias llegadas desde Trípoli
(pro ONU) y de la ciudad, cuasi independiente de Misrata, el principal puerto
comercial del país y la fuerza más fuertemente enfrentada a Hafter.
Este último ataque del ejército de Tobruk a la ciudad de Sebha fue con el propósito de fortalecer sus posiciones en la discusión que tendría apenas horas después con Serraj, aliado de Sabha.
Hafter y su armada controla cerca de la
mitad del país y mantiene abiertos otros dos frentes de guerra, uno en
Benghazi, segunda ciudad en importancia de Libia, y el otro contra la ciudad de
Derna, próxima a la frontera con Egipto, bastión clave de los fundamentalistas
wahabitas.
Una de las preguntas que flotan en el aire
sin que nadie conteste es qué se ha hecho de los miles de combatientes del
Daesh, que hace ya varios meses debieron abandonar su enclave en Sirte. Si
abrirán un nuevo frente o venderán sus servicios a algún señor de la guerra.
Una pregunta tan difícil de hacer como de contestar, y mucho menos de imaginar
para los burócratas de la Unión Europea.
Guadi Calvo es escritor y periodista
argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia
Central.