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Paco Xammar, un jesuita en La Floresta

Compartimos el testimonio de Ismael Moreno, S.J. sobre su compañero también jesuita Paco Xammar, quien ha tenido la extraordinaria tarea de abrir e insertar la misión de la Compañía de Jesús y de la iglesia entre diversos sectores no eclesiásticos y no creyentes.

Ismael Moreno Coto, sj

Del 9 al 25 de mayo de este año 2017 pasé unas extraordinarias y curiosas vacaciones con Paco Xammar en Tarragona. Con él visité varias ciudades mayoritariamente de Cataluña, pero también la ciudad de Murcia a seis horas en tren al sur de Tarragona, y la ciudad de Zaragoza hacia el sur oeste mientras uno se interna en la península, a una hora y media en un tren con una velocidad de 250 kilómetros por hora.

Paco Xammar es un jesuita de 83 años, con cerca de cinco décadas de vivir en La Floresta, un barrio popular que él mismo contribuyó a construir en la periferia de Tarragona para familias obreras y perseguidas por la dictadura de Franco. Tarragona es una antiquísima ciudad besada por el mar mediterráneo, con todas las huellas de haber sido una poderosa ciudad romana, construida antes de Cristo. En ella y en sus alrededores uno puede descubrir un coliseo y varias villas fortificadas, y por todos sus vericuetos sagrados y profanos, los nativos siguen contando con orgullo provinciano la leyenda que por sus calles y sus mares debió haber pasado San Pablo con su predicación cristiana a cuestas.

Paco Xammar es un jesuita que ha tenido la extraordinaria tarea de abrir e insertar la misión de la Compañía de Jesús y de la Iglesia entre diversos sectores no eclesiásticos y no creyentes, particularmente entre el mundo obrero, el académico, el de los refugiados y migrantes. A finales de la década de los sesenta participó en la fundación del movimiento de curas obreros en España, y a comienzos de la década de los ochentas, participó en l entusiasta decisión de fundar los Comités Óscar Romero, los cuales se extendieron a lo largo de la comunidad catalana y de otras provincias españolas, y luego se abrieron brecha en otros países europeos.

En esos aciagos años centroamericanos, Paco Xammar visitó Nicaragua en donde vivió por cuatro años, luego regresó a su pequeño piso en su barrio La Floresta, y desde entonces invita a diversas personas y grupos para establecer puentes entre Centroamérica y el rico y variado mundo, particularmente el popular, de Cataluña. El Barrio La Floresta ha recibido las visitas de Fernando y Rodolfo Cardenal, Sergio Ramírez, la comunidad del Arenal con Roberto Currie a la cabeza, Joe Mulligan, Jack Warner y su tropa del Teatro La Fragua, Don Pedro Casaldáliga, Pedro Trigo, Chema Tojeira, entre muchos otros.

Eso sí, los invitados quedan impactados por la implacable agenda de recorridos por los comités Óscar Romero, aulas universitarias, grupos de académicos, personajes políticos, centros sociales jesuitas y comunidades de migrantes. “Para exprimirlos les pago el billete”, dice Paco, con su humor a flor de piel. Yo fui invitado por primera vez por Paco Xammar en la primavera de 2010, unos meses después del golpe de Estado en Honduras, y con la visita en la primavera de este año puedo testificar que uno termina exhausto, con más dolor en los huesos que de costumbre, pero con vida y entusiasmo para compartir la experiencia.

Es curioso, Paco Xammar vive solo en su pequeño piso de La Floresta. Solo como jesuita. Pero su vida y su propio piso pasan la vida entera acompañados. Todo mundo saluda a Paco en la calle, todo mundo lo conoce. No lo saludan como a un extraño. Como un Padre extraño. Lo saludan como a uno más del barrio y de la ciudad. Paco está enterado de la vida de toda la población. Sabe de los que han llegado recientemente en la ola migratoria tanto de África como de América central, sabe quiénes están en el paro y quienes han conseguido trabajo. En los días que yo estuve, Paco andaba afanado por conseguir trabajo a una familia hondureña que tuvo que salir de emergencia para salvarse de una muerte ingrata, luego de que el resto de sus familiares había sido asesinado en una de las colonias de la zona metropolitana del Valle de Sula, en el norte hondureño.

Es curioso, Paco Xammar vive solo como jesuita, y tenía yo varias décadas de no haber vivido la experiencia profunda de una comunidad jesuita como la he tenido en estos pocos días que conviví con este hombre de arrugas y canas octagenarias y con andar, mirar, bromear, soñar y compromiso de una persona de treinta o cuarenta años. Paco vive solo desde hace muchos años, y expresa un cariño a la Compañía de Jesús como si viviera en una comunidad con todos los jesuitas del mundo. Eso sí, con una clara opción por la inserción y por el compromiso social con las poblaciones oprimidas y excluidas de la tierra.

Paco Xammar vive solo en La Floresta. Y en los días que compartí con él nunca escuché una palabra resentida, no sentí una expresión de amargura en sus reflexiones ni un reclamo egoísta a la Compañía de Jesús. Eso sí, una cosa es un reclamo resentido, y otra muy distinta es su firme crítica a una institucionalidad que se sostiene con frecuencia por costumbre o por tradición, y con alguna regularidad impide la apertura y compromiso a la auténtica misión en la periferia de la sociedad. Lamenta que los jóvenes jesuitas no se caractericen primordialmente por su compromiso con la misión de la Compañía desde la periferia. Y cuestiona de frente a la autoridad en la Compañía por arropar a los pocos jóvenes dentro de la institucionalidad, con el argumento de que son pocos y hay que cuidarlos. Y los condena a ser pobres jesuitas cargadores de piedras y tradiciones obsoletas, atrapados en un mundo que se cierra al mundo real por donde sopla el espíritu y en donde se hace sentir el paso de Dios por nuestra historia.

Acompañé a Paco Xammar a una visita a una comunidad jesuita clásica en el centro de Barcelona. Yo iba atento para ver su comportamiento. No despegué mi vista de su rostro ni distraje mi oído para saber escucharlo. Nada distinto, era el mismo Paco Xammar de La Floresta, alegre, platicador, interesado en la vida y trabajo de los demás, interesado en escuchar más que en contar sus aventuras y hazañas. Un jesuita más entre todos los jesuitas. Escuché luego a algunos de ellos, y pude descubrir el cariño y respeto que tienen a este jesuita que viviendo en la periferia de la sociedad no hace alarde de su compromiso. No hace sentir que es más, ni hace sentir que es menos que los otros jesuitas. Su vida es la de una persona común y corriente, con una vocación de jesuita que a sus 83 años conduce el mismo vetusto vehículo de los años ochenta y asume la austeridad del común de los mortales que tiene que sudar la gota gorda para ganarse su comida y pagar sus cuentas mensuales.

Hacía muchos años que no sentía esa alegre sensación de vivir mi vocación de jesuita con otro jesuita, en el caso de Paco, situado en la estricta periferia de este mundo, aun viviendo en el mal llamado primer mundo. Tan audaz para cuestionar al gobierno central de Madrid y lanzar al viento su propuesta por la independencia catalana como para preparar con diligencia una formidable comida para compartirla con sus compañeros en la angostura, casi extrema de su cocina.

Así lo hizo a mi regreso de Zaragoza. “Te prepararé comida especial”, me dijo con su mirada de niño travieso. Nos sentamos a la mesa, destapó la mejor botella de vino que vendría guardando de tiempos inmemoriables, sirvió la ensalada y el pan, y cuando correspondía lo fuerte de la comida, muy a lo lejos sentí el sabor a salmón en el plato fuerte que se había convertido en carbón por el olvido de Paco de haber apagado el horno en el momento oportuno.

Me ha entristecido la riqueza que pierde la Compañía de Jesús de no entregar jóvenes vocaciones para que sean acompañados por este jesuita de carta cabal y de andar siempre ligero. “Paco –le pregunté, como sin importarme, viendo para otro lado--, ¿si ocurriera un milagro y de pronto te convirtieras en un jovencito en el siglo veintiuno, qué decisión tomarías en tu vida?”. Paco elevó una sonrisa, y simulando el mismo descuido que yo simulé, miró para otro lado, y como queriendo decir cualquier tontería, me dijo: “Haría lo mismo. Volvería a entrar a la Compañía y me iría a abrir camino entre los refugiados y migrantes africanos y centroamericanos”.

Su espontánea respuesta me obligó a callar y a verme a mí mismo. Entonces pensé y me pregunté, y si yo tuviera ese mismo milagro, qué haría. No se lo dije, seguro que a Paco no le gustaría. Pero si volviera por un golpe de milagro a ser un joven, no sé, me gustaría encontrarme con un jesuita de 83 años, radical en su misión, austero en su manera de vivir, en plena apertura con el mundo no eclesiástico, especialmente el no creyente, que vive en su casa en un barrio popular en la periferia de una ciudad cualquiera del mundo, con su amplia y sana sonrisa, crítico inclaudicable del sistema productor de desigualdades y violencia, amoroso y crítico de la institucionalidad de la Compañía, solidario con gente de carne y hueso, comprometido hasta el tuétano con la transformación de la sociedad, con la fe puesta en el amor de Dios desde su preferencia en los pobres.


Cuánto desearía ser joven, incluso con todos los despistes, para ingresar en la Compañía de Jesús y querer ser hoy en esta azarosa década del siglo veintiuno como el jesuita catalán Paco Xammar.