José M. Castillo
S.
www.religiondigital.com
/ 04.05.17
Se sabe que, en
este momento, hay en España media docena de obispos investigados o imputados
por los tribunales de justicia. No es mi intención pronunciarme sobre la verdad
o falsedad de los hechos que investigan los jueces, fiscales y abogados, que
intervienen en cada uno de estos casos. Lo que pretendo es plantear, con este
motivo, una reflexión que me parece importante, no sólo para los encausados,
sino para los cristianos en general y los ciudadanos interesados en estos
asuntos.
Ante todo, es un
hecho, afirmado como dato de la fe de la Iglesia, que los obispos son “los
sucesores de los apóstoles”. Así consta desde el siglo primero hasta nuestros
días. Teniendo en cuenta que esta sucesión no es un simple hecho de validez
sacramental. Quiero decir, para que un obispo sea “sucesor de los apóstoles” no
basta el hecho de la “ordenación sacramental”. O sea, no basta que haya
recibido el rito o la ceremonia de su ordenación como obispo. Además de eso, se
necesita que el que ha sido ordenado en una ceremonia religiosa, transmita –
mediante sus enseñanzas y su forma de vida – la doctrina que nos enseñaron los
apóstoles de Jesús (Y. Congar, E. Molland, V. Fluchs, G. Bardy…).
Por eso, la
Iglesia, durante más de diez siglos, a los obispos (y clérigos en general) que
tenían comportamientos escandalosos, les quitaba todos sus poderes y
dignidades. Y les obligaba a vivir, el resto de su vida, como laicos (“laica
communione contentus”), ganándose la vida como se la gana todo el mundo:
ganándose un jornal para tener el pan de cada día (abundan estudios serios y
documentados sobre esto: C. Vogel, P. M. Seriski, E. Herman, P. Hinschius, F.
Kolber, K. Hofmann, J. M. Castillo…).
Pero hay algo más
importante, que normalmente no se tiene en cuenta. Según los evangelios, lo primero que Jesús les exigió a los
apóstoles no fue le “fe”, que creyeran en él, sino el “seguimiento”, que
vivieran con él y como él. La teología, por desgracia, no ha tenido
debidamente en cuenta este dato capital, a saber: que antes que las creencias, está la forma de vivir. Baste pensar que,
en los evangelios sinópticos, mientras que la fe se menciona 36 veces, del
seguimiento de Jesús se trata en 57 ocasiones.
No voy a hacer
aquí un estudio sobre el “seguimiento” de Jesús. Me limito a señalar que los
relatos de “seguimiento” destacan sobre todo esto: cuando Jesús llamaba a
alguien a seguirle, no presentaba ningún programa de vida, ningún objetivo,
ningún ideal. Sólo una llamada: “Sígueme”. Esto era todo (D. Bonhoeffer). Pero
esto exigía dejarlo todo: familia, bienes, casa, trabajo… El que era llamado,
perdía toda seguridad humana. ¿Por qué? ¿Para qué? Para ser libre de verdad. No
estar atado a nada. Ni a nadie. Aunque quienes eran llamados no tuvieran claro
lo de la fe, como queda patente en la cantidad de veces, que, según los
sinópticos, los que le seguían fueron reprendidos, tantas veces, por el mismo
Jesús, que les llamó “hombres de poca fe” (“oligo-pistoi”) o incluso les echó
en cara su incredulidad (“a-pistía”).
Con el paso del
tiempo, en la Iglesia se dio más importancia a la fe que al seguimiento, sin
duda por la influencia creciente que tuvo la teología de Pablo, que, no conoció
al Jesús histórico, ni menciona el seguimiento de Jesús. Pablo habla de la
“imitación”, pero es para que le imiten a él (1 Cor 4, 16; Fil 3, 17), haciendo
una vez referencia a Cristo (1 Cor 11, 1).
En cuanto a los
obispos, en lo que más se ha insistido ha sido en la “autoridad”, que, desde el
s. IX (con el papa Nicolás I), empezó a considerarse como “potestad”. Y que
pronto fue calificada como “sagrada”. Así, el clero centró su interés, más en
exigir sumisión a la fe, explicada por los propios clérigos, que en la libertad
que nace del seguimiento de Jesús. La Religión, con sus ritos y observancias,
le ganó (en importancia y presencia social) al Evangelio. Jesús fue objeto de
culto, devoción y arte. De la vida de la gente, de los ricos y de los pobres,
se encargaban los poderes públicos, con frecuencia en lucha, para ver quién
mandaba más, si el poder civil o el poder sagrado.
¿Nos sorprende o
nos escandaliza que haya obispos que se ven denunciados ante la Justicia? Yo no
soy quién para decir si son o no son culpables. Lo que se puede – y se debe –
decir es que en la Iglesia hay demasiada gente que la da más importancia a la
Religión que al Evangelio. Porque es más fácil ir a misa o decir “yo creo en la
fe que enseña la Iglesia”, que tomar en serio el seguimiento de Jesús. Quiero
decir: lo que nos da miedo y no soportamos es pensar que, si queremos ser
cristianos, tenemos que asumir, ante todo, el seguimiento de Jesús. Es decir,
el proyecto de vida que nos plantea el Evangelio. Si no empezamos por ahí, ¿qué
cristianismo es el nuestro?
Yo no quiero, ni
tengo por qué, enjuiciar a los obispos. Muchos de ellos son excelentes personas
y hombres ejemplares. Lo que me duele, y no puedo aceptar, es que la Iglesia
que tenemos y su teología le hayan dado más importancia a lo que más valora la
Religión: creencias, leyes, ritos y jerarquías. Mientras que la forma de vivir
y el proyecto de vida, que nos marcó Jesús, tal como consta en los evangelios,
no es precisamente ni lo determinante, ni lo que la gente ve y palpa en la vida
y en la presencia de la Iglesia.