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La escalada de
tensiones en la península coreana pone, objetivamente, al mundo al borde de una
catástrofe de incalculables proyecciones. Tal como muchos observadores lo han
repetido, Corea del Norte (nombre oficial: República Democrática Popular de
Corea) no es Libia, no es Irak, no es Afganistán y tampoco es Siria.
A diferencia de
estos cuatro países, Pyongyang tiene una capacidad de retaliación que ninguno
de aquellos jamás poseyó. Y, como lo recuerda periódicamente Noam Chomsky,
Estados Unidos sólo ataca a países indefensos, nunca a los que tienen capacidad
de respuesta militar. En estos días, a estas horas, un tremendo operativo naval
se está desplegando a escasos kilómetros del litoral norcoreano. Y la prensa
hegemónica internacional -en realidad, la prostituta favorita en el lupanar del
imperio, en donde se revuelca con los “intelectuales bienpensantes” y los
gobernantes y políticos coloniales- no ha dudado en satanizar y ridiculizar al
gobierno norcoreano y, por vía indirecta, humillar a su pueblo.
Sería conveniente,
por lo tanto, mirar con objetividad algunos datos y construir un retrato
alejado del maniqueísmo que ha hecho de Corea del Norte la encarnación misma
del mal y de Estados Unidos y sus aliados, dentro y fuera de la región, una
suerte de ángeles virtuosos sólo interesados en la democracia, la paz, la
justicia, la libertad y los derechos humanos. Dado que conocemos al imperio
desde sus entrañas, como decía Martí, sabemos que lo último es una escandalosa
patraña. Pero, ¿qué hay de Corea del Norte?
Para comenzar hay que reconocer que ese belicoso régimen de la península coreana no ha invadido ni amenazado ni agredido a país alguno desde que lograra, a sangre y fuego, su independencia con la derrota del Japón en la Segunda Guerra Mundial. Había estado bajo la feroz ocupación nipona desde los tiempos de la Guerra Ruso-Japonesa de 1905.
Pero tal como
ocurriera en Cuba en 1898, los norteamericanos se apoderaron de la victoria
coreana y avanzaron hacia el norte para derribar al gobierno revolucionario. Lo
que siguió fueron tres años de guerra contra un pueblo heroico que se había
desangrado, como Vietnam, en su lucha contra el opresor japonés. Y el país
quedó partido en dos. La historiografía oficial y la canalla mediática se han
preocupado por impedir los crímenes de guerra perpetrados por Washington y sus
aliados en esos años, y simultáneamente, presentar a Corea del Norte como un
desastre absoluto y a sus líderes, los anteriores como el actual, Kim Jong-Un,
como un psicópata descerebrado que le apasiona jugar con el modesto arsenal
nuclear que tiene su país.
Días atrás Mike Whitney, un estadounidense especializado en el análisis de la política internacional, publicó un excelente artículo en el periódico digital CounterPunch que arroja luz para entender en toda su complejidad los acontecimientos “en pleno desarrollo”, como dice nuestro Walter Martínez, en la península coreana.
En esa nota,
sugestivamente titulada “El problema es Washington, no Corea del Norte”,
Whitney recuerda que en los 64 años transcurridos desde la finalización de la
Guerra de Corea el gobierno de Estados Unidos hizo todo lo que estuvo a su
alcance para castigar y humillar a Corea del Norte. Provocó letales hambrunas;
le impidió a Pyongyang la llegada de capitales extranjeros y de acceder a
mercados externos y créditos internacionales que jamás les negó a regímenes
criminales como los de Pinochet, Videla, Stroessner, Somoza y otros de su
calaña; le impuso tremendas sanciones económicas y como si lo anterior fuera
poco instaló –con el consentimiento del gobierno cliente de Corea del Sur-
baterías de misiles y bases militares a lo largo de la frontera en el Paralelo
38.
Pese a estas
brutales presiones –infligidas, por supuesto, en nombre de la democracia y los
derechos humanos- Corea del Norte no sucumbió a la extorsión mafiosa de
Washington y no hay señales de que vaya a hacerlo ahora. En lugar de ello,
desarrolló un pequeño arsenal de armas nucleares como único disuasivo a un
eventual ataque de Estados Unidos y sus gendarmes regionales: Corea del Sur y
Japón.
Como asegura nuestro autor, si hay un país que necesita armas nucleares ese país es Corea del Norte. Y pone un ejemplo bien didáctico: ¿cómo reaccionaría la Casa Blanca si un gobierno enemigo desplegara portaviones y una flota de mar en las costas de California al paso que hiciera ejercicios militares conjuntos en la misma frontera mexicana con la anuencia del gobierno de ese país?
Como asegura nuestro autor, si hay un país que necesita armas nucleares ese país es Corea del Norte. Y pone un ejemplo bien didáctico: ¿cómo reaccionaría la Casa Blanca si un gobierno enemigo desplegara portaviones y una flota de mar en las costas de California al paso que hiciera ejercicios militares conjuntos en la misma frontera mexicana con la anuencia del gobierno de ese país?
Obviamente que los
estadounidenses se sentirían amenazados y tratarían de prevenir lo peor
haciendo gala de su poderío retaliatorio. Y precisamente eso es lo que está
ocurriendo. Y si Kim Jong-Un no corrió la misma suerte que Gadaffi y Saddam
Hussein es por dos razones: primero, porque su país no reposa sobre un mar de
petróleo y, segundo, porque tiene capacidad militar suficiente, aún después de
un ataque, “para reducir a cenizas a Seúl, Okinawa y Tokio”.
¿Suena exagerada
esta aseveración de Whitney? Leamos lo que dijera la semana pasada Max Baucus,
ex embajador de Estados Unidos en China durante la administración Obama.
Preocupado por el estilo de “macho duro” que quiere imponer Trump en las
relaciones internacionales, Baucus dijo estar seguro que “el Pentágono y el
Departamento de Estado y todos su asesores le han explicado al presidente que
un ataque misilístico iniciado por Estados Unidos tendría consecuencias
absolutamente desastrosas y cataclísmicas, y creo que Trump es lo
suficientemente inteligente como para no querer tal cosa.”
Pero, ¿no estará sobreactuando Pyongyang en relación a la amenaza que representa Estados Unidos? Eso es lo que dicen algunos de los voceros vergonzantes del imperio. En este sentido, un informe reciente titulado “Los estadounidenses se olvidaron de lo que hicieron en Corea del Norte”, permite colocar el asunto bajo una luminosa perspectiva.
En esa nota, que
me voy a permitir citar en extenso, se afirma que “durante la guerra de Corea,
EEUU arrojó más bombas en Corea del Norte de las que había arrojado en el
Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Esto incluía 32.000 toneladas de napalm
a menudo deliberadamente lanzada en contra de objetivos militares y civiles por
igual, devastando al país muy por encima de lo que hubiera sido necesario para
terminar la guerra.”
En este mismo informe
el periodista norteamericano Blaine Harden afirma que “a lo largo de esos tres
años exterminamos un 20 por ciento de la población norcoreana”, según lo
atestiguara el Jefe del Comando Aéreo Estratégico de EEUU, Curtis LeMay, un
criminal serial que redujo Tokio a cenizas cuando Japón estaba totalmente
derrotado.
Dean Rusk, que a
su vez fue Secretario de Estado del progresista John F. Kennedy y del
conservador texano Lyndon Johnson, dijo también con indisimulado y criminal
orgullo que “bombardeamos cada cosa que se movía en Corea del Norte y cada
ladrillo apilado sobre otro”. Una vez que no quedó nada en pie en ninguna
ciudad las valientes tropas de Estados Unidos “se dedicaron a bombardear
plantas hidroeléctricas y represas para el riego, a los efectos de inundar los
campos y destruir las cosechas”, provocando tremendas hambrunas. En enero del
1953, cuando las fuerzas de la resistencia coreana estaban diezmadas y los que
quedaban vivos exhaustos, los estadounidenses bombardearon durante dos días
ininterrumpidamente a Pyongyang...
Al final del
ataque quedaban en esa ciudad apenas unos 50.000 habitantes, de los 500.000 que
antes había.” El número de víctimas fatales durante la guerra superó los dos
millones de habitantes, sobre un total de unos diez millones. Si Corea del
Norte no sucumbió fue por la ayuda, principalmente alimentos, recibida de China
y la Unión Soviética mientras que los Estados Unidos convirtieron a ese país en
un páramo: sin comida, sin cosechas, sin electricidad, sin nada.
Mucho después, en una carta enviada al Washington Post, el ex presidente James Carter manifestó que “Pyongyang ha enviado consistentes mensajes a Washington indicando que está preparada para firmar un acuerdo que ponga fin a sus programas nucleares, sometiéndose a las inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica y también para firmar un Tratado de Paz que reemplace al precario “cese del fuego” transitorio que se estableció en 1953.
Mucho después, en una carta enviada al Washington Post, el ex presidente James Carter manifestó que “Pyongyang ha enviado consistentes mensajes a Washington indicando que está preparada para firmar un acuerdo que ponga fin a sus programas nucleares, sometiéndose a las inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica y también para firmar un Tratado de Paz que reemplace al precario “cese del fuego” transitorio que se estableció en 1953.
El problema es que
Estados Unidos no quiere negociar absolutamente nada con un régimen que si bien
no derrotó a las tropas americanas como ocurriera en Vietnam las obligó a un
vergonzoso repliegue y a firmar un armisticio. Es que la Roma americana, como decía
Martí, no negocia con nadie aunque la realidad es otra. Pero no lo hace con
países o pueblos considerados inferiores. Herederos del racismo xenófobo de
Hitler, los grupos dirigentes norteamericanos comparten el mismo desprecio
hacia las naciones del Tercer Mundo. Y esta misma arrogancia convierte a
Estados Unidos en un “estado canalla”, que viola sistemáticamente la legalidad
internacional. Por ejemplo, desoyendo el dictamen de la Corte Internacional de
Justicia en la demanda entablada por el gobierno de Nicaragua contra Estados
Unidos por el minado de los puertos nicaragüenses, la agresión militar a su
país a través de los contras y los atentados y sabotajes realizados en su
territorio.
La condena de la
Corte fue taxativa, obligando a Estados Unidos a indemnizar al país
centroamericano por todos los daños causados por su accionar. Washington
desconoció el dictamen y, en 1992, una vez derrotado en las urnas el
sandinismo, el gobierno títere de Violeta Barrios de Chamorro se hundió en los
cloacas de la historia al retirar su demanda ante la Corte y de ese modo
“perdonó” la deuda que Estados Unidos tenía para con su país.
La soberbia y la barbarie imperiales, al igual que su patología belicista, siguen siendo factores determinantes de la política exterior de Estados Unidos. Pero sus socios y laderos en Extremo Oriente, en su nerviosismo, le han transmitido un mensaje muy claro a Trump: un ataque a Corea del Norte provocaría una catástrofe de proporciones en Corea del Sur y Japón y las víctimas civiles, que seguramente se contarían por decenas de miles, superarían con creces a las militares.
Será tal vez por
eso que Trump sorprendió a propios y ajenos cuando hace unas pocas horas (esta
nota se escribe al anochecer del 1º de mayo de 2017) anunció en una entrevista
con la agencia de noticias Bloomberg que, “Si fuera apropiado reunirme con él
–se refiere a Kim Jong-Un- lo haría absolutamente. Me sentiría honrado de
hacerlo. Siempre y cuando ocurra bajo las circunstancias correctas. Pero lo
haría”.
Si se iniciaran
las negociaciones que Corea del Norte viene reclamando hace largo rato, las posibilidades
de evitar una tragedia termonuclear (cuyas consecuencias se sentirían en todo
el planeta y no sólo en el sudeste asiático) se incrementarían sensiblemente y
este planeta se convertiría en un lugar un poco más seguro para vivir.
Habrá que ver cómo
reaccionarán los “halcones” que pululan en Washington y los mercaderes de la
muerte del “complejo industrial-militar” ante la sorprendente declaración del
presidente de los Estados Unidos, y si este será fiel a sus dichos. Ojalá que
así sea.