Víctor M. Toledo
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Estremecido por la
devoción de quienes participaban, por la fuerza de sus plegarias y por
la profundidad de su mística, la mañana del 21 de marzo de 2001 fui testigo de
una ceremonia inusitada en la comunidad indígena tzeltal de Taquinhá, en el
norte de Chiapas. La sencillez de aquel acto, su pureza y sinceridad, me
parecieron de una enorme trascendencia espiritual, ecológica y política.
Promovida por los sacerdotes, seglares y promotores de la Misión de Bachajón,
una iniciativa de la Compañía de Jesús instaurada en 1958, la ceremonia reunió
a unos 40 participantes, la mayoría de ellos representantes y promotores de
varias comunidades tzeltales, algunos técnicos, dos agrónomos y tres sacerdotes
jesuitas. Arrodillados y formando un círculo en torno de un improvisado altar
que no era sino un recipiente con copal ardiendo (el incienso mesoamericano) y
cuatro pequeñas plántulas de pino (las cuatro esquinas del mundo), elevamos
plegarias dirigidas a lograr el perdón de la Madre Tierra.
Esta expresión de la
teología autóctona que la misión jesuita lleva a la práctica en unas 600
comunidades del noreste de Chiapas, en regiones vecinas a los caracoles neozapatistas,
no es sino un ejemplo más de los muchos que existen en México (Yucatán, Oaxaca,
Guerrero, Puebla, Tabasco) y a lo largo de la América Latina (Colombia, Brasil,
Nicaragua, Paraguay, Bolivia, Perú) y por los cuales una Iglesia diferente
realiza un diálogo intercultural y mantiene su fe en una tarea noble: el
rescate de los pobres y la restauración de la naturaleza, justo las dos
contradicciones o problemáticas supremas del mundo moderno.
Marginados,
excluidos y silenciados, los miembros de estas corrientes de la Iglesia católica
lograron resistir por décadas los embates del Vaticano. Fue sin duda Juan Pablo
II quien con mayor virulencia intentó exterminarlos, y sólo una combinación de
circunstancias logró evitar su expulsión o excomunión.
La encíclica
ecológica que el papa Francisco acaba de publicar se nutre e inspira en dos
fuentes primordiales. Una son estas corrientes eclesiales que trabajan con los
pueblos marginados, y cuya mayor voz teológica es sin duda Leonardo Boff, ex
sacerdote, intelectual, filósofo brasileño. Su gran obra Ecología: grito de
la Tierra, grito de los pobres, publicada en 1996, es una incandescencia
que iluminó para siempre la reflexión teológica del cristianismo contemporáneo.
Fundador de la
Teología de la Liberación, L. Boff fue procesado por sus ideas por la Santa
Sede, y en 1985 condenado a un año de silencio (suspensión a divinis) y
depuesto de todas sus funciones editoriales y académicas en el campo religioso.
Cansado de ser reprimido y silenciado, Boff renunció a su carácter sacerdotal
unos años después. Su obra está presente en la encíclica, a tal punto que
muchas frases parecen arrancadas de sus propios textos.
La segunda fuente es
histórica y se centra en la figura y el pensamiento de san Francisco de Asís
(1181-1226), personaje notable por sus afanes por conectar a Dios con el resto
del mundo natural. Francisco de Asís es una rareza en una Iglesia que se fue
acomodando al devenir de la política de cada época, incluyendo la moderna. Por
ello abrazó la idea de una naturaleza al servicio de lo humano, el capital y la
industria. A la naturaleza hay que analizarla hasta en sus últimos detalles
para subyugarla, explotarla y obtener sus riquezas (capital natural).
Ya hace medio siglo,
en un artículo que se considera clásico, el historiador estadunidense Lynn
White Jr. (Science, 155: 1203, 1967) encontró en la tradición
judeocristiana las raíces históricas de la crisis ecológica actual. Francisco
de Asís fue y sigue siendo la casi única inspiración para cambiar radicalmente
la posición de la Iglesia ante la debacle ambiental del planeta.
La nueva encíclica
es una joya del pensamiento, una lúcida defensa de los bienes comunes y un
llamado a asumir una conciencia planetaria. Leerla es sumergirse en las tesis
subversivas de la ecología política, porque enuncia con valentía lo que no se
habían atrevido a pronunciar los diplomáticos internacionales, los gobiernos
del mundo, la inmensa mayoría de los políticos, y aun los círculos acomodados y
reaccionarios de la ciencia.
El texto afirma que no se puede separar el dolor de los pobres y
explotados del dolor de la Tierra, que la crisis ecológica es consecuencia de
la mercantilización, la economía tecnocrática y el consumismo, y de la acción
depredadora de corporaciones y bancos, y en fin, que es
necesario detener el cambio climático de origen humano para evitar una
catástrofe global.
Por lo anterior, la
encíclica sitúa a la Iglesia a la vanguardia de las propuestas emancipadoras,
muy por delante de los proyectos imaginados desde el ambientalismo o ecologismo
clásicos, el marxismo, el nuevo socialismo (Venezuela), el anarquismo, el
indigenismo radical o el neozapatismo.
Pero sobre todo
logra sintonizarse de manera integral con las necesidades de la humanidad y de
su entorno planetario, y con la urgencia de las soluciones.
Por todo ello la
encíclica es un manifiesto revolucionario (mi
argumentación) que le da un giro a los fundamentos teológicos de la
Iglesia, recoge las tesis más avanzadas del pensamiento crítico y del
pensamiento complejo, identifica a los agentes de la depredación y la
explotación y ofrece una plataforma ideológica para la acción de los sectores
excluidos. Amén.