En la diplomacia, al
igual que en la guerra (“la diplomacia por otros medios”, según Clausewitz),
puede resultar útil distinguir los objetivos de las estrategias.
Los objetivos de EEUU en Oriente Medio están claros:
promover sus intereses y que los países de esa región sirvan a las necesidades
de los capitalistas estadounidenses, además de imponer una pax americana,
un orden regional estable sustentado bajo su dominio. Así ha venido siendo
incluso antes de que finalizara la II Guerra Mundial.
Hace muchos años que
EEUU quiso también sustituir a Gran Bretaña y Francia como potencia occidental
dominante en la región. Sin embargo, eso nunca constituyó entonces su principal
preocupación, debido en parte a que, con anterioridad a la II Guerra Mundial,
hacer causa común con Gran Bretaña y Francia contra Alemania era una prioridad
mucho mayor.
En cualquier caso,
el tema era irrelevante al acabar la II Guerra Mundial. Los imperios británico
y francés resistieron apenas poco tiempo más. Después de Suez (1956), ninguno
de los antiguos rivales de EEUU pudo ya pretender siquiera hacerse pasar por
fuerzas a las que había que tener en cuenta, pasando a convertirse en socios
menores de EEUU.
Tras la II Guerra
Mundial, la región se vio también envuelta en la Guerra Fría con la Unión
Soviética. Este hecho no cambió los objetivos fundamentales de EEUU pero afectó
a la forma en que se ejercía la diplomacia.
Por otra parte,
después de 1948, una vez establecido el Estado de Israel –y especialmente
después de 1967, cuando Israel aplastó a los ejércitos de Egipto y otros países
vecinos y se hizo con el control de la totalidad del Mandato de Palestina-, los
intereses israelíes se convirtieron también en los intereses estadounidenses.
Israel devino en el
quincuagésimo primer estado de EEUU gracias sobre todo a las exigencias de la
Guerra Fría y a que EEUU quería mantener acorralado al nacionalismo árabe. No
obstante, desde el mismo principio, las presiones del lobby de Israel fueron un
factor a tener en cuenta.
Las viejas razones
geopolíticas no pueden aplicarse ya o se han visto alteradas de forma que hace
difícil cualquier reconocimiento. Pero en los círculos políticos de Washington
sigue siendo un axioma que lo que es bueno para Israel es bueno para EEUU.
Sin embargo, en la
actualidad, es principalmente el poder que el lobby de Israel ejerce sobre el
Congreso el elemento de peso en esta incomprensible situación.
En los últimos años,
el lobby está cada vez más desesperado porque la opinión pública mundial e
incluso la estadounidense –también la estadounidense judía- se han vuelto en
contra del autoproclamado “estado-nación del pueblo judío”. Desde su punto de
vista, la situación sólo puede empeorar ahora que Israel tiene abiertamente un
gobierno racista y un primer ministro que, a diferencia de la inmensa mayoría
de los judíos estadounidenses, bien podría ser miembro de carnet del Partido
Republicano. También sienten escalofríos al ver cómo el Movimiento por el
Boicot, las Sanciones y la Desinversión se ha afianzado y está en alza.
Pero lo que cuenta
es el dinero. El pueblo estadounidense está despertando, la clase política del
país tardará todavía un tiempo en imitarlo.
Los propagandistas
de los medios y otros profesionales de las artes ocultas de la “diplomacia
pública” hacen cuanto pueden para esconder lo que por otra parte resulta tan
obvio, aunque también están muy claros qué objetivos no persigue EEUU: Extender
la democracia y mejorar la situación de los pueblos del Oriente Medio no es en
absoluto su objetivo. Y, de hecho, tampoco trata de mejorar las vidas del 99% o
más de los ciudadanos estadounidenses, aunque de los beneficios procedentes de
controlar el suministro mundial de petróleo pueda filtrarse algo.
Por parte de EEUU,
no se trata un caso de mala fe en aras de la malevolencia. Los sujetos que
determinan los intereses nacionales en las sociedades capitalistas no son
siempre malvados. Pero, en su mundo, lo que cuenta es el petróleo, las armas y
el dinero, no la gente, al menos no la gente que no es poderosa económicamente
ni tiene conexiones políticas.
* * *
Los objetivos de EEUU son claros; lo que no está claro es cómo
alcanzarlos. El establishment de nuestra política
exterior nunca ha sido hábil a la hora de desarrollar estrategias claras y
coherentes. Esto no constituye habitualmente un problema, aunque sí lo sería en
otros países; sin embargo, EEUU se las apaña muy bien a la hora de utilizar
sólo la fuerza.
Pero el músculo no
puede sustituir del todo, ni siempre, al cerebro. Incluso un país que anda a
zancadas de coloso por el mundo necesita alguna vez de un plan. EEUU tuvo una
estrategia coherente, más o menos, en los tiempos de la Guerra Fría. Entonces
había menos complicaciones para que los políticos lograran comprender las
cosas; por otra parte, las situaciones a las que se enfrentaban eran menos
fluidas de lo que han sido desde entonces. Aun así, aquellos tiempos fueron, en
cualquier caso, más peligrosos que los presentes gracias a la locura de la
suicida política nuclear.
En la era de la
Guerra Fría, los principios de la Realpolitik dominaban los círculos de
la política exterior y el cotarro lo dirigían, en su mayor parte, personas
capaces –aunque fueran del estilo del Dr. Strangelove -.
Eso se acabó. Quienes ahora tienen el control en la Guerra contra el Terror de
Bush-Obama (o como quiera que la administración Obama decida llamarla) son unos
ineptos y la situación les cae muy grande.
Y esa es la razón
que hace que EEUU vaya arrastrándose de crisis en crisis. No ha habido
coherencia alguna, al menos durante la década pasada, y sí muy poco orden y
concierto, si es que ha habido alguno. La última estrategia coherente, más o
menos, que EEUU desplegó fue la neoconservadora que se afianzó en los primeros
años de la administración Bush-Cheney. Y resultó un desastre.
La idea patente era
abandonar totalmente la Realpolitik y sustituirla con algo más apropiado
para “la luz del mundo”, para “la ciudad resplandeciente en lo alto de una
colina” de la que hablaban Jesucristo y Ronald Reagan. Los necon conjuraron
también el fantasma de Woodrow Wilson. Querían “conseguir un mundo seguro para
la democracia”. O eso decían. De hecho, la diplomacia wilsoniana adoptó un giro
extraño y fatal. Para ellos, aunque no lo admitan mucho, “seguridad para la
diplomacia” significaba “seguridad para que Israel haga lo que se le antoje con
los palestinos y sus vecinos”.
De todas formas,
nunca dejaron de hablar de “democracia” y del “excepcionalismo estadounidense”.
Quizá algunos de ellos incluso se creían lo que decían. Sin embargo, no está
claro qué pensaban acerca de la conexión entre promover la democracia y
subordinar la política exterior estadounidense a las necesidades percibidas de
un Estado etnocrático de colonos a medio mundo de distancia.
Quizá creían, como
algunos filósofos liberales, que las democracias no emprenden guerras contra
las democracias, y pensaban que los regímenes que querían instalar por todo el
Oriente Medio se identificarían bastante con la democracia Herrenvolk
[de la raza superior] de Israel para asegurar que todo fuera bien para su país
favorito y para EEUU.
Lo más probable es
que sus balbuceos sobre democracia, se dieran cuenta o no, sólo fueran una
cuestión de relaciones públicas; en cualquier caso, pronto se hizo evidente que
allí donde se celebraban elecciones libres y justas, los resultados no eran los
que los neocon querían que fuesen. Y resultó obvio, casi desde el
momento en que George Bush declaró aquello de “misión cumplida”, que el plan de
los neocon sobre Oriente Medio era imposible.
Es posible que el
hecho de tener una estrategia coherente esté sobrevalorado. Eso fue lo que los neocon
estuvieron farfullando durante un año o dos después de que entrara en vigor.
Sólo sobrevivió la retórica, como realidad bien distinta de la que habían
imaginado y aseverado.
Después, en años
recientes, se ha resucitado una semblanza de la visión del mundo que hizo que
EEUU invadiera Iraq en 2003: gracias a las “intervenciones humanitarias” de la
administración Obama. A partir de una premisa admirable aunque dudosa y más que
discutible, la “responsabilidad para proteger”, los imperialistas liberales de
Obama derivaron de alguna manera en conclusiones ostensiblemente imperialistas.
Esos neo-neocon
no tienen una visión global como la tenían los originales (y aún tienen), y no
son más que una panda de desvergonzados partidarios de ante todo Israel,
pero el efecto es muy similar. Si Obama no fuera un alma intrínsecamente
cautelosa, EEUU estaría liando aún mucho más los asuntos mundiales de lo que ya
hace.
Sin embargo, por
desgracia, Obama no es lo suficientemente cauto. Por tanto, EEUU marcha a
trompicones, al parecer sin rumbo fijo, de una crisis en otra. El único tema
constante es que casi todo lo que los diplomáticos estadounidenses y sus
homólogos en el Pentágono y en la comunidad de la inteligencia deciden hacer,
acaba empeorando las cosas, no sólo en cierto sentido ideal sino de forma tal
que los mismos políticos, si fueran honestos, tendrían que reconocer.
***
Eso no sería tan
terrible si George Bush no hubiera destrozado Iraq hace una década. También se
dedicó a complicar aún más las cosas en Afganistán. Sería justo decir que
habría destrozado también Afganistán si el país no estuviera ya roto, gracias,
en parte, a las maquinaciones estadounidenses de las eras de Carter y Reagan.
Tras el 11-S, los neocon
necesitaban una guerra para hacer que la gasolina fluyera hacia nuevos
desastres. Los ataques contra el Pentágono y el World Trade Center se planearon
y ejecutaron por saudíes y otros de al-Qaida, no por los afganos. Es verdad que
el gobierno talibán en Kabul ofreció un puerto seguro a los combatientes de
al-Qaida y que estos y los militantes talibanes tenían la misma forma de
pensar. Pero los afganos no estaban directamente implicados.
No importa. Bush y
Cheney se abalanzaron sobre la oportunidad, contando con que los serviles
medios de comunicación estadounidenses construirían un motivo para la guerra.
La idea era conseguir que los estadounidenses estuvieran en disposición de
invadir Iraq, de arremeter –en cualquier lugar- para vengarse. Esos serviles
medios hicieron cuanto se esperaba de ellos y más aún.
Se dice que la
venganza es un plato que debe servirse frío. Bush y Cheney y sus asesores eran
demasiado poco civilizados como para eso. Les gustaba más la venganza en
caliente.
Y así fue como
pusieron en marcha un proceso que sigue adelante hasta este mismo día, sin un
final real a la vista. Y según va desplegándose, las miserias que el pueblo
afgano sufre no parecen tampoco tener fin.
Pero el objetivo fue
siempre Iraq; y fue la guerra de Iraq de
Bush, más que su guerra en Afganistán, la que desgarró Oriente Medio. A
estas alturas, incluso los republicanos que reflexionan están de acuerdo en que
invadir Iraq fue un error. ¿Cómo no van a reconocerlo? El mundo que Bush
intervino continúa desmoronándose ante sus ojos, de forma tal que puede poner
verdaderamente en peligro a EEUU. Bush rompió Oriente Medio, pero rindió
cuentas por ello ni por sus muchos otros crímenes contra la paz, contra la
humanidad y contra la Constitución que juró cumplir. Ese tipo debería estar
tras las rejas, en cambio vive una vida cómoda y lujosa en Texas, aventurándose
a salir sólo para recoger los honorarios de orador ocasional que las corporaciones
y plutócratas reparten entre los expresidentes o, como en el caso de los
Clinton, entre las esposas de los expresidentes.
En cualquier caso,
la oportunidad de que su hermano Jeb se convierta en el próximo
comandante-en-jefe de EEUU propicia que esos honorarios sigan llegando.
Para hacer tanto
daño como hizo, Bush tuvo que basarse –sin pensar, por supuesto- en los dos
siglos de depredación británica, francesa y estadounidense.
Los acontecimientos
del 11-S, el pretexto para la guerra de Afganistán y también para la invasión
de Iraq –a pesar de la ausencia de vínculo alguno entre al-Qaida y el gobierno
o el pueblo iraquí-, fueron la respuesta a lo que EEUU había estado haciéndole
a la región durante décadas. Por eso, todos los presidentes estadounidenses,
incluso antes de Jimmy Carter, son culpables, sobre todo Bush padre y Bill
Clinton. Pero es Bush hijo quien debe responder por destrozar “la cuna de la
civilización”. Las consecuencias continúan arrasándolo todo.
Obama hizo campaña
para recomponer lo que Bush destrozó. En 2008 se le consideraba realmente el
candidato de la paz y todavía hay apologetas de Obama que siguen pensando lo
mismo de él. Puede que quisiera –o quiera- realmente corregir algo del daño que
su predecesor hizo. Pero ni él ni la gente que le rodea tienen ni idea de cómo
hacerlo.
Es bajo su mandato,
más aún que los años de Bush y Cheney, cuando el mundo ha tenido que pagar por
el hecho de que, aunque EEUU tiene un poder militar abrumador y la
determinación de utilizarlo en aras a sus objetivos, no tiene en absoluto
estrategia. Esto se vio claramente en 2011, cuando estalló la Primavera Árabe.
Ese año fue testigo
de las manifestaciones de indignación y poder popular por todo el Mundo árabe,
así como en Europa y las Américas. Fuera de Oriente Medio, nada fue como en
1968, pero el mundo no ha visto nada a una escala similar desde ese momento. En
EEUU, hubo manifestaciones masivas contra los esfuerzos de las legislaturas y
gobernantes republicanos para aplastar los sindicatos del sector público y
debilitar el ya frágil movimiento obrero. Y también surgió Ocupa Wall Street.
La diferencia con
1968 fue que en 2011 quedó claro que no había una izquierda de verdad. No había
por tanto un vehículo organizativo a través del cual canalizar la rabia para
conseguir un cambio constructivo.
Ahora es distinto,
al menos en Grecia y España y en algún lugar más donde la austeridad ha acabado
con todo. Pero, en aquel momento, no había nada. Las clases dominantes se
aprovecharon del vacío organizativo para colocar a políticos sumisos de
“centro-izquierda” a encabezar la marcha.
Y la administración
Obama dejó que el movimiento Ocupa Wall Street se consumiera, imponiendo
subrepticiamente sólo niveles moderados de represión, hasta el amargo final.
A corto plazo, la
constructiva energía desplegada por las fuerzas del movimiento se agotó o se
volcó en el circo electoral de 2012, donde, irónicamente, el objetivo era
volver a elegir a Barack Obama.
A la larga, la
maligna negligencia de la administración Obama respecto a las luchas de los
trabajadores de primeros de año fue al menos igual de debilitadora. También
acabó siendo contraproducente.
Los financieros
corporativos de los demócratas quieren sindicatos débiles, pero el Partido
Demócrata necesita de esos sindicatos para que le suministre los soldados de a
pie necesarios en tiempos de elecciones y para que aporten dinero para sus
candidatos.
Evidentemente, Obama
y los dirigentes del partido a nivel nacional decidieron que sería mejor para
ellos que prevalecieran los deseos de los financiadores corporativos. Se
equivocaban. La “paliza” que soportaron en las elecciones a medio mandato de
2014, al igual que la paliza de cuatro años antes, fue una de las consecuencias
más inmediatas.
Wisconsin, junto con
otros estados del medio oeste fuertemente sindicalizados, fue la zona cero del
ataque, financiado por los plutócratas, más reciente de los republicanos contra
la mano de obra organizada. El gobernador de Wisconsin, Scott Walker, uno de
los bufones más estrafalarios de las filas republicanas, se convirtió en una
figura nacional por la fuerza de sus argucias antisindicales. Si los demócratas
del estado hubieran dispuesto de algo más de ayuda por parte de Obama y el
partido a nivel nacional, seguramente le habrían mandado a freír espárragos en
las elecciones celebradas un año después o en las elecciones regulares de 2014.
En cambio, ahí lo tenemos ahora compitiendo por la nominación republicana para
la presidencia. Con los hermanos Koch y otros multimillonarios en pos de él,
sus posibilidades son tan buenas como las de cualquiera de sus rivales.
No hay duda de que
el equipo Obama y la gente al frente del Partido Demócrata decidieron, como
siempre, que los sindicatos tenían otras opciones y que reelegir a Obama en
2012 era prioritario sobre todo lo demás. Se equivocaban, pero equivocarse, en
sus círculos, es algo habitual. No hay ejemplo más elocuente que la forma en
que el Departamento de Estado de Clinton abordó la Primavera Árabe. Porque
hasta donde llega su responsabilidad, la torpeza exhibida ha sido suficiente
como para poner a Barack Obama en la misma liga que George Bush.
Obama y su secretaria de estado desestabilizaron lo que Bush no había
aún desestabilizado y destrozaron lo que el aventurerismo de Bush no había aún
destrozado.
Libia fue la primera
víctima. No se puede culpar más de eso a Bush y Cheney que a Bush padre o a
Bill Clinton por la guerra de Iraq de Bush hijo. Las consecuencias continúan
acumulándose. El ataque contra el consulado estadounidense –y puesto de
avanzada de la CIA- en Bengasi es lo de menos, a pesar de los esfuerzos de los
taimados republicanos para utilizar el incidente contra Hillary Clinton.
Los refugiados y los
solicitantes de asilo que tratan desesperadamente de escapar de Libia hacia los
centros de detención (esencialmente campos de concentración) europeos
proporcionan las pruebas más elocuentes de la ineptitud de Clinton –y de EEUU-.
Clinton –y por tanto
Obama- la lió también en Egipto. Ahora, como consecuencia, la dictadura militar
de Abdel Fatah el-Sisi ha impuesto un régimen aún más brutal y represivo sobre
el pueblo egipcio que el que derrocaron en los gloriosos días de la Primavera
Árabe.
En ausencia de una
estrategia coherente, el ejército estadounidense es quien en realidad está
orquestando las relaciones entre EEUU y Egipto. Las conexiones entre los dos
ejércitos tienen raíces profundas desde finales de la década de los setenta
cuando, bajo la égida de Jimmy Carter en Camp David, Menachem Begin y Anwar
Sadat firmaron unos acuerdos de paz que eliminaron eficazmente la posibilidad
de guerras futuras entre Israel y Egipto.
El precio que Egipto
exigió por esto fue su integración –junto con Israel, aunque en menor grado- en
el ámbito del Pentágono, y por tanto en los acogedores brazos de la “industria
de la defensa” estadounidense, en cuyos hangares y almacenes los generales
egipcios compran armas como si fueran niños malcriados en una tienda de
juguetes.
Esta situación
favorece los objetivos de EEUU, no por designio (no hay designio), sino por
azar. De manera muy similar a la forma en que las políticas estadounidenses se
regían respecto a las dictaduras latinoamericanas en función de las exigencias
de las relaciones militares y las necesidades de las industrias de armamento en
EEUU, igual ha sucedido, desde Camp David, con el ejército egipcio.
Una estabilidad
conseguida, momentáneamente, bajo la bota del ejército, pero los problemas
subyacentes que causan la inestabilidad siguen sin solucionarse. El día del
juicio final se deja para después. Todo llegará a su tiempo. Pero, como dice el
eslogan: “No hay paz sin justicia”.
Y la situación en
otras zonas de Oriente Medio no es mucho mejor. De hecho, es en Iraq y en Siria
donde la descerebrada torpeza de EEUU ha tenido hasta ahora los efectos más
desastrosos.
Republicanos
belicistas, como John McCain y Lindsey Graham, culpan a Obama por el auge del
Estado Islámico. Tienen razón. Aunque para ellos el problema es que el ejército
estadounidense no se ha implicado lo suficiente; piensan que nunca habría que
haber sacado a las tropas de combate de Iraq y creen que deberían volver ya.
Apenas merece la pena decir que la verdad es todo lo contrario.
En Iraq, en diversos
momentos de la guerra, las exhibiciones de fuerza bruta por parte de EEUU
mantuvieron a raya la inestabilidad aguda. Pero bien podría deberse a una ley
de la naturaleza: que EEUU está obligado a equivocarse y, a la larga, a
empeorarlo todo.
Las cosas están ya muy mal porque, en vez de corregir los errores de
Cheney, Obama se basó en ellos. Y, al andar a tientas de día en día sin
nada que se le parezca a una estrategia coherente, rompió gran parte de lo que
heredó que a duras penas estaba aún intacto. Si, como parece probable, Hillary
Clinton le sucede, cuenten con que la situación en Oriente Medio –y en casi
todas partes- será peor aún. Cuenten con que Oriente Medio va a desgarrarse de
una forma que apenas podemos ahora vagamente imaginar.
En caso de que
recaiga en ella, como parece probable, la dirección de futuras fases de la
guerra contra el terror –por ahora, de hecho, una guerra contra el mundo
históricamente musulmán-, su eslogan podría muy bien ser: “Aún os queda mucho
por ver”.
Andrew Levine es autor de “The American Ideology”
(Routledge) y “ Political
Key Words ” (Blackwell), así como de otros muchos libros y
artículos sobre filosofía política. Fue profesor investigador de
filosofía en el College Park, Universidad de Maryland.