Eduardo
Galeano
www.cpalsocial.ogr/180615
México,
noviembre 2012
No se asusten,
empezaré diciendo “seré breve”, pero esta vez es verdad. Y es verdad
porque yo estoy empeñado en una inútil campaña contra la “inflación palabraria”
en América Latina, que yo creo que es más jodida, más peligrosa que la
inflación monetaria, pero se cultiva con más frecuencia. Y porque además lo que
voy a hacer es leer para ustedes un mosaico de textos breves previamente
publicados en revistas, periódicos, libros.
Pero no reunidos
como ahora en una sola ocasión, reunidos en torno a una pregunta que me ocupa y
me preocupa como –estoy seguro– a todos ustedes, que es la pregunta siguiente: ¿los
derechos de los trabajadores son ahora un tema para arqueólogos? ¿Sólo para
arqueólogos? ¿Una memoria perdida de tiempos idos?
Este en un mosaico
armado con textos diversos que se refieren todos –sin querer queriendo, yendo y
viniendo entre el pasado y el presente– a esta pregunta más que nunca
actualizada: “Los derechos de los trabajadores”, ¿es un tema para
arqueólogos? Más que nunca actualizada en estos tiempos de crisis, en los que
más que nunca los derechos están siendo despedazados por el huracán feroz que
se lleva todo por delante, que castiga el trabajo y en cambio recompensa la
especulación, y está arrojando al tacho de la basura más de dos siglos de
conquistas obreras.
La tarántula universal
Ocurrió en Chicago
en 1886. El 1º de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras
ciudades, el diario Philadelphia Tribune diagnosticó: “El elemento laboral
ha sido picado por una especie de tarántula universal y se ha vuelto loco de
remate”. Locos de remate estaban los obreros que luchaban por la jornada de
trabajo de ocho horas y por el derecho a la organización sindical. Al año
siguiente, cuatro dirigentes obreros, acusados de asesinato, fueron
sentenciados sin pruebas en un juicio mamarracho. Se llamaban George Engel,
Adolph Fischer, Albert Parsons y Auguste Spies; marcharon a la horca
mientras el quinto condenado (Louis Lingg) se había volado la cabeza en su
celda.
Cada 1º de mayo el
mundo entero los recuerda.
Dicho sea de paso,
les cuento que estuve en Chicago hace unos siete u ocho años, y les pedí a mis
amigos que me llevaran al lugar donde todo esto había ocurrido, y no lo
conocían. Entonces me di cuenta de que en realidad esto, esta ceremonia
universal –la única fiesta de veras universal que existe–, en Estados Unidos no se celebraba; o sea, era en ese momento el
único país del mundo donde el 1 de mayo no era el Día de los Trabajadores.
En estos últimos
tiempos eso ha cambiado, recibí hace poco una carta muy jubilosa de estos
mismos amigos contándome que ahora había en ese lugar un monolito que recordaba
a estos héroes del sindicalismo, que las cosas habían cambiado y que se había
hecho una manifestación de cerca de un millón de personas en su memoria por
primera vez en la historia. Y la carta terminaba diciendo: “Ellos te saludan”.
Cada 1º de mayo el
mundo recuerda a esos mártires, y con el paso del tiempo las convenciones
internacionales, las constituciones y las leyes les han dado la razón. Sin
embargo, las empresas más exitosas siguen sin enterarse. Prohíben los
sindicatos obreros y miden las jornadas de trabajo con aquellos relojes
derretidos de Salvador Dalí.
Una enfermedad llamada “trabajo”
En 1714 murió
Bernardino Ramazzini. Él era un médico raro, un médico rarísimo, que empezaba
preguntando: “¿En qué trabaja usted?”. A nadie se le había ocurrido que
eso podía tener alguna importancia. Su experiencia le permitió escribir el
primer Tratado de Medicina del Trabajo, donde describió –una por una– las
enfermedades frecuentes en más de cincuenta oficios. Y comprobó que había pocas
esperanzas de curación para los obreros que comían hambre, sin sol y sin
descanso, en talleres cerrados, irrespirables y mugrientos.
Mientras Ramazzini
moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott. Siguiendo las huellas del
maestro italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte de los
obreros pobres. Y entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan breve
la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban desnudos por las
chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de limpieza respiraban mucho
hollín.
El hollín era su
verdugo.
Desechables
Más de 90 millones
de clientes acuden, cada semana, a las tiendas Walmart. Sus más de 900 mil
empleados tienen prohibida la afiliación a cualquier sindicato. Cuando a alguno
se le ocurre la idea, pasa a ser un desempleado más. La exitosa empresa niega
sin disimulo uno de los derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas:
la libertad de asociación. Y más, el fundador de Walmart, Sam Walton, recibió
en 1992 la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones de los
Estados Unidos.
Uno de cada cuatro
adultos norteamericanos y nueve de cada diez niños engullen en McDonald’s la
comida plástica que los engorda. Los trabajadores de McDonald’s son tan
desechables como la comida que sirven. Los pica la misma máquina. Tampoco ellos
tienen el derecho de sindicalizarse.
En Malasia, donde
los sindicatos obreros todavía existen y actúan, las empresas Intel, Motorola,
Texas Instruments y Hewlett-Packard lograron evitar esa molestia. El gobierno
de Malasia declaró libre de sindicatos el sector electrónico. Tampoco
tenían ninguna posibilidad de agremiarse las 190 obreras que murieron quemadas
vivas en Tailandia en 1993, en el galpón trancado por fuera donde fabricaban
los muñecos de Sesame Street, Bart Simpson, la familia Simpson y los Muppets.
En sus campañas
electorales del año 2000, los candidatos Bush y Gore coincidieron en la
necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo norteamericano de
relaciones laborales. ”Nuestro estilo de trabajo” –como ambos lo
llamaron– es el que está marcando el paso de la globalización que avanza con
botas de siete leguas y entra hasta en los más remotos rincones del planeta.
La tecnología,
que ha abolido las distancias, permite ahora que un obrero de Nike en Indonesia
tenga que trabajar 100 mil años para ganar lo que gana en un año un trabajador
de su empresa en los Estados Unidos. Es la continuación de la época colonial,
en una escala jamás conocida. Los pobres del mundo siguen cumpliendo su función
tradicional: proporcionan brazos baratos
y productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos, zapatos deportivos,
computadoras o instrumentos de alta tecnología, además de producir como antes
caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el mercado mundial.
Desde 1919 se han
firmado 183 convenios internacionales que regulan las relaciones de trabajo en
el mundo. Según la Organización Internacional del Trabajo, de esos 183 acuerdos
Francia ratificó 115, Noruega 106, Alemania 76 y los Estados Unidos… 14. El
país que encabeza el proceso de globalización sólo obedece sus propias órdenes.
Así garantiza suficiente impunidad a sus grandes corporaciones, lanzadas a la
cacería de mano de obra barata y a la conquista de territorios que las
industrias sucias pueden contaminar a su antojo.
Paradójicamente,
este país que no reconoce más ley que la ley del trabajo… no reconoce más ley
que la ley del trabajo fuera de la ley, es el que dice que ahora no habrá más
remedio que incluir cláusulas sociales y de protección ambiental en los
Acuerdos de Libre Comercio. ¿Qué sería de la realidad, no? ¿Qué sería de
ella sin la publicidad que la enmascara?
Estas cláusulas son
meros impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo al rubro “relaciones
públicas”, pero la sola mención de los derechos obreros pone los pelos de
punta a los más fervorosos partidarios, abogados, del salario de hambre, el
horario de goma y el despido libre.
Desde que Ernesto
Zedillo dejó la Presidencia de México, pasó a integrar los directorios de la Union Pacific Corporation y del
consorcio Procter & Gamble, que
opera en 140 países, y además encabeza una comisión de las Naciones Unidas y
difunde sus pensamientos en la revista Forbes. En idioma “tecnocratés”,
se indigna contra lo que llama ”la imposición de estándares homogéneos en
los nuevos acuerdos comerciales”; traducido, eso significa ”olvidemos de
una buena vez toda la legislación internacional que todavía protege más o
menos, menos que más, a los trabajadores”.
El presidente
jubilado cobra por predicar la esclavitud, pero el principal director ejecutivo
de General Electric lo dice más claro: ”Para competir hay que exprimir los
limones”, y no es necesario aclarar que él no trabaja de limón en el
reality show del mundo de nuestro tiempo. Ante las denuncias y las protestas,
las empresas se lavan las manos y “yo no fui, yo no fui”.
En la industria
posmoderna el trabajo ya no está concentrado, así es en todas partes, y no sólo
en la actividad privada. Los contratistas fabrican las tres cuartas partes de
los autos de Toyota; de cada cinco obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es
empleado de la empresa; de los 81 obreros de Petrobras muertos en accidentes de
trabajo a fines del siglo XX, 66 estaban al servicio de contratistas que no
cumplen las normas de seguridad.
A través de 300
empresas contratistas, China produce la mitad de todas las muñecas Barbie para
las niñas del mundo. En China sí hay sindicatos, pero obedecen a un Estado que
en nombre del socialismo se ocupa de la disciplina de la mano de obra. ”Nosotros
combatimos la agitación obrera y la inestabilidad social para asegurar un clima
favorable a los inversores”, explicó Bo Xilai, alto dirigente del Partido
Comunista Chino.
El poder económico
está más monopolizado que nunca, pero los países y las personas compiten en lo
que pueden, a ver quién ofrece más a cambio de menos, a ver quién trabaja el
doble a cambio de la mitad. A la vera del camino están quedando los restos de
las conquistas arrancadas por tantos años de dolor y de lucha.
Las plantas
maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que por algo se llaman sweatshops (”talleres del sudor”),
crecen a un ritmo mucho más acelerado que la industria en su conjunto. Ocho de
cada diez nuevos empleos en la Argentina están en negro, sin ninguna protección
legal; nueve de cada diez nuevos empleos en toda América Latina corresponden al
llamado ”sector informal”, un eufemismo para decir que los trabajadores
están librados a la buena de Dios. ¿La estabilidad laboral y los demás derechos
de los trabajadores serán de aquí a poco un tema para arqueólogos? ¿No más que
recuerdos de una especie extinguida?
En el mundo del
revés, la libertad oprime. La libertad del dinero exige trabajadores presos,
presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel de todas las cárceles. El
Dios del mercado amenaza y castiga, y bien lo sabe cualquier trabajador en
cualquier lugar. El miedo al desempleo que sirve a los empleadores para reducir
sus costos de mano de obra y multiplicar la productividad, eso hoy por hoy es
la fuente de angustia más universal de todas las angustias.
¿Quién está a salvo
del pánico, de ser arrojado a las largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién
no teme convertirse en un obstáculo interno, para decirlo con las palabras del
presidente de la Coca-Cola, que explicó el despido de miles de trabajadores
diciendo que “hemos eliminado los obstáculos internos”? Y en tren de
preguntas, la última: ante la globalización del dinero, que divide el mundo en
domadores y domados, ¿se podrá internacionalizar la lucha por la dignidad del
trabajo? Menudo desafío.
Un raro acto de cordura
En 1998, Francia
dictó la ley que a 35 horas semanales el horario de trabajo. Trabajar menos,
vivir más. Tomás Moro había soñado en su Utopía pero hubo que esperar cinco
siglos para que por fin una nación se atreviera a cometer semejante acto de
sentido común. Al fin y al cabo, ¿para qué sirven las máquinas si no es para
reducir el tiempo de trabajo y ampliar nuestros espacios de libertad? ¿Por qué
el progreso tecnológico tiene que regalarnos desempleo y angustia? Por una vez,
al menos, hubo un país que se atrevió a desafiar tanta sinrazón. Pero, pero…
poco duró la cordura. La ley de las 35 horas murió a los diez años.
Este inseguro mundo
Hoy, vale la pena
advertir que no hay en el mundo nada más inseguro que el trabajo. Cada vez son
más y más los trabajadores que despiertan cada día preguntando: “¿Cuántos
sobraremos, quién me comprará?”. Muchos pierden el trabajo, y muchos
pierden, trabajando, también la vida. Cada
15 segundos muere un obrero asesinado por eso que llaman “accidentes de
trabajo”.
La inseguridad
pública es el tema preferido de los políticos, que desatan la histeria
colectiva en cada elección. ”¡Peligro, peligro – proclaman – en cada esquina
acecha un ladrón, un violador, un asesino!”. Pero esos políticos jamás
denuncian que trabajar es peligroso. Y es peligroso cruzar la calle, porque cada 25 segundos muere un peatón asesinado
por eso que llaman “accidentes de tránsito”. Y es peligroso comer,
porque quien está a salvo del hambre puede sucumbir envenenado por la comida
química. Y es peligroso respirar, porque en las ciudades, en las grandes
ciudades, el aire es… el aire puro es como el silencio: un artículo de lujo. Y
también es peligroso nacer, porque cada 3 segundos muere un niño que no ha
llegado vivo a los cinco años de edad.
Una historia real
para acabar (se me fue la mano con las teorías), un par de cosas que tengan más
que ver con la realidad de carne y hueso, como la historia de Maruja.
El 30 de marzo, Día
del Servicio Doméstico, no viene mal contar la breve historia de una
trabajadora de uno de los oficios más ninguneados del mundo. Maruja no tenía
edad. De sus años de antes, nada decía; de sus años de después, nada esperaba.
No era linda ni fea ni más o menos, caminaba arrastrando los pies, empuñando el
plumero o la escoba o el cucharón. Despierta, hundía la cabeza entre los
hombros. Dormida, hundía la cabeza entre las rodillas. Cuando le hablaban,
miraba al suelo, como quien cuenta hormigas. Había trabajado en casas ajenas
desde que tenía memoria. Nunca había salido de la ciudad de Lima, nunca. Mucho
trajinó de casa en casa, y en ninguna se hallaba. Por fin, por fin, encontró un
lugar donde fue tratada como si fuera persona. A los pocos días, se fue. Se
estaba encariñando.
Desaparecidos
Agosto 30, Día de los Desaparecidos. Los muertos sin tumba, las tumbas sin nombre, las mujeres y los hombres que el terror tragó, los bebés que son o han sido botín de guerra, y también los bosques nativos, las estrellas en la noche de las ciudades, el aroma de las flores, el sabor de las frutas, las cartas escritas a mano, los viejos cafés donde había tiempo para perder el tiempo, el fútbol de la calle, el derecho a caminar, el derecho a respirar, los empleos seguros, las jubilaciones seguras, las casas sin rejas, las puertas sin cerradura, el sentido comunitario y el sentido común.
El origen del mundo
Hacía pocos años que había terminado la Guerra Española, y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos, un obrero anarquista recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda, con nadie se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba.
Por las noches, ante
los platos vacíos, soportaba sin decir nada los reproches de su esposa beata,
mujer de misa diaria, mientras el hijo, un niño pequeño, le recitaba el
catecismo. Mucho tiempo después, Josep Verdura, el hijo de aquel obrero maldito,
me lo contó. Me contó esta historia. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué
al exilio, me lo contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre
de la condenación eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones.
”Pero, papá –le preguntó Josep, llorando–, pero, papá… si Dios no existe,
¿quién hizo el mundo?”. Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo: “¡Tonto,
tonto! ¡Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles!”.—