Sergio
Ramírez
www.jornada.unam.mx/250615
La lista parece ser la de un grupo de ciudadanos
llamados a recibir diplomas de honor por servicios distinguidos a su comunidad:
está la directora de una biblioteca de barrio que espera por su jubilación tras
muchos años de servicio; una consejera de carrera para estudiantes
universitarios; una patóloga del lenguaje y entrenadora de un equipo de
atletismo, que adoraba la música góspel; un recién graduado en administración
de empresas, servicial y emprendedor, que se define en su cuenta de Instagram
como poeta, artista y empresario; un pastor que empezó a predicar a los 13 años
de edad y a los 18 ya tenía su iglesia. Y hay también otros de perfiles más
modestos, como la cantante de coro de 87 años, aficionada a las máquinas
tragamonedas y cuya ambición es conocer un día la torre Ellis de Chicago; o la
que hace trabajos de limpieza y presta servicios de sacristana voluntaria.
Todos ellos, nueve en total, eran negros y cayeron
bajo las balas del terrorista racial Dylann Roof, quien entró a la Iglesia
Episcopal Metodista Africana Emanuel de la ciudad de Charleston, en el sur de
Estados Unidos, armado de una pistola Glock calibre 45 y los atacó a mansalva
mientras participaban en su sesión de estudio de la Biblia. El joven
administrador de empresas, horas antes de ser abatido, había colocado en
Instagram un último mensaje con una foto y una cita de Jackie Robinson, el
legendario tercera base de los Dodgers, el primer negro en ser admitido en las Grandes
Ligas del beisbol: Una vida no es importante excepto por el impacto que tenga
en otras vidas.
Roof, que tiene 21 años, se la había pasado jugando
a la guerra interestelar en una consola Xbox en compañía de un amigo de su
edad, antes de dirigirse a la iglesia Emanuel. Entró, se sentó tranquilamente.
Fue recibido de manera amistosa, y permaneció allí por espacio de una hora. Un
video lo muestra conversando con sus víctimas, y se supone que aun rezó con
ellas antes de sacar la Glock y dispararles metódicamente, tomando la previsión
de dejar a una de las participantes viva para que saliera a divulgar su hazaña.
No te voy a matar... porque quiero que puedas contar lo que pasó, le dijo.
Luego huyó.
El alcalde de Charleston, Joseph P. Riley, llamó a este crimen un acto de pura maldad
concentrada; un acto que parecería fruto de la locura de un individuo
perverso, pero que refleja también la
cultura racista que unas veces de manera abierta, otras solapada, ha acompañado la existencia de Estados
Unidos a lo largo de su existencia, un fantasma incómodo y agresivo que
despierta siempre de tanto en tanto para enseñar sus garras sangrientas. Una
anomalía grave en una sociedad de solidez democrática.
Los negros se están apoderando del mundo, y alguien
tiene que hacer algo al respecto por la raza blanca, le había comentado Roof al
amigo con el que solía jugar Xbox, mientras bebían vodka. Y empeñado en acabar
con esa amenaza, utilizó el dinero del regalo de cumpleaños de su padre para
comprar en una armería de la esquina –que las hay por todos lados como si
fueran jugueterías– la pistola Glock con la que habría de consumar la masacre
purificadora, con la esperanza de llegar a desatar una guerra racial.
Qué extraño paisaje el de un país que elige a un
negro como presidente y así pareciera enterrar todo su pasado de intolerancia
racial, pero vuelve siempre a enseñar su lado oscuro, que parece atávico. La
bandera de los estados confederados del sur, que es también para muchos un
símbolo de la tradición esclavista, y de la segregación racial, siguió ondeando
en el capitolio de Carolina del Sur, y no fue arriada a media asta en memoria
de las víctimas de la masacre, como lo fueron las de la nación, y las del
propio estado. ¿Por qué? Alguien ha dicho que es un asunto de susceptibilidades.
La memoria oculta que se toca, estalla.
La mente de Roof vive entre fantasmas impenitentes,
y cree que la villanía es heroísmo. Había que actuar en defensa de la
superioridad racial blanca, y actuar quiere decir matar. Alguien tiene que
tener el coraje de hacerlo en la vida real, y supongo que ese debo ser yo, dice
en un manifiesto publicado en su blog bajo el emblemático título El último
rodesiano. No son ideas caídas del cielo o salidas de las bocas del infierno.
Ha mamado esa leche. Hay quienes las comparten con él, son el patrimonio de
muchos otros y están en el aire de la conciencia social en su vecindario.
El veinteañero Roof añora a Rodesia, añora el apartheid.
Su sueño es una república racial de blancos: ¿Qué tal si protegemos la raza
blanca y dejáramos de luchar por los judíos?, proclama. Piensa que la edad de
la caballería andante del Ku Klux Klan y de los skinheads se ha traslado
ahora al reino indolente de Internet, un racismo nada más cibernético, y se
lamenta de que los viejos luchadores que ahorcaban y quemaban negros, hayan
desaparecido.
Son los fantasmas que tienen que ser despertados de
su letargo, y por algún lado había que empezar. Una bibliotecaria, una
entrenadora de atletismo, el pastor que a los 13 años ya predicaba. El muchacho
que admiraba a Jackie Robinson, la afanadora que en sus ratos libres era
sacristana voluntaria de la iglesia Emanuel.
Por un asunto que parece ser también de
susceptibilidades, no muchos se atreven a calificar esta masacre como un crimen
terrorista, equiparable a las decapitaciones de los yihadistas. Pero ya es algo
que se le considera como un crimen de odio, aquel que está motivado, en su
totalidad o en parte, por el prejuicio o la animosidad de su autor contra la
raza, religión, origen o discapacidad de la víctima.
La maldad en estado puro.
Ciudad de México, junio 2015