La Carta Magna de la ecología integral:
grito de la Tierra / grito de los pobres
Leonardo
Boff
www.servicioskoinonia.org/190615
Antes de hacer
cualquier comentario vale la pena resaltar algunas singularidades de la
encíclica Laudato sí' del Papa Francisco.
Es la primera vez
que un Papa aborda el tema de la ecología en el sentido de una ecología
integral (por lo tanto que va más allá de la ambiental) de forma tan
completa. Gran sorpresa: elabora el tema dentro del nuevo paradigma ecológico,
cosa que ningún documento oficial de la ONU ha hecho hasta hoy.
Fundamenta su
discurso con los datos más seguros de las ciencias de la vida y de la Tierra.
Lee los datos afectivamente (con inteligencia sensible o cordial), pues
discierne que detrás de ellos se esconden dramas humanos y mucho sufrimiento
también por parte de la madre Tierra.
La situación actual
es grave, pero el Papa Francisco siempre encuentra razones para la esperanza y
para confiar en que el ser humano puede encontrar soluciones viables. Enlaza
con los Papas que le precedieron, Juan Pablo II y Benedicto XVI, citándolos con
frecuencia.
Y algo absolutamente
nuevo: su texto se inscribe dentro de la
colegialidad, pues valora las contribuciones de decenas de conferencias
episcopales del mundo entero, desde la de Estados Unidos a la de Alemania, la
de Brasil, la de la Patagonia-Comahue, la del Paraguay. Acoge las
contribuciones de otros pensadores, como los católicos Pierre Teilhard de
Chardin, Romano Guardini, Dante Alighieri, su maestro argentino Juan Carlos
Scannone, el protestante Paul Ricoeur y el musulmán sufí Ali Al-Khawwas.
Los destinatarios
somos todos los seres humanos, pues todos somos habitantes de la misma casa
común (palabra muy usada por el Papa) y sufrimos las mismas amenazas.
El Papa Francisco no
escribe en calidad de maestro y doctor de la fe sino como un pastor celoso que
cuida de la casa común y de todos los seres, no sólo de los humanos, que
habitan en ella.
Un elemento merece
ser destacado, pues revela la forma mentis (la manera de organizar su
pensamiento) del Papa Francisco. Este es tributario de la experiencia pastoral
y teológica de las iglesias latinoamericanas que a la luz de los documentos del
episcopado latinoamericano (CELAM) de Medellín (1968), de Puebla (1979) y de
Aparecida (2007) hicieron una opción por los pobres contra la pobreza y a favor
de la liberación.
El texto y el tono
de la encíclica son típicos del Papa Francisco y de la cultura ecológica que ha
acumulado, pero me doy cuenta de que también muchas expresiones y modos de
hablar remiten a lo que viene siendo pensado y escrito principalmente en
América Latina. Los temas de la «casa común», de la «madre Tierra», del «grito
de la Tierra y del grito de los pobres», del «cuidado», de la «interdependencia
entre todos los seres», de los «pobres y vulnerables», del «cambio de
paradigma», del «ser humano como Tierra» que siente, piensa, ama y venera, de
la «ecología integral» entre otros, son recurrentes entre nosotros.
La estructura de la
encíclica obedece al ritual metodológico usado por nuestras iglesias y por la
reflexión teológica ligada a la práctica de liberación, ahora asumida y
consagrada por el Papa: ver, juzgar, actuar y celebrar.
Comienza revelando
su principal fuente de inspiración: San Francisco de Asís, al que llama
«ejemplo por excelencia de cuidado y de una ecología integral, y que mostró una
atención especial por los más pobres y abandonados» (nº 10 y 66).
Y entonces empieza
con el ver: «Lo que le está pasando a nuestra casa» (17-61). Afirma el Papa:
«basta mirar la realidad con sinceridad para ver que hay un gran deterioro de
nuestra casa común» (61). En esta parte incorpora los datos más consistentes
referentes a los cambios climáticos (20-22), la cuestión del agua (27-31), la
erosión de la biodiversidad (32-42), el deterioro de la calidad de la vida
humana y la degradación de la vida social (43-47), denuncia la alta tasa de
iniquidad planetaria, que afecta a todos los ámbitos de la vida (48-52), siendo
los pobres las principales víctimas (48).
En esta parte hay
una frase que nos remite a la reflexión hecha en América Latina: «Pero hoy no
podemos dejar de reconocer que un verdadero planteo ecológico se convierte
siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las
discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el grito de la Tierra
como el grito de los pobres» (49). Después añade: «el gemido de la hermana Tierra se une al gemido de los abandonados del
mundo» (53). Esto es absolutamente coherente, pues al principio ha dicho que
«nosotros somos Tierra» (2; cf. Gn 2,7), muy en la línea del gran cantor y
poeta indígena argentino Atahualpa Yupanqui: «el ser humano es Tierra que
camina, que siente, que piensa y que ama».
Condena la propuesta
de internacionalización de la Amazonia que «solamente serviría a los intereses
económicos de las multinacionales» (38). Hace una afirmación de gran vigor
ético: «es gravísima iniquidad obtener
importantes beneficios haciendo pagar al resto de la humanidad, presente y
futura, los altísimos costos de la degradación ambiental» (36).
Con tristeza
reconoce: «nunca habíamos maltratado y lastimado a nuestra casa común como en
los dos últimos siglos» (53). Frente a esta ofensiva humana contra la madre
Tierra que muchos científicos han denunciado como la inauguración de una nueva
era geológica –el antropoceno– lamenta la debilidad de los poderes de este
mundo que, engañados, «piensan que todo puede continuar como está» como
coartada para «mantener sus hábitos autodestructivos» (59) con «un comportamiento
que parece suicida» (55).
Prudente, reconoce
la diversidad de opiniones (nn.60-61) y que «no hay una única vía de solución»
(60). Así y todo «es cierto que el sistema mundial es insostenible desde
diversos puntos de vista porque hemos dejado de pensar en los fines de la
acción humana» (61) y nos perdemos en la construcción de medios destinados a la
acumulación ilimitada a costa de la injusticia ecológica (degradación de los
ecosistemas) y de la injusticia social (empobrecimiento de las poblaciones). La
humanidad simplemente «ha defraudado las expectativas divinas» (61).
El desafío urgente,
entonces, consiste en «proteger nuestra casa común» (13); y para eso
necesitamos, citando al Papa Juan Pablo II: «una conversión ecológica global»
(5); «una cultura del cuidado que impregne toda la sociedad» (231).
Realizada la
dimensión del ver, se impone ahora la dimensión del juzgar. Juzgar que es
planteado en dos vertientes, una científica y otra teológica.
Veamos la científica.
La encíclica dedica todo el tercer capítulo al análisis «de la raíz humana de
la crisis ecológica» (101-136). Aquí el Papa se propone analizar la
tecnociencia sin prejuicios, acogiendo lo que ha traído de «cosas realmente
valiosas para mejorar la calidad de vida del ser humano» (103). Pero este no es
el problema, sino que se independizó, sometió a la economía, a la política y a
la naturaleza en vista de la acumulación de bienes materiales (cf. 109). La
tecnociencia parte de una suposición equivocada que es la «disponibilidad
infinita de los bienes del planeta» (106), cuando sabemos que ya hemos tocado
los límites físicos de la Tierra y que gran parte de los bienes y servicios no
son renovables. La tecnociencia se ha vuelto tecnocracia, una verdadera
dictadura con su lógica férrea de dominio sobre todo y sobre todos (108).
La gran ilusión, hoy
dominante, reside en creer que con la tecnociencia se pueden resolver todos los
problemas ecológicos. Esta es una idea engañosa porque «implica aislar las
cosas que están siempre conectadas» (111). En realidad, «todo está relacionado»
(117) «todo está en relación» (120), una afirmación que recorre todo el texto
de la encíclica como un ritornelo, pues es un concepto-clave del nuevo
paradigma contemporáneo. El gran límite de la tecnocracia está en el hecho de
«fragmentar los saberes y perder el sentido de totalidad» (110). Lo peor es «no
reconocer el valor propio de cada ser e incluso negar un valor peculiar al ser
humano» (n.118).
El valor intrínseco
de cada ser, por minúsculo que sea, está destacado de manera permanente en la
encíclica (69), como lo hace la Carta de la Tierra. Negando ese valor
intrínseco estamos impidiendo que «cada ser comunique su mensaje y dé gloria a
Dios» (33).
La mayor desviación
producida por la tecnocracia es el antropocentrismo. Este supone ilusoriamente
que las cosas solo tienen valor en la medida en que se ordenan al uso humano,
olvidando que su existencia vale por sí misma (33). Si es verdad que todo está
en relación, entonces «nosotros los seres humanos estamos juntos como hermanos
y hermanas y nos unimos con tierno cariño al hermano sol, a la hermana luna, al
hermano río y a la madre Tierra» (92). ¿Cómo podemos pretender dominarlos y
verlos bajo la óptica estrecha de la dominación?
Todas las «virtudes
ecológicas» (88) se pierden por la voluntad de poder como dominación de los
otros y de la naturaleza. Vivimos una angustiante «pérdida del sentido de la
vida y del deseo de vivir juntos» (110). Cita algunas veces al teólogo
ítalo-alemán Romano Guardini (1885-1968), uno de los más leídos a mediados del
siglo pasado, que escribió un libro crítico contra las pretensiones de la
modernidad (105 nota 83: Das Ende der Neuzeit, El ocaso de la Edad Moderna,
1958).
La otra vertiente
del juzgar es de corte teológico. La encíclica reserva un buen espacio
al «Evangelio de la Creación» (62-100). Parte justificando el aporte de las
religiones y del cristianismo, pues siendo la crisis global, cada instancia
debe, con su capital religioso, contribuir al cuidado de la Tierra (62). No insiste
en las doctrinas sino en la sabiduría presente en los distintos caminos
espirituales. El cristianismo prefiere hablar de creación en vez de naturaleza,
pues la «creación tiene que ver con un proyecto de amor de Dios» (76). Cita,
más de una vez, un bello texto del libro de la Sabiduría (11,24) donde aparece
claro que «la creación pertenece al orden del amor» (77) y que Dios es “el
Señor amante de la vida” (Sab 11,26).
El texto se abre a
una visión evolucionista del universo sin usar esa palabra, hace un
circunloquio al referirse al universo «compuesto por sistemas abiertos que
entran en comunión unos con otros» (79). Utiliza los principales textos que
ligan a Cristo encarnado y resucitado con el mundo y con todo el universo,
haciendo sagrada la materia y toda la Tierra (83). Y en este contexto cita a
Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955; nº 83 nota 53) como precursor de esta
visión cósmica.
El hecho de que
Dios-Trinidad sea relación de divinas Personas tiene como consecuencia que
todas las cosas en relación sean resonancias de la Trinidad divina (240).
Citando al Patriarca
Ecuménico de la Iglesia ortodoxa, Bartolomeo «reconoce que los pecados contra
la creación son pecados contra Dios» (7). De aquí la urgencia de una conversión
ecológica colectiva que rehaga la armonía perdida.
La encíclica
concluye esta parte acertadamente: «el análisis mostró la necesidad de un
cambio de rumbo… debemos salir de la
espiral de autodestrucción en la que nos estamos hundiendo» (163). No se
trata de una reforma, sino, citando la Carta de la Tierra, de buscar «un nuevo
comienzo» (207). La interdependencia de todos con todos nos lleva a pensar «en
un solo mundo con un proyecto común» (164).
Ya que la realidad
presenta múltiples aspectos, todos íntimamente relacionados, el Papa Francisco propone una ecología integral
que va más allá de la ecología ambiental a la que estamos acostumbrados (137).
Ella cubre todos los campos, el ambiental, el económico, el social, el cultural
y también la vida cotidiana (147-148). Nunca olvida a los pobres que
testimonian también su forma de ecología humana y social viviendo lazos de
pertenencia y de solidaridad de los unos con los otros (149).
El tercer paso
metodológico es el actuar. En esta parte, la encíclica se atiene a los
grandes temas de la política internacional, nacional y local (164-181). Subraya
la interdependencia de lo social y de lo educacional con lo ecológico y
constata lamentablemente las dificultades que trae el predominio de la
tecnocracia, dificultando los cambios que refrenen la voracidad de acumulación
y de consumo, y que puedan inaugurar lo nuevo (141). Retoma el tema de la
economía y de la política que deben servir al bien común y a crear condiciones
para una plenitud humana posible (189-198). Vuelve a insistir en el diálogo
entre la ciencia y la religión, como viene siendo sugerido por el gran biólogo
Edward O. Wilson (cf. el libro La creación: cómo salvar la vida en la Tierra,
2008). Todas las religiones «deben buscar el cuidado de la naturaleza y la
defensa de los pobres» (201).
Todavía en el
aspecto del actuar desafía a la educación en el sentido de crear una
«ciudadanía ecológica» (211) y un nuevo estilo de vida, asentado sobre el
cuidado, la compasión, la sobriedad compartida, la alianza entre la humanidad y
el ambiente, pues ambos están umbilicalmente ligados, la corresponsabilidad por
todo lo que existe y vive y por nuestro destino común (203-208).
Finalmente, el
momento de celebrar. La celebración se realiza en un contexto de
«conversión ecológica» (216) que implica una «espiritualidad ecológica» (216).
Esta se deriva no tanto de las doctrinas teológicas sino de las motivaciones
que la fe suscita para cuidar de la casa común y «alimentar una pasión por el
cuidado del mundo» (216). Tal vivencia es antes una mística que moviliza a las
personas a vivir el equilibrio ecológico, «el interior consigo mismo, el
solidario con los otros, el natural con todos los seres vivos y el espiritual
con Dios» (210). Ahí aparece como verdadero que «lo menos es más» y que podemos
ser felices con poco.
En el sentido de la
celebración «el mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio
gozoso que contemplamos con jubilosa alabanza» (12).
El espíritu tierno y
fraterno de San Francisco de Asís atraviesa todo el texto de la encíclica Laudato
sí'. La situación actual no significa una tragedia anunciada, sino un
desafío para que cuidemos de la casa común y unos de otros. Hay en el texto
levedad, poesía y alegría en el Espíritu e indestructible esperanza en que si
grande es la amenaza, mayor aún es la oportunidad de solución de nuestros
problemas ecológicos.
Termina poéticamente
“Más allá del sol”, con estas palabras: «Caminemos cantando. Que nuestras
luchas y nuestra preocupación por este planeta no nos quiten la alegría de la
esperanza» (244).
Me gustaría acabar
con las palabras finales de la Carta de la Tierra que el mismo Papa cita (207):
«Que nuestro tiempo se recuerde por despertar a una nueva reverencia ante la
vida, por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad, por acelerar la
lucha por la justicia y la paz, y por la alegre celebración de la vida».