José M. Castillo
S.
www.religiondigital.com / 230717
Si nos limitamos a
explicar el significado lingüístico de estos términos, tropezamos en seguida
con una dificultad inesperada: resulta casi imposible encontrar, en un
diccionario, la definición adecuada que corresponda a las conductas y al hecho
social de la “corrupción”, tal como todo el mundo habla de ella. Y tal como la
estamos viviendo. Las ciencias sociales llegan, casi siempre, con retraso.
Primero se producen los hechos. Luego, cuando esos hechos se analizan, se les
encuentra la adecuada definición. Es lo que está sucediendo ahora.
En efecto, en las
últimas décadas, se ha generalizado el fenómeno social de la corrupción, que
preocupa, indigna e irrita cada día más y más a la mayoría de los ciudadanos.
No es posible, como es lógico, analizar (aquí y a fondo) este asunto tan grave
y de tan graves consecuencias. Sobre todo, si pensamos que se trata de un
estado de cosas en el que entran en jugo la política, la economía, el derecho,
la moral, la religión, la educación y tantos otros factores, imposibles de
analizar y desentrañar hasta el fondo.
Por eso, en esta breve reflexión, me limitaré a destacar un hecho que, según creo, es capital para que nos demos cuenta de lo que realmente está pasando. Me explico.
Por supuesto, que
hay corrupción porque hay corruptos. Pero, con decir eso, nos quedamos a medio
camino. Porque la corrupción no es solamente la suma de los corruptos, tal como
se suele entender el calificativo de “corrupto”. Tenemos tanta corrupción
porque tenemos unas instituciones sociales (derecho, economía, política,
educación, religión…) que no están ni pensadas, ni preparadas, para remediar (y
menos, evitar) un fenómeno como el que estamos sufriendo.
Pero no sólo esto.
Lo más grave, que está ocurriendo, es que nos quejamos de los gobernantes
corruptos, pero el hecho es que la mayoría de los ciudadanos los siguen votando.
Con lo que, sin darnos cuenta, lo que la mayoría estamos diciendo es: “siga Vd
robando, que yo le seguiré votando”. Lo cual quiere decir que, en el fondo, corruptos somos todos. Unos,
por acción; otros, por permisión, y casi todos, por omisión.
Concluyo: desde el
momento en que el propio interés y la propia ganancia es el valor dominante en
la sociedad, se hace inevitable que se haya generalizado el criterio según el
cual, aquí el que “no se aprovecha”, es que es tonto. Así, ¿qué podemos esperar?