Beatriz Lecumberri
www.proceso.com.mx / 300717
Diez años de bloqueo israelí,
tres guerras, autoridades ajenas a sus problemas y una absoluta falta de
perspectivas llena de desaliento a los jóvenes de la franja de Gaza. Atrapados
por el cerco israelí –con la electricidad acotada, sin posibilidades de trabajo
ni de diversión–, la mayoría sólo tiene una opción: huir.
“Soñar me hace aún más desgraciada”. A los 19 años y cuando se es una
estudiante brillante que cuenta con el apoyo financiero y moral de sus padres,
la frase parece un sinsentido.
Farah
Baker la pronuncia con voz dulce pero tono severo y se queda triste,
silenciosa, con la mirada perdida en la taza de café árabe hirviendo que acaban
de servirle en el café de moda entre los jóvenes de Gaza.
“No puedo
proyectarme en el futuro, no sé qué va a pasar en Gaza: si va a estallar una
nueva guerra y moriré o si las batallas políticas internas van a terminar con
nosotros. Por eso planeo sólo lo que haré hoy y como máximo dentro de una
semana. Así sufro menos”, prosigue.
Farah
vive encerrada en la franja de Gaza, al igual que la mayoría de sus 2 millones
de habitantes. Su vida transcurre en estos 365 kilómetros cuadrados que Israel
mantiene cercados por tierra, aire y mar desde hace 10 años, cuando el
movimiento islámico de resistencia, Hamas, tomó las riendas de la región.
El
bloqueo israelí sobre la franja la aísla del resto del mundo pero también de
los palestinos de Cisjordania y Jerusalén, hunde a Gaza en la pobreza,
multiplica su desempleo y merma la moral de sus habitantes, sobre todo de los
más jóvenes.
Farah y
los gazatíes de su generación han vivido tres guerras entre Israel y Hamas
(2008-2009, 2012 y 2014). Durante la más reciente ofensiva israelí contra la
franja, esta joven comenzó a enviar tuits sobre lo que veía desde la ventana de
su casa, frente al hospital Al Shifa, uno de los mayores de Gaza, en el que su
padre es cirujano. En pocos días sus seguidores en esta red social se contaban
por miles.
“Soy
activa en las redes sociales porque es lo único que me transporta fuera de
aquí, al menos virtualmente. A través de Twitter cuento mi vida y los problemas
palestinos. Quiero enseñar al mundo lo que pasa en Gaza. Pero ahora veo que no
puedo enviar ningún mensaje positivo. Todo en Gaza es deprimente”, lamenta.
La franja
de Gaza tiene sólo dos puertas: una en el norte, controlada por Israel ya que
comunica con su territorio, y otra en el sur, custodiada por Egipto, que lleva
más de tres meses cerrada. En este momento hay una lista de más de 30 mil
gazatíes esperando salir de la franja vía Egipto. Son en su mayoría enfermos,
estudiantes y empresarios.
Israel
concede permisos a cuentagotas a los palestinos de Gaza y la mayoría a personas
mayores de 50 años, a enfermos en situación crítica y a algunos palestinos que
trabajan para organizaciones internacionales y cuentan con el aval de la
institución.
Un niño lee el Corán en una
mezquita de Gaza. Foto: AP / Adel Hana
Tres
horas de libertad
“Soy
joven, no estoy enferma y soy activa en las redes sociales, sobre todo con
información sobre las injusticias y crímenes que Israel comete contra los
palestinos. Para mí es prácticamente imposible salir de Gaza vía Israel, podría
ser incluso arrestada. Y la puerta hacia Egipto está cerrada. Nuestro derecho
elemental a la libertad de movimiento es violado cada día”, lamenta Farah.
Esta
joven universitaria ha salido tres veces en su vida de Gaza. Las dos primeras,
vía Egipto, siendo casi una niña. El año pasado, formó parte de un grupo de
chicas invitadas por el consulado estadunidense en Jerusalén a una conferencia
en la ciudad palestina de Ramala (Cisjordania). Todas consiguieron la
autorización israelí para realizar un viaje de ida y vuelta el mismo día.
“El
primer obstáculo fue Hamas. Nos retuvieron horas porque éramos un grupo de
chicas. Después llegó el control israelí. Dejaron pasar a todo el mundo menos a
mí. Me sometieron a una inspección física, me registraron todo y decidieron que
no saldría. El consulado intervino y finalmente me dejaron pasar, pero llegamos
a Ramala cuando la conferencia ya había terminado. Conversamos durante una hora
con la gente y volvimos. En total, pasé tres horas fuera de Gaza. Fue muy
duro”, recuerda.
Según la
ONG israelí Gishá, que cita datos oficiales israelíes, 14 mil palestinos
salieron de Gaza vía Israel durante 2016 y este año el número será probablemente
inferior. En 2000 el número superaba el medio millón de personas.
Esta
organización afirma que desde inicios de 2016 los criterios en la concesión de
un permiso de salida de Gaza son “cada vez más arbitrarios y miles de personas
ven denegada su autorización por ‘razones de seguridad’ sin que haya ninguna
otra explicación”.
“Los
estudiantes sufrimos las consecuencias de la pésima situación que se vive en
Gaza: el bloqueo israelí, la falta de electricidad, el altísimo desempleo… Esos
problemas acumulados nos deprimen y nos desesperan e intentamos salir de aquí
como sea. Ha habido jóvenes que se han lanzado al mar o han usado túneles
clandestinos desde Gaza a Egipto. Algunos murieron en el camino, otros lo
lograron”, explica Osama Abu Sakran, de 20 años, estudiante de Relaciones
Públicas.
Como
todas las mañanas, Osama y varios compañeros se reúnen a las puertas de la
universidad islámica. Beben té en vasos de plástico y hablan de futbol, de
planes de futuro, de chicas o de la falta de electricidad que castiga a Gaza.
Ninguno de ellos trabaja, aunque sea de manera temporal, y cuando no hay
clases, como es el caso en julio y agosto, ven pasar los días, idénticos, en
medio de un hastío y una desmotivación desoladores.
El
discurso se repite. “¿A qué aspiramos? A salir de aquí”, zanja Ahmad Al
Buhaissi, de 21 años.
“No me
imagino en Gaza dentro de 10 años. Si terminara el bloqueo israelí y las
fronteras se abrieran habría trabajo e ilusión y tal vez éste sería un buen
sitio para vivir, pero la realidad es que en los últimos 10 años no hemos visto
un solo día bueno”, agrega.
Para
estos jóvenes, Israel por un lado y la disputa interna entre Hamas y el
presidente palestino Mahmud Abás, por otro, acorralan y ahogan a la población
de Gaza. Los vaivenes políticos los asquean. “No miran por nosotros, sólo por
ellos”, afirma Hadi Imam, estudiante de ciencias políticas. “Y mientras tanto,
los jóvenes palestinos de Ramala o Jerusalén disfrutan de la vida y los
estudiantes israelíes ni se imaginan qué tipo de vida podemos llevar en Gaza.
Todo es terriblemente injusto”, concluye.
En las
últimas semanas la batalla política entre los islamistas de Hamas y la
Autoridad Palestina de Abás, quien no tiene prácticamente poder en la Franja
desde hace 10 años, se ha recrudecido. Para hacer presión a Hamas, el
presidente palestino ha dejado de entregar salarios a una parte de funcionarios
oficiales, ha jubilado anticipadamente a varios miles de empleados públicos y
decidió no pagar a Israel por una parte de la electricidad que suministra a
Gaza. Esta medida ha agravado la crisis eléctrica crónica que sufre la Franja y
actualmente la población sólo disfruta de entre cuatro y seis horas de
electricidad al día. Gaza está más a oscuras que nunca.
Morir a
la espera de un permiso
Día tras
día, la angustiosa espera borra lentamente la vida de los ojos de Fatma Abu
Zuaiter, una de las 2 mil 500 personas que aguarda un permiso israelí para
salir de la franja por razones de salud. Desde octubre de 2016, cuando le
diagnosticaron cáncer de colon, esta profesora en una escuela de la ONU pudo
salir tres veces a un hospital a Jerusalén donde recibe el tratamiento que en
Gaza no le pueden administrar.
“Desde
entonces me han rechazado 10 veces. Siete los israelíes y tres Hamas. Los
israelíes me han convocado varias veces para interrogarme, pero me han negado
el permiso por razones de seguridad. Las autoridades de Hamas consideraron que
tanta entrevista con Israel era sospechosa y decidieron bloquearme también”,
explica con tono cansado desde su cama del hospital Al Rantissi, en Gaza.
En la
habitación el calor es insoportable. Los generadores del hospital, que trabajan
20 horas al día debido a la falta de electricidad, se usan prioritariamente
para incubadoras, pacientes conectados a respiradores, diálisis, climatización
de los quirófanos, etcétera.
Fatma
acaba de cumplir 25 años, está agotada y sufre. Sólo le brillan los ojos cuando
habla de su único hijo, de tres años. Pasa las horas en la cama y acompañada
por su madre y una hermana. La enfermedad avanza y la desesperación de la
familia también.
“En dos
semanas volveremos a pedir otro permiso. Hay organizaciones humanitarias que
nos están ayudando. La quimioterapia que necesito no existe en Gaza. Tengo que
salir sí o sí”, insiste.
La
Autoridad Palestina de Abás paga por el traslado y tratamiento de Fatma y de la
mayoría de los pacientes de Gaza que son atendidos fuera de la franja.
En este
momento 80% de la población de Gaza depende de la ayuda humanitaria para
subsistir y el desempleo bate récords. Entre los jóvenes roza 70%.
Paralelamente no tiene apenas analfabetos, su educación es de calidad y la
mayoría de los jóvenes puede completar sus estudios universitarios.
“Yo les
digo que los problemas se sobrellevan mejor con la mente clara y ordenada. Que
la vida sigue y tienen que ser fuertes porque la mayor autodefensa de un joven
es la educación”, explica el profesor de farmacia, Salah El Sousi.
“Dentro
de dos años terminaré mis estudios de administración de empresas y no
encontraré trabajo porque el desempleo será aún más alto. Con suerte terminaré
trabajando en un banco o de secretaria en cualquier empresa”, apunta Farah.
Ninguno
de los abundantes clientes del café donde transcurre esta entrevista supera los
30 años. Además del aire acondicionado, el wifi gratis lo convierte en un punto
de encuentro perfecto para los jóvenes que durante sus vacaciones se limitan a
estar en casa, ir a ver el mar y poco más. Todas las chicas llevan el cabello
cubierto con un velo y la mayoría viste túnicas de manga larga hasta los pies.
Farah
lleva pantalones y usa velo desde los 17 años. Asegura que el peso de la
tradición en Gaza es “fuerte” y hay actividades simples que no puede hacer por
ser mujer: “Ir a ciertos cafés, andar en bici por la calle, conducir de noche o
bailar en público en una boda, por ejemplo. No es que nadie me lo prohíba, sino
que las miradas sobre mí me harían sentir muy incómoda”.
Vivir en
360 kilómetros cuadrados
En línea
recta, 50 kilómetros separan a Beit Hanun, localidad más al norte de Gaza, de
Rafah, la ciudad más al sur. La visión del mundo de Bashar Taleb, fotógrafo
para una agencia de comunicación palestina, se reduce al espacio comprendido
entre estas dos localidades. A sus 27 años jamás ha salido de Gaza. La falta de
permiso, sus escasas posibilidades económicas y el hecho de haberse convertido
en cabeza de familia tras la muerte de su padre lo atan a la franja.
“Pero
necesito otros horizontes. Veo en internet cómo podría ser mi vida en otros
lugares, cómo viven otras personas, y es todavía más duro porque la comparación
con mi día a día es muy dolorosa. He parado de navegar en internet porque
estaba llenándome de tristeza, de rabia e impotencia”, afirma.
A
diferencia de otros jóvenes gazatíes, el sueño de Bashar no es emigrar sino
viajar y volver. Sus cinco hermanos pequeños y su madre lo necesitan y su
sentido de la responsabilidad es más fuerte que el deseo de huir. Ha pedido en
vano permiso de salida a Israel un par de veces, pero sabe que será casi
imposible lograrlo porque su padre fue activista palestino en los setenta y
pasó 10 años en una cárcel israelí. Su única esperanza sería viajar vía Egipto.
Para ello la frontera debería abrirse, Bashar debería reunir dinero para pagar
visas y viaje y aguardar su turno en la lista de miles de gazatíes que esperan
que el paso abra en el corto plazo algunos días.
“Si
pudiera elegir, iría a París. La ciudad de la luz. Caminaría por las calles
durante horas, miraría a la gente para saber cómo se vive allá y cómo es una
vida normal, sin preocupaciones y angustias permanentes. Iría al cine porque
nunca he ido, ya que en Gaza no hay desde los noventa, y algo importante: me
encantaría experimentar la sensación de tener electricidad 24 horas al día”,
sueña en voz alta.
Bashar
confiesa vivir “anestesiado” desde la más reciente guerra entre Hamas e Israel
en 2014 y con el miedo permanente de padecer de nuevo los horrores que
contempló entonces. Esos más de 30 días de combates vapulearon su visión del
mundo y de su propia existencia. Quiso olvidar pero no pudo y desde entonces
intenta blindarse para no sufrir tanto en caso de una nueva guerra.
“Pese a
todo creo que la paz puede ser posible. No creo en la vía militar y el
enfrentamiento para lograr nuestros derechos como palestinos”, asegura.
Pese al
manto de tristeza que parece cubrir la franja, Gaza también tiene historias con
final feliz. Frente a su ordenador, Mohammed Al Fayoumi admite ir a
contracorriente y presume haberse quedado en Gaza “por opción”.
Desde
hace año y medio presta servicios informáticos a clientes extranjeros. Da
trabajo a seis personas y el equipo crecerá en breve. “Pienso que trabajar en
Gaza tiene sus ventajas. Por ejemplo, es más barato instalarse aquí que en otra
ciudad de la región”, afirma.
La
cooperación internacional pone a disposición de jóvenes creativos como él
oficinas en un edificio de Gaza por un alquiler mínimo que en el caso de Al
Fayoumi ronda los 450 dólares mensuales.
“Dejé mi
trabajo fijo y no me arrepiento. Soy mi propio jefe y gano dinero”, afirma este
ingeniero de 27 años.
Además
dedica tiempo a formar a otros jóvenes para que puedan establecerse por su
cuenta y trabajar. Les enseña cómo conseguir trabajo en internet, cómo mejorar
la presentación de su currículum o realizar una propuesta atractiva a un
cliente.
Pero
irremediablemente la realidad de Gaza termina por atraparlo. Desde hace semanas
un cliente de Dubái espera reunirse con él y su equipo en Amán. Por Israel no
pueden pasar y aguardan a que se abra el paso con Egipto para poder viajar. “La
cita no tiene fecha porque no puede tenerla. En cuanto Egipto abra,
intentaremos salir”, promete, convencido.