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/ Julio 2017
En el triángulo
compuesto por el Salar de Hombre Muerto (Argentina), Atacama (Chile) y Uyuni
(Bolivia) se encuentra el 80% de las reservas de litio en salares del mundo. Se
trata del elemento químico medular para las baterías que utilizan los
dispositivos electrónicos (tablets, netbooks, celulares), múltiples
transportes, y en el que se almacena y estabiliza la energía renovable que
reemplaza a la producida por combustión fósil. Si el litio fue calificado como
el «oro blanco» del siglo XXI es porque las células de energía están en el
centro de la transición energética que, de no mediar un colapso ambiental,
podrá sentar las bases de una sociedad posfósil radicalmente nueva. Emerge,
entonces, una pregunta evidente: ¿qué estrategias de desarrollo despliegan los
Estados nacionales que poseen las reservas de litio en nuestra región?
En los tempranos
años 50, el litio ya era identificado como un componente necesario para la
energía nuclear –de hecho, lo es para la futura fisión nuclear–, de ahí que la
dictadura de Augusto Pinochet lo haya declarado recurso estratégico. Desde
entonces, bajo un acuerdo con el Estado, solo dos corporaciones –Rockwood y
SQM– exportan litio y convierten a Chile en el principal productor mundial.
En los últimos
años, la vinculación de estas firmas con capitales financieros, pero
principalmente su participación en una trama de corrupción que financiaba
ilegalmente a los partidos políticos, llevaron a cuestionar el papel de las
empresas y pusieron el litio en el centro de los «problemas nacionales». Estas
circunstancias detonaron que el gobierno de Michelle Bachelet formara una
Comisión Nacional del Litio, que en 2015 recomendó mantener el carácter
estratégico del recurso –que limita la posibilidad de concesiones para la
explotación– pero estimuló la conformación de firmas público-privadas.
Las mismas
empresas extractivas financian emprendimientos de investigación, pero muy
ligados a la comercialización de baterías antes que a un proyecto serio de
agregación de valor, para así lavar su imagen y participar en potenciales
negocios. Como es tradicional en Chile, la estrategia estatal es muy favorable
a estimular y dejar en manos del mercado el conjunto de las iniciativas. El
último de los anuncios es la radicación de una megaempresa china que produciría
células de energía en el país.
Argentina es el
tercer exportador mundial de litio. La firma FMC lo explota desde fines de los
años 90 y Orocobre, en Jujuy, desde 2014, pero lo cierto es que casi todos los
salares tienen tenencias en manos de empresas privadas y transnacionales. El
elogio deliberado de la actual gestión macrista a la «inversión extranjera» y
la «libertad de mercado», sumado a la quita de retenciones a la ya favorecida
actividad minera, convierte a Argentina en un lugar ideal para las
corporaciones globales ávidas de asegurarse la provisión de litio que consolide
sus planes de negocios a futuro.
En concreto, hay
más de 30 proyectos en marcha de los más variados países que se acercaron en
masa a apostar por la extracción. En el área de la agregación de valor, existe
un entorno económico y científico lo suficientemente robusto como para apostar
por la producción de baterías. De hecho, el anterior gobierno kirchnerista hizo
un intento por fabricarlas, pero no llegó a buen puerto debido a que no lo
sostuvo en el tiempo. Hoy por hoy, los nuevos vientos de la coalición Cambiemos
no despiertan la más mínima expectativa: no existe interés estratégico del
Estado por el área tecnológico-industrial-litífera y la apertura del mercado lo
termina de sepultar.
El Estado
Plurinacional de Bolivia, gracias al impulso de la federación sindical potosina
–en el departamento de Potosí se encuentra el salar de Uyuni–, creó en 2007 un
proyecto para mantener bajo su mando el tránsito que va «del salar a la
batería». Desde entonces, el Poder Ejecutivo paceño ha respaldado el proyecto y
le destinó cuantiosos fondos. En el área extractiva, a causa de la peculiar
composición química del salar más grande del mundo, surgió el obstáculo de que
la técnica de extracción elegida en un comienzo –el «encalado» que se utiliza
en Chile– producía cuantiosos desechos, desaprovechaba comercialmente el
magnesio y retrasaba el comienzo de la producción. A fines de 2014 se puso en
marcha una nueva técnica –la línea de los «sulfatos»–, que utiliza cal al final
del proceso, y sobre su base se está completando la amplísima obra de
infraestructura productiva de Uyuni.
Actualmente, la
estrategia del gobierno plurinacional consiste en exportar primero el potasio
del salar –para lo cual está construyendo una planta industrial a cargo de una
empresa china–, para así comenzar finalmente la producción, contar con recursos
frescos y encarar la extracción de carbonato de litio. Bolivia es, a su vez, el
país que ha apostado más fuertemente dentro de la región a escalar en la cadena
de valor.
Hoy por hoy, una
empresa francesa construye para Bolivia una planta de materiales catódicos (los
elementos químicos procesados que conforman la batería) y existe una planta de
ensamblado de baterías –no de producción– en la comunidad de Palca. El gobierno
plurinacional ha identificado de manera certera que los acumuladores pueden
colocarse en el mercado local de generación de energía solar, y no es una
casualidad que el «evismo» haya creado un Ministerio de Energía a principios de
2017 y designado como viceministro de Altas Tecnologías a quien fuese hasta
ahora el artífice del proyecto del litio, Alberto Echazú. Pese a lo elogiable
de esta estrategia 100% estatal, el país se topa con una serie de
inconvenientes de peso a la hora de consolidar su industria litífera: no cuenta
con un mercado lo suficientemente sólido para las baterías ni con el know how de la comercialización y
producción; pese a que intenta crecer en capacidad técnica, su conocimiento
sobre la cadena de valor es aún escaso.
Es un error pensar
que el litio es el «petróleo del siglo XXI», dado que alimenta el imaginario de
que el puro carbonato abre un futuro de riqueza. De hecho, ni siquiera es una
minería muy rentable en comparación con otras, incluso si se consolida el
mercado del carbonato del litio y la demanda aumenta exponencialmente.
Las corporaciones
del ámbito energético saben que el verdadero valor se halla en el conocimiento
científico y económico que permite contar con las baterías, para lo cual el
litio es un insumo básico, pero no el único, y no está solo presente en
Sudamérica. En este sentido, sería ideal desplegar una «geopolítica del litio»
que en el ámbito nacional apuntale los entramados industriales, que –en
términos del triángulo del litio– genere políticas que articulen a los países
productores del carbonato de litio –iniciativa que está muy lejos de
concretarse, tan solo contando los históricos diferendos entre Bolivia y
Chile–- y que proyecte a Sudamérica como horizonte estratégico de acción, ya
sea como mercado, fuente de innovación o respaldo estatal, y más aun teniendo
en cuenta el papel medular que podría jugar Brasil.
La tecnología del
litio naciente brinda una nueva oportunidad para evitar el triste y conocido
papel regional de abastecer de materias primas a los países centrales y comprar
productos terminados, esto es, caer en una neodependencia. No hay que olvidar
que vivimos en un mundo signado por el cambio ambiental global y por el
agotamiento de los combustibles fósiles, lo cual obliga a que, tarde o
temprano, se sienten las bases de una generación energética autónoma y
descentralizada.
Una mención final
merece el papel jugado por las comunidades originarias locales. Estas antiguas
comunidades tienen un rol nulo en Argentina, muy secundario en Chile e
importante en Bolivia, pero aun en este último caso resta ver el que tendrán
cuando comience la explotación. El ecosistema altiplánico, además, puede
colapsar debido al consumo de agua dulce que requiere la extracción. En los
tres países se trata de un problema de amplias dimensiones, y sería una
paradoja aportar a la transición energética global generando un páramo
ambiental local.