Marcos Roitman
Rosenmann
www.jornada.unam.mx /
290717
El presidente
Nicolás Maduro no me gusta. No me cae bien. No apoyo a un gobierno con
semejante personaje. Es impresentable. Con estos argumentos, intelectuales de
la izquierda social y política se suman al rechazo a la convocatoria a la
Asamblea Constituyente, descalifican al gobierno y justifican la negativa de la
oposición a reconocer la legitimidad de la convocatoria. Se han dejado llevar
por emociones primarias, bastardas, pero necesarias a la hora de avalar el
golpe de Estado que, desde España, Felipe González se atreve a pedir
airadamente a las fuerzas armadas. ¡Por favor, desenfunden sus armas contra el
dictador! ¡Muerte al tirano!
A mí tampoco me
gusta Donald Trump, Mariano Rajoy, Michelle Bachelet o Mauricio Macri, por
citar algunos, pero no por ello desconozco la legitimidad de sus gobiernos.
Tampoco me gustan algunas medidas implementadas por Evo Morales en Bolivia o el
ex presidente Rafael Correa en Ecuador, ¿y qué? Sé diferenciar mis gustos,
además cuestionables, de una crítica política. ¿Acaso soy alguien para
determinar con quién debe casarse, qué amigos o enemigos debe tener Nicolás
Maduro?
Transformar el
debate político en un problema emocional es un síntoma de la debilidad de la
derecha internacional para argumentar contra el gobierno constitucional de la
República Bolivariana de Venezuela. No tienen bases para descalificar la
convocatoria. Las propias sanciones implementadas son muestras de su escaso
poder para frenarlo, no hablan de su fuerza, sino de su debilidad. Es un paso
más en la escala de sedición tendente a provocar una guerra civil, cuando no,
ensayar, por primera vez, en América Latina, un gobierno de facto, apoyado por
Estados Unidos, España y algunos países latinoamericanos.
La elección de
representantes a la Asamblea Constituyente sintetiza, excepcionalmente, la
estructura social y de poder sobre la cual se asienta la lucha de clases en
Venezuela. Seguramente, algunos, consideren esta afirmación una reminiscencia.
En Venezuela se condensa la historia de América Latina. Durante una década
hemos visto circular los estratagemas destinados a derribar un gobierno
constitucional, diseñados durante dos siglos.
Hubo tiempos en
los cuales la derecha se vanaglorió de llevar a cabo sus planes de manera
expedita. El recurso del golpe de Estado militar se acompañaba de un breve
periodo desestabilizador. La agenda contenía un plan de boicot interno e
internacional. Bloqueo económico, desabastecimiento, asesinato político,
huelgas empresariales, cierres patronales, inflación, mercado negro,
movilización callejera, declaraciones altisonantes de personas y organismos
regionales denunciando torturas, persecución a periodistas y detenciones
arbitrarias de políticos opositores, en definitiva, una sociedad dividida por
el odio y la lucha de clases. Un coctel embriagador de efectos inmediatos.
La
instrumentalización de organizaciones regionales, gobiernos amigos, empresas
trasnacionales tenía efecto inmediato. Los hilos se movían rápidamente, no
había tiempo para la reacción. Las fuerzas armadas, legitimadas ante el caos
reinante, respondían a un SOS, para salir del atolladero. Después pocos querían
asumir la responsabilidad de su llamado. Detenidos, desaparecidos, pérdida de
libertades, cierre de universidades, detenciones ilegales, centros de tortura,
etcétera. Miraban para otro lado y se justificaban, ellos o nosotros. Pero los
considerados extremistas y subversivos respetaban el orden constitucional y
fueron asesinados y perseguidos por ello. Hoy en las calles de las principales
ciudades de Venezuela se queman a personas, atan a los arboles a los
considerados chavistas y todos miran hacia otro lado. Es que Nicolás Maduro no
me gusta. Hoy, no les resulta fácil. Ni la Organización de los Estados
Americanos, ni los exabruptos de la Unión Europea, ni las amenazas de Estados
Unidos son capaces de frenar el proceso constituyente.
Aunque las
burguesías trasnacionales han tenido éxitos no desdeñables de golpes de Estado
de guante blanco, Honduras y Paraguay, sus estrategias se decantan por el
fraude electoral, la militarización de la sociedad, el asesinato selectivo de
dirigentes, el juicio político, el discurso del miedo o el narcoterrorismo,
frente a un posible gobierno de izquierda, intercambiando seguridad y economía
de mercado por libertades públicas.
El maniqueo mundo
libre versus comunismo ha debido reinventarse: ¡que vienen los populistas!
Usurpadores de la propiedad privada, violadores adscritos a doctrinas
disolventes de la familia, la religión y la patria, contrarios a la economía de
mercado. Hay que pasar al ataque, no dejarse intimidar y actuar sin
remordimientos. Es la guerra.
¿Cómo hacer
posible una movilización social que secunde tal discurso? Es necesario horadar
el proceso político, hacerlo sangrar por todos sus poros. Se trata de mostrar
un cuerpo político agonizante. Mejor el suicidio, el abandono, la rendición. No
hay nada que hacer. Lo más sensato, entregar el poder. Además, dicen, el
proceso entró en una etapa de putrefacción, muchos abandonan el barco y tratan
de reubicarse para un cambio político en el corto plazo. Lo más correcto es
promover un réquiem y mantener el argumento: Nicolás Maduro no me gusta, mirar
hacia otro lado y buscar una solución al margen de la legalidad.
Nicolás Maduro es
un tirano, autócrata y sátrapa, lleva a Venezuela a la destrucción. Aunque no
sea verdad, hay que falsear los datos, contratar meretrices que difundan el
bulo, y lo cierto es que no faltan. Ex presidentes, mandatarios, ministros,
intelectuales arrepentidos, todos obedecen a la misma voz. Estados Unidos, la
Unión Europea, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional. Todos a una:
Nicolás Maduro no es quién para ser presidente de Venezuela, aunque lo elijan
sus conciudadanos. Nicolás Maduro no me gusta. Muerte al tirano.