Héctor
Cossio y Tatiana Oliveros
www.cpalsocial.org/150217
Después de
varios años de investigación en la Patagonia chilena y argentina, el
historiador español José Luis Alonso Marchante publicó el libro “Menéndez. Rey
de la Patagonia”, el texto definitivo –según expertos en el tema– sobre la verdad de la extinción de los
selk'nam en la Tierra del Fuego, que en rigor se trató de un exterminio
ordenado por José Menéndez, el gran latifundista del sur de Chile, sobre cuya
familia existen sendos museos en Punta Arenas, y a quien se le atribuye el
desarrollo económico de la región.
El
año pasado el historiador español José Luis Alonso Marchante encontró en la
Biblioteca Nacional de España el texto original de Treinta años en
Tierra del Fuego, del misionero salesiano, gran naturalista y
expedicionario Alberto de Agostini. Con este libro en sus manos, el historiador
comprobó que en las actuales reediciones del texto, incluida la realizada el
2013, faltaban párrafos y no cualquiera.
En
los textos censurados, el misionero era implacable: la extinción del pueblo selk’nam en la Patagonia
chilena y argentina no fue obra de su “ignorante glotonería”, “guerra
entre tribus” o producto de su "miserable contextura física “, como dictó
durante muchos años la historia oficial, sino que producto del exterminio y la cacería, ordenada por un
solo hombre: José Menéndez, el gran latifundista del extremo sur de Chile.
“Exploradores,
estancieros y soldados no tuvieron escrúpulos en descargar sus mauser contra los infelices indios, como
si se tratase de fieras o piezas de caza”, reza uno de los párrafos censurados
(De Agostini, 1929: 244).
Este
hallazgo junto a otros importantes testimonios se encuentran contenidos en el
libro Menéndez. Rey de la Patagonia
(Editorial Catalonia), recientemente lanzado en Chile y que, según
historiadores expertos en La Patagonia, como Osvaldo Bayer, vendría siendo “el
libro definitivo sobre la verdad ocurrida en el sur chileno y argentino”.
“Hubo
dos cosas que me impactaron en la investigación: el genocidio de todo un pueblo
(los selk´nam) en pleno siglo XX y la trágica suerte de los obreros (también
masacrados) que trabajan en esas estancias”, dice Alonso Marchante, casi al
comienzo de la conversación con Cultura + Ciudad, en la que
explica sin eufemismos la naturaleza de la responsabilidad criminal de quien
fuera también el abuelo de Enrique Campos Menéndez, el escritor favorito de
Pinochet y redactor de los bandos militares del Golpe.
La censura
La
censura en el texto de De Agostini, explica Alonso Marchante, fue más bien una
autocensura que el religioso aplicó a sus libros luego que la Congregación
fuera presionada por el poder de Menéndez para cambiar la historia y exculpar
de la masacre al más grande latifundista del sur de Chile, quien acumulara una
de las más grandes fortunas de América Latina con el comercio lanero.
“Los
primeros salesianos no negaban las matanzas, los primeros, como Faganno y De
Agostini, fueron gente que estuvieron en el terreno, que levantaron las misiones
de la nada, y en sus diarios publicaban cómo se estaban exterminando a los
indígenas. Ocurre que después hubo un cambio en la historiografía de los
salesianos. Los que vienen después ya están sometidos al poder económico de los
Menéndez, entonces ahí se reescribe la historia de la colonización, y ahí
sostienen que los indios simplemente desaparecen sin que mediaran los
estancieros”, explica Alonso.
La
motivación por investigar el papel de Menéndez y de sus descendientes en Chile
nació casi por casualidad. Un día –cuenta– paseando por el Museo Asturiano en
Buenos Aires, encontró un busto de José Menéndez. Nunca había escuchado una
palabra de él, pese a que el historiador también es asturiano. En su región
natal, Alonso no encontró calle que llevara su nombre, pero sí una escuela
–fundada a comienzos del siglo pasado–, que era la forma que tenían los
indianos (como se conoce a los colonos europeos que viajaron a América) de
retribuir a su patria la fortuna alcanzada en sus aventuras.
“Se
construyeron más de 350 escuelas en Asturias, en las primeras décadas del siglo
XX, y entre ellas está la de José Menéndez en Miranda y que lleva su nombre”,
cuenta Alonso, remarcando así el punto de partida de una historia marcada por
la fortuna, la crueldad y la mentira.
El imperio Menéndez
En
la región de Magallanes, específicamente en Punta Arenas, las mansiones de la
familia Menéndez se conservan en forma de museos, dando cuenta –a través de su
fastuosidad– de la época dorada de la región magallánica.
En
el libro se explica que Menéndez, tras una breve estancia en Cuba, llega a Chile
en 1868. Al poco tiempo recibe miles de hectáreas como beneficio del gobierno
chileno por la colonización en el sur. La idea era traer el desarrollo
económico a la zona y establecer reservas indígenas. En esos años Mauricio
Braun, otro inmigrante, también había recibido miles de hectáreas, lo mismo que
Julius Popper en Argentina.
Alonso
Marchante cuenta que, como parte de una gran inversión, las familias Menéndez y
Braun se unen a través del matrimonio de sus hijos, y las tierras de Popper,
tras una extraña muerte por presunto envenenamiento, son cedidas a Menéndez,
convirtiéndose este último en el dueño y señor de toda la Patagonia chilena y
argentina a través de la Sociedad Explotadora Tierra del Fuego.
El
imperio económico, que llegó a sumar bancos y navieras, tuvo su origen el
comercio de lana de oveja, que vendían a Inglaterra a cambio de libras
esterlinas. En la inserción de las ovejas en la zona y consecuente desplazamiento
del guanaco, animal que poblaba esas zonas, se encuentra –según el libro– el
origen de una de las matanzas más grandes de indígenas y que contó con todo el
poder editorial de esos años para tapar el genocidio.
El exterminio de los selk’nam
“A medida que comenzó a avanzar la frontera
ovina, porque toda la riqueza de las dinastías económicas se sustentaba en el
ganado de lana”, cuenta el historiador, “comenzaron a requerirse cada vez más
tierras para terminar instalándose en el territorio selk’nam”.
Al
instalarse en la zona, se divide el terreno mediante alambradas, y el guanaco –principal sustento
alimenticio y de abrigo de los ona– se ve arrinconado hacia tierras más altas.
“Una
vez que el guanaco desaparece los selk’nam empiezan a pasar hambre. Cuando se
dan cuenta de la aparición de las ovejas empiezan a alimentarse de este animal
y lo entienden como algo absolutamente natural, no saben muy bien cómo han
aparecido esas ovejas ahí, ni conocían el concepto de propiedad”, explica el
historiador.
“Cuando
los selk’nam empiezan a atacar a las ovejas, José Menéndez da la orden de
acabar con ellos. Lo hacen primero disparándoles directamente para
exterminarlos, y con las mujeres y niños se produce una cacería. Los van
cazando para después ofrecerlos en plazas públicas”, cuenta Alonso, quien
precisa que todo esto es muy posterior a la exhibición de indígenas como piezas
de circo, en lo que se llamó “zoológicos humanos”.
La
familia Menéndez, especialmente José Menéndez –remarca el historiador–, fueron
los instigadores de la matanza. “José Menéndez puso como capataz y como
administrador de su estancia a un escocés de nombre Alexander Mc Lennan (El
chancho colorado), quien fue el mayor matador de indígenas y reconocido por
él mismo. Él recibía órdenes directas de José Menéndez, era su empleado”.
En
el libro se sostiene que por
cada indígena muerto, Menéndez pagaba una libra esterlina, de modo que
en la fortuna que alcanzó a tener este escocés podría incluso calcularse la
cantidad de indígenas asesinados y que, de acuerdo a las versiones de otros
historiadores, podría estimarse en varios cientos, si no miles.
“Cuando
se retiró Mc Lennan, José Menéndez le regaló un carísimo reloj en
agradecimiento por todos esos servicios”, relata.
La historia oficial
“Logré
contactarme con un bisnieto de Alexander Mc Lennan, quien me decía que no se puede decir que esté bien
matar indios, pero que, gracias a lo que hizo su abuelo y José Menéndez, hoy no
hay indígenas en la Tierra del Fuego, así que no hay problemas. Y eso me lo
dicen en pleno 2014”, recuerda con asombro el historiador.
Durante
muchos años, la historia oficial que se contó tuvo como propósito ocultar los
crímenes, que fueron incluso celebrados como deporte.
En
1971, el historiador y descendiente del clan, Armando Braun Menéndez, portavoz
de los estancieros, señala que como causa de muerte de los indígenas estaban
sus hábitos alimenticios. “Era frecuente observar al lado de los restos de una
ballena, los cadáveres de los indígenas que, llegados tarde al festín, habían
sido víctimas de su ignorante glotonería” (Braun 1971: 135). Insiste a tal
punto en el tema que escribe que “era tan miserable su contextura física que no
pudieron soportar ni su propio clima”.
Esta
absurda conjetura –explica Alonso en su libro– chocó con la respuesta
contundente del etnólogo suizo Jean-Christian Spahni, quien señala: “Mis
investigaciones alrededor de los habitantes me han demostrado que los
genocidios habían existido realmente y que fueron causados justamente por los
propietarios de las estancias a los que Armando Braun intenta defender”.
Otro
de los herederos de los hacendados, el escritor favorito de Pinochet, Enrique
Campos Ménendez, llega incluso a exponer sus dudas sobre un posible canibalismo
de los selk’nam, cuestión que, al momento de sus dichos, ya nadie se atrevía
siquiera a mencionar.
La
historia oficial de negación del genocidio intenta a tal punto instalarse, que
otro de los herederos, Eduardo Braun Menéndez, llega a obligar –se narra en el
libro– “al científico Alexander Lipschutz (Premio Nacional de Ciencias 1969) a
la eliminación de cualquier referencia a la caza de indígenas, como paso previo
para publicar sus ensayos en la revista Ciencia e investigación, que dirigía el
nieto de José Menéndez”.
La Patagonia trágica
Además
del exterminio de los ona, el libro de Alonso toca otro de los temas sensibles
en la Patagonia, y que tiene que ver con las matanzas de más de 1.400 obreros
chilenos en 1921.
Estos
crímenes fueron recogidos en un libro llamado La Patagonia Trágica, publicado en Argentina en 1928 por José María
Borrero. En este libro, escrito sin rigurosidad científica, había una denuncia
en cada página y al poco tiempo se convirtió en un mito al desaparecer de las
librerías. Un segundo texto, presuntamente llamado Orgías de sangre y que, según el mito, narraba los asesinatos de
1921, se convirtió en leyenda tras asegurarse que el manuscrito había sido
robado y quemado.
Parte
de esa historia fue recogida con seriedad científica por Osvaldo Bayer, quien
publicó La Patagonia rebelde, en
1972, un libro testimonial de no ficción que trataba sobre la lucha
protagonizada por los trabajadores anarcosindicalistas en rebelión de la
provincia de Santa Cruz, en la Patagonia argentina, entre 1920 y 1921.
Esta
historia comenzó como una huelga contra la explotación de los obreros por parte
de sus patrones, luego reprimida por el ejército al mando del teniente Héctor
Benigno Varela, enviado por el entonces presidente Hipólito Yrigoyen.
“Fusilaron
a centenares de peones de las estancias, la mayoría de ellos chilenos, pero
también asturianos, argentinos, alemanes, italianos. Esas son las dos grandes
tragedias de esta historia, creo que no la podemos ver con una sonrisa porque
es una historia trágica, porque desaparecen de manera brutal los pueblos que
habitaron por milenios esas tierras y además hay una represión salvaje sobre
los peones que trabajaron en las estancias”, sostiene Alonso Marchante, de cuyo
libro el propio Bayer reconoce que “después de este acopio de pruebas nadie
podrá señalar que las versiones críticas que surgieron a medida que se
producían los hechos eran exageradas o de pura imaginación”.
Como
historiador, ¿crees que hay responsabilidad del Estado chileno en estas
masacres?
–Los
peones fueron fusilados por el ejército argentino, pero la mayoría eran
chilenos, y las autoridades chilenas no solamente no levantaron la voz sino que
colaboraron con las autoridades argentinas en el silencio. Esto lo demostró
Osvaldo Bayer hace ya mucho tiempo, cuando descubrió cómo los propios
carabineros chilenos llevaban a los peones a Argentina, en donde el ejército de
ese país los fusiló. Es verdad que estos hechos ocurrieron hace casi un siglo,
pero los Estados deben hacer un reconocimiento.
En
Argentina, en la zona en que ocurrieron los fusilamientos, en cada cuartel en
donde hubo un centro de detención hay unas placas que identifican que en ese
lugar y en ese cuartel se mató gente. Yo no sé qué homenajes han hecho las
autoridades chilenas a esos peones.