Sergio Ramírez
www.jornada.unam.mx/280217
Misha Dmitri Tippens
Krushnic resulta demasiado complicado de retener o pronunciar, y no sirve por
tanto para una estrella de la televisión; de modo que debemos hablar de Misha
Collins, el actor principal de la serie Supernatural, donde interpreta a
Castiel, un ángel benefactor que tampoco tiene reparos en matar inocentes.
No conozco a Misha, aunque
un día espero hacerlo. Una vez hace 15 años vino a Nicaragua con un grupo de voluntarios,
entre ellos su padre, que traían la misión de dotar de un laboratorio de
computación a una escuela de secundaria para adultos en San Juan del Sur,
puerto turístico del Pacífico. La escuela había abierto sus puertas ese mismo
año.
Ahora Castiel, mejor dicho
Misha, tiene una fundación llamada Random Acts, que ha donado los fondos para
levantar el primero de los edificios de esta escuela que antes andaba posando
en casas alquiladas, o buscando aprovechar las horas muertas de las escuelas
públicas.
Se trata del Instituto Libre para Adultos,
fundado por iniciativa de dos mujeres fuera de serie, Rosa Elena Bello, nacida
en el propio puerto, y Margaret Morganroth, quien llegó a finales de los años
ochenta, los años de solidaridad con la revolución, a crear una hermandad entre
Newton, Massachusetts, y San Juan del Sur.
He sido invitado por
Margaret a la ceremonia de inauguración del edificio, y la he escuchado, llena
de inspiración inagotable, contarme la historia plena de vicisitudes de esta
iniciativa ejemplar.
El instituto, sin ninguna
clase de apoyo estatal, admite estudiantes que generalmente no tienen cabida en
el sistema educativo público: adultos fuera de la edad escolar, madres
solteras, jóvenes embarazadas, empleadas domésticas, pescadores, vendedores
callejeros, peones agrícolas, que quieren salir del túnel de la pobreza. Muchos
viven en zonas costeras lejanas y son capaces de viajar kilómetros, cruzando
ríos a pie o a lomo de bestia, para asistir a las clases, como lo han hecho hoy
para estar presentes en la inauguración del edificio.
Los jóvenes arquitectos
Carlos Galea y Luis Bosco Silva han realizado el diseño de dos plantas que usa
el bambú, como ellos mismos me explican, para las estructuras y la decoración,
las vigas y los pilares, las paredes, los barandales de los corredores y las
escaleras. Han tenido el apoyo de una entidad llamada Casa de Tierra, que
realiza en Nicaragua construcciones amigables con el medio ambiente.
El acto se celebra al
descampado, frente al flamante edificio que los estudiantes, adolescentes y
adultos, recorren con orgullo, y unos toldos de lona nos protegen de la
inclemencia del sol de la mañana. Es una verdadera fiesta y me siento contento
de tener parte en ella. Debo hablar. Y el tema que he elegido es para mí una
especie de parábola, la del solista y la orquesta, sobre el que insisto hace
años.
Empiezo diciendo que el
nuestro es un país de contrastes, porque cuando Rubén Darío nació, en 1867, las
guerras civiles y las pestes habían despoblado Nicaragua, dejándola reducida a
150 mil habitantes, como resultó del censo que mandó a hacer el presidente
Tomás Martínez, quien, preocupado de que los nicaragüenses fueran tan pocos,
ordenó aumentarle al censo 100 mil almas más. Ya antes había mandado cambiar la
Constitución política para poderse relegir, viejo vicio del que aún parece no
haber cura.
Había sólo 92 escuelas de
primaria para varones en todo el país, y nueve escuelas para niñas, y ya
podemos imaginar la tasa de analfabetismo. Ni se publicaban ni se importaban
libros. No había tampoco bibliotecas públicas.
Entonces, Rubén Darío es
el solista que no tiene orquesta. ¿La orquesta completa, dónde estaba? Nacía un
poeta capaz de transformar la lengua desde el traspatio, mientras la oscuridad
de la ignorancia y del atraso seguían sin disiparse en un país rural, como lo
sigue siendo ahora.
La palabra solista viene
de solo. Cuando decimos orquesta imaginamos a gran cantidad de músicos tocando
cada uno su instrumento. Si una sociedad tiene una orquesta completa, entonces
cada quien será ingeniero, arquitecto, constructor de edificios, de presas,
biólogo, matemático, médico, enfermera, químico, especialista en computadoras,
inventor de programas digitales, traductor, artista, escritor, actor de teatro,
director de cine. Lo que quieran ser en la vida.
Todo el mundo especialista
en algo, y entonces, escucharemos una melodía. La melodía del progreso, del
desarrollo, de la transformación del país. ¿Y cómo se consigue tener la
orquesta completa? De verdad es muy simple: con la educación. La educación que
le da a cada cual su propio instrumento, y le enseña a tocarlo. Pero a tocarlo
bien. Una educación de calidad.
Una de las primeras
mujeres que entraron a estudiar en el Instituto Libre aseaba los baños en el
Centro de Salud del puerto. Se bachilleró y luego se graduó de enfermera
profesional. Tenía un instrumento que tocar, en una orquesta muy incompleta.
Para tener una orquesta primero hay que preparar a los
músicos.
No hay buenas orquestas con músicos que tocan de oído, desconocen los
instrumentos que tienen en sus manos o son incapaces de leer una partitura. Y
no se puede improvisar. Antes de presentarse en público, una orquesta ensaya y
ensaya. Cada quien ha estudiado el papel que tiene colocado en el atril.
¿Cuántos ingenieros
químicos se han quedado de carretoneros? ¿Cuántos que hubieran podido descubrir
una vacuna en un laboratorio se han quedado cargando sacos? ¿Cuántas mujeres
que pudieron ser cirujanas capaces de trasplantar un corazón, un hígado, se
quedaron en la cocina, soportando los golpes y los abusos de un marido
borracho?
Pero no tendremos orquesta
mientras sigamos a la cola. En un estudio de la Unesco sobre educación
primaria, Nicaragua ocupa el puesto 13 entre 15 países. No habrá orquesta mientras los niños asistan a
clases sentados en el suelo, o mientras un solo maestro, en la misma aula, y al
mismo tiempo, atiende a los alumnos de los seis grados de primaria.
Y
sin la orquesta completa, la democracia tendrá poco sustento.
Masatepe, febrero 2017