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La corrupción no se perdona

Xavier Pikaza

Bernardo Pérez Andreo (Nimes 1970), profesor de Teología en el Instituto Teológico de Murcia y coordinador del Master de Teología en la Universidad de Murcia, ha publicado varias obras de temática social (entre ellas No podéis servir a dos amos, Barcelona 2013 y La sociedad del Escándalo, Bilbao 2016).

Esta nueva obra, publicada en la colección Cruce de la Editorial PPC, retoma desde el mensaje del Papa Francisco y desde un ceñido análisis social y económico, el riesgo del Pecado Estructural en la Iglesia y en el mundo.

Bernardo me ha pedido que escriba su prólogo, de tipo más bíblico, como podrá ver quien siga leyendo (págs. 7-15). Así lo ofrezco aquí como primicia pues la obra no ha entrado todavía en los círculos de su difusión comercial.

Gracias, Bernardo por esta obra, gracias por permitirme colaborar contigo. Pido a los lectores de mi blog que no se queden en mi prólogo, que vayan a la obra y vean lo que significa el hecho de que el pecado de corrupción no se perdona (porque es el pecado en contra del Espíritu de Cristo), sino que ha de ser radicalmente superado.

Prólogo de X. Pikaza

La corrupción en sí no se perdona, porque es un pecado estructural, y está ligado a un sistema injusto, que la Biblia llama satánico, identificándolo con las “bestias”, a las que Ap 13 manda sin más al infierno. Ciertamente, pueden ser perdonadas las personas corrompidas; cuando cambian de mente y de conducta (que eso significa conversión), es decir, como anuncia el evangelio en Mc 1, 14-15, pero nunca la corrupción en sí, porque es intrínsecamente mala, como ha mostrado con toda claridad Bernardo Pérez Andreo en este precioso libro.

Hay pecados personales de corrupción, que pueden y deben denunciarse con nombre y apellido, pero la corrupción en sí, como estructura demoníaca ha de ser superada y destruida, sin posibilidad de perdón, como ha denunciado la Biblia en su conjunto, y de un modo especial el mismo Jesús, cuando condena a la Mamona (Mt 6, 24), vinculada a Belcebú, Señor de los demonios (cf. 12, 24). Así lo ha visto también el apóstol Pablo en la Carta a los Romanos.

Por eso, ante una situación como aquella que la Biblia ha denunciado, y B. P. Andreo ha estudiado con toda precisión, no se puede acudir a la imagen manida de unas pocas manzanas podridas, mientras que el “cesto”, es decir, el sistema en su conjunto es bueno y debe conservarse.

Eso significa que no basta con separar unas manzanas malas y echarlas a la basura (o meterlas en la cárcel), para que siga todo, sino al contrario: Las manzanas malas pueden recuperarse (perdonarse, reeducarse…), pero el sistema (el cesto) debe quemarse sin perdón ni misericordia, pues la misericordia es para personas, no para estructuras que destruyen a las personas.

Ciertamente, hay también manzanas podridas, que pueden ser recuperadas, aunque ello sea difícil, como dice Jesús, respondiendo a Pedro (nada es imposible para Dios: Mc 19, 27), pero el sistema de corrupción estructural del poder y/o dinero podrido, que está destruyendo la vida del conjunto de la humanidad, es imperdonable, y la Biblia le da el nombre Diablo o Belzebú (en esa línea, algunos pensadores como Th. Hobbes han hablado de Leviatán y Beemoth).

Así lo ha puesto de relieve B. P. Andreo en este libro que recoge su experiencia y estudio, desde una perspectiva bíblica económico-social, hispana y eclesiástica. No tengo autoridad para mediar en su discusión de detalle, aunque me parece muy significativa. Tampoco he podido analizar exegéticamente, los textos de Biblia que aduce, aunque he visto que están bien escogidos y estudiados. Lo que quiero hacer es más sencillo, y quizá más importante: Puedo ofrecer dos comentarios o aplicaciones generales, que sirven para situar el tema en un contexto filosófico más amplio; uno evoca el trasfondo apocalíptico de la corrupción estructural, y otro el origen y rasgos principales de la corrupción del poder en la Iglesia.

1. Corrupción estructural, la condena del Apocalipsis

Quizá el texto que ha estudiado y criticado con más fuerza la corrupción del sistema político social, no sólo en la Biblia, sino en el pensamiento de occidente, es el Apocalipsis, que retoma, desde la experiencia de Jesús y de la Iglesia antigua, algunos temas de la apocalíptica judía, no sólo de Daniel, sino de otros profetas y testigos de la corrupción, como Isaías y Jeremías, Ezequiel y Zacarías. Mucho dijeron profetas y apocalípticos tema, pero ninguno logró condensar los motivos y riesgos de la corrupción como Ap 13-17, con su visión de la “trinidad satánica”, con dos bestias y una prostituta.

+ Primera Bestia es el Poder/Capital, entendido como anti-Dios (Ap 13, 1-19) y “encarnado” en el Imperio Romano. Parece un poder providente, ofrece beneficios a sus siervos y devotos, pero, conforme a la acepción que los cristianos daban al término “mamona”, es un «ídolo» que todo lo destruye. No es fuente de gracia (creador), ni comunicación de vida, sino principio destructor. Parece valioso, principio al que todo lo demás se subordina, el anti-Dios, Mamona (Mt 6, 24), que todo lo esclaviza. En ese plano, en contra de los politeístas que aducen algunos, para el Apocalipsis sólo existe un anti-dios real (o, mejor dicho, irreal y destructor) que es el poder económico que actúa a través del imperio militar, que está vinculado a personas, pero que es una institución pecadora, una corrupción del mismo sistema social (en la línea de Dan 7).

+ Segunda bestia, un tipo de Empresa productora y el falso pensamiento, que se pone al servicio del capital, como profeta mentiroso de destrucción (Ap 13, 11-18). Ese tipo de “empresa” se ha vuelto casi omnipotente en los últimos siglos (o decenios). En otro tiempo, hombres y mujeres habían honrado a diversos dioses, a quienes juzgaban superiores (salvadores). Pues bien, el sistema neo-liberal ha borrado esos dioses o enviados divinos, elevando sobre todos la empresa productora, entendida como falso “cristo”, al servicio del capital, no de los hombres en concreto. Más que los bienes naturales o el trabajo personal, importa un tipo de producción de objetos de consumo, bajo el dominio del capital, que no crea vida (ni está al servicio de ella). Ésta es una producción que miente, porque engaña a unos y oprime de alguna forma a todos.

+ La tercera bestia, Espíritu Santo invertido, es el Mercado (Ap 17-18), principio de una relación que no “sirve”, sino oprime y destruye. En otro tiempo se podía hablar de naciones (unidades de generación), de iglesias y comunidades (castas, Shanga, pueblo, Umma...) y también de estados, lugares de vinculación justa entre los hombres. Pues bien, en la actualidad, en la línea de un simbolismo destacado por Ap 17-18, hombres y mujeres sólo se comunican a través del mercado, donde van los devotos a ver, admirar y comprar, de forma que todo se logra pagando, pero sin conseguir nada real y verdadero. En ese mercado se compra y vende “oro y plata; piedras preciosas y perlas, púrpura, seda y escarlata… vino y aceite; flor de harina y trigo; bestias y ovejas; caballos y carros; esclavos y almas de hombres” (Ap 18, 12-13).

Todo está al servicio de la compra-venta de cuerpos y almas. Así lo decide y realiza esta trinidad dominante (Imperio-Capital, Fábrica-Empresa, Comercio-Mercado), de tipo estructura, anti-divino. Éste es el Dios neo-liberal y monolátrico, que exige adoración suprema, aunque a su lado permita que existan otros dioses privados (menores), para entretener a la gente. Cada uno puede cultivar sus sueños particulares de tipo estético o afectivo, familiar o religioso (¡si tiene medios o tiempo libre para ello!), de manera que el sistema neo-liberal parezca espacio de libertad formal, pero se trata de una falsa libertad al servicio del capital (que las empresas produzcan, que el mercado se extienda), no de las personas, y en especial de las marginadas, una libertad invertida, que es sólo pecado. No se trata de que haya corrupción en el sistema, sino de que el mismo sistema es corrupto.

Ésta es, a mi juicio, la tesis básica de B. P. Andreo. El tema no es que existan algunos hombres corruptos, que es evidente que existen, algunos más peligrosos que otros, sino que está podrida la misma cesta donde se ponen las manzanas.

Éste no es en principio un pecado personal, sino social, un pecado que en sí mismo no puede perdonarse, conforme a la definición de Satán como “espíritu” perverso, que ha de ser enviado al infierno (destrucción) para que así pueda darse la vida verdadera (como dice con gran intensidad Ap 20-22).

El Apocalipsis no condena al infierno a personas, sino al “sistema”, es decir, a las dos primeras bestias y a la prostituta, que es el puro mercado destructor. En esa línea, la corrupción no puede perdonarse.

2. Corrupción en la Iglesia

Por influjo y a semejanza de esa tríada diabólica (¡Satán es por definición lo inconvertible!), llegó a surgir bastante pronto, dentro de la misma Iglesia cristiana, una corrupción estructural quizá menor, pero muy importante para los cristianos, a partir del siglo III d.C.

Así lo ha puesto de relieve B. P. Andreo, al afirmar y probar que esa corrupción no nació con el constantinismo (a partir del siglo IV d.C.), sino cuando la Iglesia vino a encarnarse (a desarrollarse) en claves de poder. Ciertamente, esa corrupción creció desde la “paz” de Constantino (313) hasta la unión de Iglesia y Estado con Teodosio (380), pero la toma de poder había empezado a corroer (a corromper) la Iglesia desde el siglo III d.C., desde el momento en que ella vino a convertirse en institución de poder.

Ciertamente, puede realizar servicios, pero una vez que se toma y se pone al servicio de la institución, el poder corrompe, y cuando es absoluto corrompe absolutamente, de manera que allí donde se emplea “al servicio del evangelio”, tiende a destruirlo, como sucedió de hecho.

Este cambio comenzó a finales del siglo II d.C. Para ser fiel al mensaje de Jesús, la Iglesia debía haber proclamado y extendido el evangelio, sin poder alguno, actuando simplemente como autoridad creadora. Pues bien, desde el momento en que ella ha tendido a tomar el poder ha debido convertirse en una superestructura de dominio, en un camino en el que podemos distinguir (y vincular) tres momentos.

1. Dios “poderoso”, Iglesia poderosa. A través de una gran inversión teórica (algunos dicen “ontológica”), influidos por el pensamiento griego, los cristianos empezaron a pensar que Dios mismo es el Poder supremo ante el que los hombres deben inclinarse, de un modo intelectual (dogma) y social y personal. En esa línea se dijo que creer es someterse, de manera que los cristianos entendieron el mundo como una jerarquía, un orden en el que las personas superiores dominan sobre los inferiores, de manera que Dios aparece como cumbre de una gran pirámide de poderes.

En esa línea, los cristianos, desde el principio del siglo III, han desarrollado unos ministerios de tipo jerárquico, en línea de poder sagrado (diciendo que es para comunión evangélica), como había destacado ya en el siglo II d.C. Ignacio de Antioquía, cuando puso de relieve la armonía sagrada de la comunidad cristiana, pero no la fundó en el amor mutuo y en la libertad de los creyentes, sino en el sometimiento a los poderes superiores (centrados en el obispo).

2. Dios “orden”, Iglesia jerárquica. Tras dos siglos de resistencia no violenta y creatividad clandestina, los cristianos del Imperio crearon por ósmosis o contagio unas instituciones socio-religiosas semejantes a las de Roma. Esta jerarquización es anterior al edicto de Constantino (313), de manera que los responsables de la administración cristiana (obispos) acabaron siendo como los prefectos o vicarios de las diócesis civiles del imperio.

Para este cambio apelaron a una interpretación sesgada (y falsa) de la función de los apóstoles, y en especial de Pedro, a quien tomaron como primer obispo de Roma y al que concibieron como un emperador eclesiástico.

El testimonio más claro y antiguo de esa “corrupción” lo ofrece la Carta de Clemente, hacia el año 96 d.C. Su redactor forma parte del sistema sacral del imperio y se cree capacitado para intervenir en los asuntos de la Iglesia de Corinto, poniendo como primer dogma el hecho de que Dios es orden, un sistema armonioso y orgánico de poder, que gobierna desde arriba la vida de los creyentes. Esta carta, que ha marcado toda la institución posterior de la Iglesia, supone que la tarea clave de Jesús fue la de crear una jerarquía que debía extenderse después sobre el conjunto de la Iglesia, entendida como un “imperio cristiano”, más parecido al de Roma que al evangelio.

3. Dios del sacerdocio, cristianos sacrificados. En ese contexto, en contra del judaísmo que se organizó desde el siglo II d.C. en forma de comunidades rabínicas (sin sacerdotes superiores), los cristianos helenistas y romanos retomaron elementos de una estructura sacerdotal del Antiguo Testamento. De esa forma, los obispos, presbíteros y diáconos cristianos (que en el Nuevo Testamento en los primeros decenios de la vida de la Iglesia eran portadores de unos servicios laicales, propios de todo el pueblo) pudieron aparecer como sucesores del sumo sacerdote, de los sacerdotes y levitas de Jerusalén, apareciendo como una nueva jerarquía de poder.

En principio, el movimiento de Jesús no era jerárquico, sino mesiánico, y no promovía un orden sacerdotal, ontológico e imperial, sino una experiencia de trascendencia amorosa y de comunión inmediata, de Dios, abriendo un camino de comunicación igualitaria entre los hombres y mujeres, desde los marginados del sistema.

En su identidad más honda, ese movimiento siguió siendo lo que era y así pudo expandirse en medio de una situación de rechazo e incluso de persecución, entre los siglos II y III, penetrando en las estructuras del imperio romano. Pero el mismo, el impulso coordenado de esas tres estructuras de poder (helenismo, imperio romano y judaísmo del templo) le llevó a la creación de una estructura de poder, entendida no sólo como fuente de corrupción, sino como corrupción institucional.

De esa forma surgió el clero, formado por obispos, presbíteros y diáconos varones que, formando parte de la iglesia, se elevaban sobre el resto de sus miembros, como representantes especiales de Jesús, con autoridad sagrada, de forma que la Iglesia, que había nacido de y para los pobres, se convirtió en institución de poder sagrado, quizá al servicio de los pobres, pero desde arriba. Surgió así el pueblo cristiano, formado ahora por laicos es decir, cristianos pasivos, que escuchan la palabra y reciben los sacramentos que les ofrece el clero, al que sostienen con sus aportaciones económicas.

3. Una conclusión abierta.

Esa división jerárquica del cristianismo prestó un servicio externo, pues sólo por ella se pudo estabilizar la iglesia, como organización unitaria y eficaz (subsistema sacral), dentro de un imperio al que los cristianos, en principio, habían desacralizado, pero no es evangélica, ni responde al impulso originario de la Iglesia.

Esa es la paradoja: los cristianos rechazaron el carácter religioso del Imperio romano, siendo perseguidos por ello, pero, a lo largo de un proceso fascinante (y peligroso) de refundación, acabaron asumiendo muchos rasgos de ese imperio, hasta sustituirlo. En este contexto hablamos de una «inculturación jerárquica» (judía, helenista y romana) de la iglesia, que ha sido la más antigua y duradera, pues ha seguido influyendo hasta el día de hoy

Así se expresa a mi juicio, la experiencia de fondo del libro de B. P. Andreo, que empieza hablando de la corrupción del poder económico-social del sistema capitalista, para hablar al fin de la corrupción de la iglesia, entendida de un modo estructural, más que personal. Esa visión de la Iglesia entendida como un orden gradual de poder, que salva a los hombres desde fuera (desde arriba), ha podido ofrecer en otro tiempo algunos servicios de suplencia, pero en sí misma no es cristiana y debe ser rechazada y superada de un modo radical en nuestro tiempo.
Pues bien, en este contexto, puedo y debo afirmar que las dos corrupciones de fondo de las que habla el libro de B. P. Andreo se vinculan y apoyan entre sí: la tríada apocalíptica del sistema (capital-empesa-mercado) y la tríada jerárquica de la Iglesia (poder ontológico, jerárquico y sacerdotal).


Así ha insinuado el autor con suficiente claridad, pero no lo ha desarrollado temáticamente, cosa que podrá hacer sin duda en otro libro, pues le queda (nos queda) un fecundo campo de trabajo. En esa línea, a modo de palabra final, me atrevería a decirle: “Bernardo, estamos ante un gran compromiso de evangelio, por un mundo distinto, por una iglesia diferente. Poco es lo que yo puedo ofrecerte. Pero puedes contar conmigo, pues tu libro me ha enganchado, y así espero que enganche a otros muchos lectores y agentes sociales y cristianos”.