Raúl Zibechi
www.jornada.unam.mx/080716
La evolución de la guerra en el último siglo, en relación con la
población, nos ofrece pistas sobre el tipo de sociedad en que vivimos. Hasta la
Primera Guerra Mundial los combates sucedían entre ejércitos nacionales, en las
barricadas, donde se producían las grandes carnicerías que inflamaron la
conciencia obrera. Afectaban a la población de manera indirecta, por la muerte
masiva de hijos y hermanos. Cuando lo hacían de forma directa, eran las más de
las veces efectos colaterales del conflicto o, en ocasiones, escarmientos para
debilitar la moral de quienes peleaban en el frente.
Con la Segunda Guerra Mundial las cosas cambian de manera radical. Desde
los bombardeos de Hamburgo y Dresde hasta las bombas atómicas sobre Hiroshima y
Nagasaki, pasando por el bombardeo japonés a Chongqing hasta los campos de
concentración alemanes, el objetivo pasó a ser la población. Hay un antes y un
después de esa guerra y de los campos de concentración, como señala Giorgio
Agamben, ya que tanto el campo como el bombardeo estratégico se convirtieron en
paradigmas de la política y de la guerra modernas.
No se trata de la aparición de la aviación como forma central del
combate. Al revés: la aviación se convierte en decisiva porque el objetivo pasa
a ser la población. Vietnam es otro punto de inflexión. Es la primera vez que
los muertos estadunidenses se cuentan por miles, con un impacto mucho mayor que
en las guerras anteriores. A partir de ahí, la guerra aérea redobla su
importancia para evitar entrar en el cuerpo a cuerpo con el inevitable saldo de
bajas propias.
La acumulación por despojo (minería a cielo abierto, monocultivos como
la soya y las megaobras) tiene una lógica similar a la guerra actual, no sólo por el uso de herbicidas ensayados en la guerra contra el
pueblo vietnamita, sino por la propia lógica militar: despejar el campo de
población para hacerse con los bienes comunes. Para despojar/robar, es
necesario quitar del medio a esa gente tan molesta; es el razonamiento del
capital, una lógica que vale tanto para la guerra como para la agricultura y la
minería (http://goo.gl/OBH7an).
Por eso, es importante referirse al modelo actual como cuarta guerra
mundial, como hacen los zapatistas, ya que el sistema se comporta de ese modo,
incluyendo por supuesto la medicina alopática que se inspira en los principios
de la guerra. Los argumentos del EZLN cuadran con los de Agamben, cuando señala
que el dominio de la vida por la violencia es el modo de gobierno dominante en
la política actual, en particular en las regiones pobres del sur global.
La brutal represión a los maestros en Oaxaca muestra la existencia de un
totalitarismo disfrazado de democracia, que según Agamben se caracteriza por
“la instauración, mediante el estado de excepción, de una guerra civil legal,
que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos, sino de
categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no
integrables en el sistema político (El Estado de excepción, p. 25). El mismo autor nos recuerda que desde los campos de concentración no
hay retorno posible a la política clásica, aquella que estaba focalizada en la
demanda al Estado y la interacción con las instituciones.
¿Cómo denominar una forma de acumulación anclada en la destrucción y
muerte de una parte de la humanidad? En la lógica del capital, la acumulación no es un fenómeno meramente
económico, de ahí la importancia del análisis zapatista que pone el acento en
el concepto de guerra. Quiero decir que el tipo de acumulación que necesita el
capital en el periodo actual, no puede sino ir precedido y acompañado
estructuralmente de la guerra contra los pueblos. Guerra y acumulación son
sinónimos, a tal punto que subordinan al Estado-nación a esa lógica.
El tipo de Estado adecuado para esa clase de acumulación/guerra es el
punto débil de quienes analizan la acumulación por desposesión o el
posextractivismo. En estos análisis, más allá del valor que poseen, encuentro
varios problemas a ser debatidos para fortalecer las resistencias.
El primero es que no se trata de modelos económicos, solamente. El
capitalismo no es una economía, es un sistema que incluye una economía
capitalista. En su etapa actual, el
modelo extractivo o de acumulación por robo no se reduce a una economía, sino a
un sistema que funciona (desde las instituciones hasta la cultura) como una
guerra contra los pueblos, como un modo de exterminio o de acumulación por
exterminio.
México es el espejo en el que podemos mirarnos los pueblos de América
Latina y del mundo. Los más de 100 mil muertos y las decenas de miles de
desaparecidos no son una desviación del sistema, sino el núcleo del sistema.
Todas las partes que integran ese sistema, desde la justicia y el aparato
electoral hasta la medicina y la música (por poner apenas ejemplos), son
funcionales al exterminio. Nuestra música y nuestra justicia (y así con todos
los aspectos de la vida) son parte de la resistencia al sistema. Están
desgajadas o separadas del mismo. No forman parte de un todo sistémico, sino
que integran ya el otro mundo.
La segunda cuestión es que las instituciones estatales han sido
formateadas por y para la guerra contra los pueblos. Por eso no tiene el menor
sentido dedicar tiempo y energías en incrustarse en ellas, salvo para quienes
crean (por ingenuidad o interés mezquino) que pueden gobernarlas a favor de los
abajos. Este es quizá el principal
debate estratégico que afrontamos en esta hora sombría.
En suma, crear y cuidar nuestros
espacios y protegernos del arriba sin dejarnos seducir por sus escenarios, se
torna en la cuestión vital de nuestros movimientos. Recordemos que, para
Agamben, los recluidos en el campo son personas a las que cualquiera puede
matar sin cometer homicidio. Esta forma de ver el mundo actual explica mejor
los hechos de Ayotzinapa y Nochixtlán que los discursos sobre democracia y
ciudadanía, que apelan a la justicia del sistema.