David Martìnez-Amador
www.plazapublica.com.gt/190716
No
pretendo en esta pieza jugar a fiscal o investigador. Tampoco pretendo hacer
teorías de la conspiración. Desde la distancia es muy difícil lograr responder
a toda esa detallada lista de porqués, cómos y quiénes. Ahora, sí es posible
identificar algunos patrones estructurales en los procesos de combate del
crimen organizado. Y esto, creo, es bastante útil para la reflexión.
Me
parece que el sentimiento de terror que queda luego de lo acontecido el lunes
habrá sido el mismo que sufriera la Italia de los años 1990 con los homicidios
de Falcone y de Borsellino: una sensación de que nada ha cambiado y de que todo
regresa al statu quo. No estoy diciendo que los jueces antimafia y Byron
Lima sean lo mismo, pero sí estoy diciendo que, cuando se tiene la capacidad
para tocar a alguien que se suponía protegido —dentro y fuera— por el sistema,
hay que preocuparse.
No
estamos hablando de cualquier hombre fuerte, sino de alguien que se jactaba de
haber introducido más de 200 personas no solo en el sistema penitenciario, sino
también en otras instancias públicas. Ni siquiera Joaquín Guzmán Loera controla
de forma total la cárcel donde se encuentra. Pero Byron Lima murió en el
sistema que él comandaba.
Su caso
es otro de tantos que será denominado de alto impacto. Es inútil solo hacer
énfasis en quién lo mató, y es poco profundo limitarse a la explicación de que
esto fue una pugna por el control del narcomenudeo dentro de la prisión. Es
cierto que los actores del crimen organizado son predatorios y territoriales,
pero aquí hay algo —con perdón de la palabra— simbólico.
La
lectura debe ser entonces: ¿qué genera la muerte de Byron Lima?
Primero,
y muy preocupante, muestra que los poderes paralelos son capaces de producir
otro caso de alto impacto en un contexto en el que suponíamos que la
presencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig)
había logrado debilitar las estructuras.
La
declaración del comisionado Velásquez resultó profética: las estructuras se
recompusieron y muy rápido. Pasaron fugazmente de la estrategia de desprestigio
y de campañas ‘negras’, al terror. El lunes la fiscal general Aldana reasumió
actividades, y ese mismo día sucedió esto. Si el sistema (o más bien
actores paralelos que tienen ventaja en el uso del sistema a través de
mecanismos informales) puede bajarse a un hombre fuerte como Lima —y en su
propio territorio—, nadie está exento: ni periodistas ni testigos ni fiscales
ni ciudadanos de a pie que apoyan la lucha contra la corrupción. Aquí es
precisamente donde el escenario de la Italia noventera viene al caso como
contexto con la gran pregunta: ¿qué ha cambiado? ¿Pensábamos que avanzábamos y
ahora esto?
Segundo,
el paso del terror a la acción política. ¿Se puede suponer también que este
acto podría obligar al nombramiento de nuevos funcionarios en el campo de
seguridad que no son precisamente amigables a los esfuerzos de la comisión
internacional? Allí quizá está ahora la guerra real.
Es hora
entonces de reafirmar ese pacto ciudadano contra la corrupción y contra el
terror. Es momento de acuerpar a todos los fiscales, investigadores, operadores
de justicia, periodistas y analistas, al comisionado Velásquez, a la fiscal
Aldana y a todos aquellos honestos comprometidos no solo con la causa contra la
corrupción, sino con la lucha contra el problema original: el Estado paralelo.
La hidra
de mil cabezas estaba acorralada, pero parece que despertó. Y muy probablemente
esto es solo el inicio del segundo tiempo.