Silvia
Ribeiro*
www.jornada.unam.mx/090716
El sistema
alimentario industrial, desde las semillas a los supermercados, es una máquina
de enfermar a la gente y al planeta. Está
vinculado a las principales enfermedades de la gente y de los animales de cría,
es el mayor factor singular de cambio climático y uno de los principales
causantes de factores de colapso ambiental global, como la contaminación
química y la erosión de suelos, agua y biodiversidad, la disrupción de los
ciclos del nitrógeno y del fósforo, vitales para la sobrevivencia de todos los
seres vivos.
Según la
Organización Mundial de la Salud, 68 por ciento de las causas de muerte en el
mundo se deben a enfermedades no trasmisibles. Las principales enfermedades de este tipo, como cardiovasculares,
hipertensión, diabetes, obesidad y cáncer de aparato digestivo y órganos
asociados, están relacionadas con el consumo de comida industrial.
La
producción agrícola industrial y el uso de agrotóxicos que implica (herbicidas,
plaguicidas y otros biocidas) es además causa de las enfermedades más
frecuentes de trabajadores rurales, sus familias y habitantes de poblaciones
cercanas a zonas de siembra industrial, entre ellas insuficiencia renal
crónica, intoxicación y envenenamiento por químicos y residuos químicos en el
agua, enfermedades de la piel, respiratorias y varios tipos de cáncer.
Según un
informe del Panel Internacional de Expertos sobre Sistemas Alimentarios
Sustentables (IPES Food) de 2016, de los
7 mil millones de habitantes del mundo, 795 millones sufren hambre, mil 900
millones son obesos y 2 mil millones sufren deficiencias nutricionales
(falta de vitaminas, minerales y otros nutrientes). Aunque el informe aclara
que en algunos casos las cifras se superponen, de todos modos significa que
alrededor de 60 por ciento del planeta tiene hambre o está mal alimentado.
Una cifra
absurda e inaceptable, que remite a la injusticia global, más aún por el hecho
de que la obesidad, que antiguamente
era símbolo de riqueza, es ahora una
epidemia entre los pobres. Estamos invadidos de comida que ha perdido
importantes porcentajes de contenido alimentario por refinación y
procesamiento, de vegetales que debido a la siembra industrial han disminuido
su contenido nutricional por el efecto dilución que implica que a mayor volumen
de cosecha en la misma superficie se diluyen los nutrientes (http://goo.gl/AIZJjF); de
alimentos con cada vez más residuos de agrotóxicos y que contienen muchos otros
químicos, como conservadores, saborizantes, texturizantes, colorantes y otros
aditivos. Sustancias que al igual que pasó con las llamadas grasas trans que
hace algunas décadas se presentaban como saludables y ahora se saben son
altamente dañinas, se va develando poco a poco que tienen impactos negativos en
la salud.
Al contrario
del mito generado por la industria y sus aliados –que mucha gente cree por
falta de información– no tenemos porqué tolerar esta situación: el sistema
industrial no es necesario para alimentarnos, ni ahora ni en el futuro.
Actualmente sólo llega al equivalente de 30 por ciento de la población mundial,
aunque usa más de 70 por ciento de la tierra, agua y combustibles que se usan
en agricultura (Ver Grupo ETC http://goo.gl/V2r2GN).
El mito se
sustenta en los grandes volúmenes de producción por hectárea de los granos
producidos industrialmente. Pero aunque resulten grandes cantidades, la cadena
industrial de alimentos desperdicia 33 a 40 por ciento de lo que produce. Según la FAO, se desperdician 223
kilogramos de comida por persona por año, equivalentes a mil 400 millones de
hectáreas de tierra, 28 por ciento de la tierra agrícola del planeta. Al
desperdicio en el campo se suma el de procesamiento, empaques, transportes,
venta en supermercados y, finalmente, la comida que se tira en hogares, sobre
todo los urbanos y del norte global.
Este proceso
de industrialización, uniformización y quimicalización de la agricultura tiene
pocas décadas. Su principal impulso fue la llamada Revolución Verde –el uso de
semillas híbridas, fertilizantes sintéticos, agrotóxicos y maquinaria– que
promovió la Fundación Rockefeller de Estados Unidos, empezando con la
hibridación del maíz en México y el arroz en Filipinas, a través de los centros
que luego serían el Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo
(CIMMYT) y el Instituto Internacional de Investigación en Arroz (IRRI). Este
paradigma tiene su máxima expresión en los transgénicos.
No fue sólo
un cambio tecnológico, fue la herramienta clave para que se pasara de campos
descentralizados y diversos, basados fundamentalmente en trabajo campesino y
familiar, investigación agronómica pública y sin patentes, empresas pequeñas,
medianas y nacionales, a un inmenso mercado industrial mundial –desde 2009 el
mayor mercado global– dominado por empresas trasnacionales que devastan suelos
y ríos, contaminan las semillas y transportan comida por todo el planeta fuera
de estación, para lo cual químicos y combustibles fósiles son imprescindibles.
La agresión
no es solamente por el control de mercados e imposición de tecnologías, contra
la salud de la gente y la naturaleza. Toda diversidad y acentos locales
molestan para la industrialización, por lo que también es un ataque continuo al
ser y hacer colectivo y comunitario, a las identidades que entrañan las
semillas y comidas locales y diversas, al acto profundamente enraizado en la
historia de la humanidad de qué y cómo comer.
Pese a ello,
siguen siendo las y los campesinos,
pastores y pescadores artesanales, huertas urbanas, las que alimentan a la
mayoría de la población mundial. Defenderlos y afirmar la diversidad,
producción y alimentación local campesina y agroecológica es también defender
la salud y la vida de todos y todo.
*Investigadora del Grupo ETC