Comencemos planteando con claridad algunas
cuestiones recientes en las relaciones entre izquierda y ambiente en América
Latina: los progresismos gobernantes actuales son regímenes políticos distintos
a las izquierdas que les dieron origen, y en esa diferenciación, la incapacidad
para abordar la temática ambiental jugó unos papeles clave. Por lo tanto,
cualquier renovación de la izquierda sólo es posible si se incorpora la mirada
ecológica. En caso contrario, la izquierda volverá a caer en meros
progresismos.
Las izquierdas latinoamericanas, por lo menos desde
la década de 1970, tuvieron unas enormes dificultades en aceptar y abordar la
problemática ambiental. Unos veían esos temas como excentricidades burguesas
importadas del norte; otros consideraban que entorpecerían planes de
industrialización; y finalmente, estaban los que entendían que en la
militancia, por ejemplo, en las fábricas, era inviable atender cuestiones
ecológicas.
Pero también existían algunos grupos o militantes que
abordaban esas cuestiones, por muy diversos motivos. Unos respondían a demandas
ciudadanas, por ejemplo las que partían de organizaciones campesinas que
denunciaban tanto injusticias económicas como la contaminación de sus tierras y
aguas. Otros entendían que una crítica radical al capitalismo era incompleta
sino se consideraba el papel subordinado de América Latina como proveedora de
materias primas (o sea recursos naturales). Se pueden sumar otras cuestiones,
pero más allá de todo eso, debe reconocer que todos ellos desempeñaban papeles
secundarios en el seno de la mayor parte de las organizaciones políticas de la
izquierda.
Las cosas no eran mejor a nivel internacional, ya
que sea en agrupamientos partidarios como en la reflexión teórica, la cuestión
ambiental era minimizada o marginada. Esfuerzos intensos en poner sobre el
tapete, por ejemplo a un Marx en clave ecológica (como es la propuesta de John
Bellamy Foster) o la insistencia en un ecosocialismo (apuntada por Michael
Lowy), tuvieron impactos acotados.
Un cambio sustancial ocurrió a fines de los años
noventa y principios de la década del 2000. Buena parte de ambientalismo
políticamente militante colaboró, apoyó o participó directamente en
conglomerados de unas izquierdas más amplias y plurales que luchaban contra
gobiernos conservadores y posturas neoliberales. En varios países esos grupos
las elecciones. Hubo un aporte ambientalista en las victorias de Alianza Pais
en Ecuador, el PT y sus aliados en Brasil, el MAS en Bolivia, y el Frente Amplio
en Uruguay; en menor medida también participaron en Venezuela.
En los planes de aquellas izquierdas se
incorporaban temas ambientales, en varios casos con mucha sofisticación al
proponer cambios radicales en las estrategias de desarrollo, el ordenamiento
territorial o el manejo de los impactos ambientales. Unos cuantos
ambientalistas entraron a esos nuevos gobiernos, y desde allí se lanzaron
algunas iniciativas remarcables.
El caso más destacado tuvo lugar en Ecuador, donde
esos militantes verdes cosecharon algunos éxitos notables. Fueron claves en
instalar, por ejemplo, la propuesta de una moratoria petrolera en la Amazonia,
no solamente como una defensa de su biodiversidad sino también como un aporte
para el cambio de la matriz energética. Ellos también representaron un apoyo
clave en el reconocimiento de los derechos de la Naturaleza en la nueva
constitución ecuatoriana, convirtiéndola en la más avanzada del mundo en esa
materia. La izquierda más institucionalizada que se encontraba en los países del
Cono Sur (Argentina, Chile y Uruguay) no ponderó como debía las innovaciones
ambientales en el primer gobierno de R. Correa.
Pero el problema es que esa relación entre los
nuevos gobiernos y la temática ambiental comenzó a crujir. Esas
administraciones optaron por estrategias de desarrollo donde priorizaban metas
económicas a costa de altos impactos ambientales. Sus expresiones más claras
fueron la explotación minera y petrolera, y los monocultivos. Se generó una
relación perversa, ya que a medida que más se profundizaba ese perfil
extractivista, menos se podían atender las cuestiones ambientales, y más
protestas y resistencias ciudadanas se acumulaban. Muchos ambientalistas que
estaban dentro de los gobiernos se alejaron, y lo que permanecieron se desprendieron
de sus compromisos con la Naturaleza. Algo similar ocurrió en otras áreas,
especialmente las políticas sociales, volcándose al asistencialismo
monetarizado. De esta manera, estaba en marcha la divergencia entre las
izquierdas plurales y abiertas iniciales y un nuevo estilo político, el
progresismo.
La maduración hacia al progresismo ocurrió en todos
los países. Más allá que en algunos casos se citaba a Marx o Lenin, en todos se
acentúo la subordinación a los mercados globales como proveedores de materias
primas, los planes de ataque a la pobreza se enfocaron sobre todo en paquetes
de asistencias monetarizadas, y se rompieron las relaciones con muchos
movimientos sociales. Ese progresismo no es neoliberal, pero está claro que
abandonó los compromisos de aquellas izquierdas iniciales en cuestiones como la
radicalización de la democracia, ampliar las dimensiones de la justicia y
proteger el patrimonio ecológico.
Incluso en Ecuador, el mismo gobierno que sancionó
una nueva Constitución con los derechos de la Naturaleza, incumplió ese mandato
allí donde ponía en riesgo los extractivismos; los que lograron su primera
victoria electoral gracias al apoyo de movimientos sociales, al poco tiempo se
burlaría y hostigaría a indígenas y ambientalistas.
Hoy se admite que ese progresismo está en crisis,
como es evidente en Brasil, y que incluso ha perdido elecciones nacionales
(Argentina) o regionales (Bolivia). Pero ha pasado desapercibido para algunos
es que en esa diferenciación entre izquierdas y progresismos, la temática
ambiental jugó un papel clave. El progresismo aceptó los impactos ambientales
de los extractivismos ya que priorizó como opción económica la exportación de
materias primas. A su vez, a medida que escalaba la resistencia ciudadana a
esos emprendimientos, esos regímenes pasaron a ignorar, rechazar e incluso
criminalizar a las organizaciones ciudadanas que ponían en evidencia los
impactos negativos de esos extractivismos.
Hay muy poco de la sensibilidad social de izquierda
en que un gobierno le imponga a comunidades campesinas un proyecto megaminero,
o que fuerce la entrada de petroleras dentro de tierras indígenas, o que
amenace con exiliar a los miembros de ONGs que alertan sobre esos impactos.
Los progresismos a medida que más se alejaban de la
izquierda, más se hundían en contradicciones teóricas y prácticas. No dudaron
entonces en apelar a mezclas bizarras entre citas marxistas y denuncias al
imperialismo, junto a acuerdos comerciales con empresas transnacionales que se
llevaban sus recursos. Invocaban al pueblo pero no dudaban en criminalizar la
protestas ciudadana, e incluso en unos casos pasaron a la represión.
La lección de estas experiencias es que la ausencia
de una dimensión ambiental en la izquierda, en América Latina, y en este
momento histórico, no constituye un pequeño déficit. Por el contrario, es uno
de los factores que explica que esa izquierda pierda su esencia para
convertirse en meros progresismos.
Por el contrario, una izquierda propia de nuestro
continente debe abordar las cuestiones ambientales porque América Latina se
caracteriza por una enorme riqueza ecológica. Aquí se encuentran las reservas
más grandes de áreas naturales y las mayores disponibilidades de suelos agrícolas.
El uso que se hace sobre ese patrimonio ambiental no sólo involucra las
necesidades de nuestra propia población, sino que nutre a múltiples cadenas
productivas globales con enormes repercusiones geopolíticas.
Además, una izquierda del siglo XXI debe ser
ecológica porque la actual evidencia indica sin lugar a dudas que estamos
sobreexplotando esos recursos, que las capacidades del planeta para lidiar con
los impactos ambientales han sido rebasadas, y que problemas planetarios como
el cambio climático ya se están manifestando. Por lo tanto, pensar una
izquierda sin ecología sería una apuesta política desconectada de América
Latina y de la coyuntura actual.
Finalmente, el compromiso de esta nueva izquierda
está en la justicia social y ambiental, donde una no puede ser alcanzada sin la
otra. Esto permite un reencuentro con muchos movimientos sociales, un
redescubrimiento de los problemas reales de las estrategias de desarrollo
actuales, y un llamado a una renovación teórica. Es por eso que en esa íntima asociación
entre la justicia social y ambiental, están los mayores desafíos para una
renovación de las izquierdas en América Latina.
Versión revisada de la contribución para el lanzamiento de la sección en
ecología y ambiente de La Izquierda Diario www.laizquierdadiario.com (Argentina), 22 julio 2016. Eduardo Gudynas es militante en temas de
ambiente y desarrollo, integra el equipo del Centro Latino Americano de
Ecología Social (CLAES), es docente en distintas universidades latinoamericanas
y acompaña a diferentes movimientos ciudadanos.