Robert Fisk
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¿Dónde están
los titanes ahora? Con frecuencia he hecho esa pregunta, pero hoy me doy cuenta
de que Tony Blair quería ser un titán. Allá, al lado de los Churchill, los
Roosevelt, los Tito y, me atrevo a sugerir, los Stalin. Hombres que hicieron
mover la Tierra. Tal vez por eso el logro de John Chilcot no fue probar que
Blair fue un criminal de guerra, sino que era un enano. Recordemos nada más
aquel rastrero comentario a George W. Bush, el 28 de julio de 2002: Estaré con
usted, pase lo que pase. Seguro, entendemos la importancia política de esa
babosada. Blair intentaba sonar como un titán, pero en términos legales mostró
que lo que quería decir fue: estaré con usted, piense lo que piense el pueblo
británico.
Pero las
raíces van más hondo que eso. Tengo la sospecha de que fue la versión de Bush
de las palabras infinitamente más poderosas de Harry Hopkins, representante
personal de Franklin Roosevelt ante Gran Bretaña en tiempos de guerra, quien
–exhausto, pese a lo cual solicitó pronunciar un discurso en Glasgow– dirigió
la mirada a Churchill, quien estaba en la sala, y trató de expresar su amor por
la postura del gran hombre contra Hitler y el apoyo de Roosevelt a Gran Bretaña
cuando resistía sola a la Alemania nazi. Hopkins citó la Biblia y Churchill
lloró al oír sus palabras. Adonde vayas, dijo Hopkins, “yo iré… hasta el
final.”
Y lo mejor
que nuestro pequeño Tony pudo decir fue: Estaré con usted, pase lo que pase. Es
esta última frase la que delata su juego: una especie de línea lanzada como por
casualidad, la versión del enano de hasta el final, un oh, rayos, llueva o
truene, puede confiar en mí.
Y este,
recuerdo, no era un vocero del presidente estadunidense expresando al primer
ministro británico que podía confiar en Estados Unidos. El minúsculo Tony alteró
toda la cita para convertirse en Roosevelt, y a Bush en Churchill. Tan ansioso
estaba en el papel de imitador que se había construido, que no pudo ver que al
usar esas palabras minaba cualquier fundamento moral que la futura invasión de
Irak pudiera haber tenido a ojos de los británicos.
Pero ya
estoy cansado de las lecciones del informe Chilcot. Debemos aprender de lo que
hicimos mal; no debemos volverlo a hacer –Cameron repitió el mismo sonsonete,
aunque podría aplicarlo a sus propias bribonadas de la Brexit–… y en verdad
debemos entenderlo bien antes de meternos en otras guerras que cuesten cientos
de vidas británicas, millones de dólares y decenas de miles de otros individuos
que se atraviesan en el camino, pero no figuran como seres humanos en el
informe Chilcot.
Ese es el
verdadero problema, me temo, de la flagelación de lord Blair. Claro, fue un
rufián al mentir a los británicos y luego volvernos a mentir después de que el
informe fue publicado, y luego divagar sobre la fe y hacer lo correcto cuando
todos sabemos que aniquilar a grandes números de personas inocentes, e incluso
ocasionar la destrucción de un número aún mayor de los mismos musulmanes,
cristianos y yazidíes hasta el día de hoy, fue algo muy, muy perverso. Porque a
esas víctimas –anónimas y casi irrelevantes en el informe Chilcot– no podemos
decirles hasta el final, porque siguen pereciendo hasta el presente. El
verdadero final para ellas aún no llega.
Pero hay una deshonestidad subyacente en la
reflexión de Chilcot sobre la deshonestidad de Blair. La evidencia de armas
de destrucción masiva (AMD) no era lo bastante sólida, pero aun así, según lord
Blair, valió la pena deshacerse de Saddam Hussein. Pero, si hubiera sido
sincero sobre los peligros de las AMD, él y Bush habrían invadido una nación
que sin duda las posee y alardea de ello: Corea del Norte. Allá hay una
dictadura demente que masacra a su pueblo y amenaza al mundo –en 2003 como
ahora– y sin embargo nunca nadie, ya no digamos Blair, ha sugerido que
invadamos Corea del Norte hasta el final y desde aquí hasta el río Yalu. Y
sabemos por qué: porque Corea del Norte en verdad posee AMD. Lord Blair y Bush
jamás habrían considerado una aventura militar contra el amado Kim Jong-un.
Por la misma
razón, Blair nunca habría propugnado la invasión de una nación musulmana
retacada de extremistas islámicos que acuchillan, fusilan y queman en la
hoguera a sus enemigos infieles y que también posee, presume y hace pruebas con
AMD: Pakistán.
Estoy
dejando fuera a cierta nación de Medio Oriente amante de la paz, que posee aún
más armas nucleares que Pakistán y Corea del Norte combinadas, pero que da a
los pobladores de los territorios que ocupa un trato piadoso, nunca los despoja
de sus tierras y siempre se conduce con total respeto a los derechos humanos de
aquellos con quienes entra en contacto durante sus proyectos de colonización.
Pero
entonces, ¿por qué no menciono a los iraníes? Blair tiene un extraño hábito de
escoger enemigos que también son odiados por la nación amante de la paz antes mencionada…
y a los que presumiblemente atacaría antes de que en realidad fuesen capaces de
poseer armas nucleares y, por tanto, de volverse no invadibles de inmediato.
El pobre
Saddam dijo la verdad –que no tenía AMD– y por eso se condenó a sí mismo y a los
pobres iraquíes a morir en masa. Y de eso se trata, ¿cierto? Los árabes de
Irak, y ahora de Siria, soportan un desastre humano en escala sin precedente a
causa de las mentiras de Blair y Bush, pero todo lo que Chilcot pudo producir
en sus siete años de empresa literaria y volúmenes capaces de doblegar la
fortaleza de cualquier estante de biblioteca es un lastimero informe doméstico
sobre política británica y la mojigatería del enano que entendió todo mal.
Lloramos por
nuestros mártires militares británicos, que es como se refieren los árabes a
sus muertos de guerra, pero apenas se escucha a un árabe doliente después de
Chilcot. A los iraquíes no les permitieron aportar evidencia; los musulmanes y
cristianos muertos en Irak no tuvieron nadie que defendiera la integridad de
sus vidas. Si alguien hubiera presentado su caso, el informe de Chilcot jamás
se habría concluido. Habría sido más largo que la Santa Biblia, que el Sagrado
Corán, que las obras juntas de Tolstoi, Dostoyevski, Chéjov, Proust, Shakespeare
y Dante, aunque sin duda los círculos del infierno de este último habrían
capturado la medida del sufrimiento de Irak y Siria.
No. En
realidad fue un informe enano sobre un hombre enano. Por eso, si trajéramos a
los seres humanos reales llamados iraquíes, su evidencia habría valido en
verdad un juicio de Nuremberg. Pero, viéndolo bien, ¿acaso los obsequiosos,
pomposos, mentirosos y derrotados nazis en el banquillo de Nuremberg no eran
también enanos? Hasta el final. Pase lo que pase.