Robert Fisk
www.jornada.unam.mx/170716
Recep Tayyip Erdogan se lo había ganado. El ejército turco no iba a
mantener su obediencia mientras el hombre que iba a recrear el imperio otomano
convertía a sus vecinos en enemigos y a su país en una caricatura de sí mismo.
Pero sería un grave error dar por sentadas dos cosas: que el
sofocamiento de un golpe militar es un asunto momentáneo, después del cual el
ejército se mantendrá leal a su sultán, y considerar los al menos 250 muertos y
más de 2 mil 839 detenidos como algo aislado del colapso de las
naciones-estados de Medio Oriente.
Los sucesos del fin de semana en Estambul y Ankara tienen íntima
relación con el derrumbe de las fronteras y de la credibilidad del Estado –la
suposición de que las naciones de Medio Oriente cuentan con instituciones y
fronteras permanentes–, que ha infligido graves heridas en Irak, Siria, Egipto
y otros países del mundo árabe.
La inestabilidad es hoy tan contagiosa en la región como la corrupción,
en especial entre sus potentados y dictadores, una clase de autócratas de la
que Erdogan ha sido miembro desde que cambió la constitución en beneficio
propio y reinició su perverso conflicto con los kurdos.
Inútil es decir que la primera reacción de Washington fue instructiva:
los turcos deben apoyar a su gobierno democráticamente electo. La parte sobre
la democracia fue difícil de tragar; aún más doloroso fue recordar la
reacción de ese mismo gobierno al derrocamiento del gobierno democráticamente
electo de Morsi en Egipto en 2013, cuando Washington en definitiva no pidió al
pueblo egipcio apoyar a Morsi y dio con prontitud su respaldo a un golpe
militar mucho más sangriento que la intentona en Turquía.
Si el ejército turco hubiera triunfado, sin duda Erdogan habría recibido
el mismo trato despectivo que el infortunado Morsi. Pero ¿qué se puede esperar
cuando las naciones occidentales prefieren la estabilidad a la libertad y la
dignidad? Por eso están preparadas a aceptar que las tropas de Irán y los
milicianos iraquíes leales se unan a la batalla contra el Isis –así como los
pobres 700 sunitas que desaparecieron después de la recaptura de
Faluyá–, y por eso la cantaleta de Assan debe irse ha sido dejada un lado con
discreción. Ahora que Bashar al-Assad ha sobrevivido al gobierno de David
Cameron –y casi de seguro perdurará más allá de la presidencia de Obama–, el
régimen de Damasco observará con asombro los sucesos en Turquía este fin de
semana.
Las potencias victoriosas en la Primera Guerra Mundial destruyeron el
imperio otomano –que era uno de los propósitos del conflicto de 1914-18,
después de que la Puerta Sublime cometió el error fatal de alinearse con
Alemania– y las ruinas de ese imperio fueron desmenuzadas por los Aliados y
entregadas a reyes brutales, coroneles sanguinarios y un montón de dictadores.
Erdogan y el grueso del ejército que ha decidido mantenerlo en el poder –por
ahora– encajan en esta misma matriz de estados desgarrados.
Los signos de alarma ya estaban a la vista de Erdogan –y de Occidente–
con sólo haber recordado la experiencia de Pakistán. Utilizado sin vergüenza
por los estadunidenses para enviar misiles, armas de fuego y dinero a los mujaidines
que combatían a los rusos, Pakistán –otro pedazo arrancado a un imperio
(el indio) se convirtió en un Estado fallido, sus ciudades fueron devastadas
con bombas gigantes, su corrupto ejército y su servicio de inteligencia
colaboraron con los enemigos de Rusia –incluido el talibán– y luego fueron
infiltrados por islamitas que a la larga acabarían amenazando al Estado mismo.
Cuando Turquía empezó a desempeñar el mismo papel para Estados Unidos en
Siria –enviar armas a los insurgentes, y su corrupto servicio de inteligencia a
cooperar con los islamitas para combatir el poder del Estado en Siria–, también
tomó la ruta de un Estado fallido, con sus ciudades devastadas por bombas
gigantes y su territorio infiltrado por islamitas. La única diferencia es que
Turquía también relanzó una guerra contra los kurdos del sureste del país,
donde partes de Diyabakir están ahora tan devastadas como grandes zonas de Homs
o Alepo.
Demasiado tarde se dio cuenta Erdogan del costo del papel que eligió
para su nación. Una cosa es disculparse con Putin y remendar las relaciones con
Benjamin Netanyahu, pero cuando ya no se puede confiar en el propio ejército
entonces hay asuntos más serios en los cuales concentrarse.
Dos mil arrestos o más dan idea de la seriedad del golpe para Erdogan;
mucho más grande, de hecho, que el golpe que planeaba el ejército. Pero deben
ser apenas unos cuantos de los miles de oficiales turcos que creen que el
sultán de Estambul está destruyendo su país.
No se trata sólo de considerar el grado de horror que la OTAN y la UE
habrán sentido por estos hechos. La verdadera cuestión será el grado en que el éxito (momentáneo) de Erdogan lo
envalentonará para emprender más juicios, encarcelar a más periodistas, cerrar
más periódicos, matar más kurdos y, para el caso, seguir negando el genocidio
armenio de 1915.
A los extranjeros les resulta a veces difícil entender el grado de temor
y disgusto casi racista con que los turcos observan cualquier forma de
militancia kurda; Estados Unidos, Rusia, Europa –Occidente en general– han
privado de contenido la palabra terrorista a grado tal que no logramos
comprender hasta qué punto los turcos llaman terroristas a los kurdos y
los ven como un peligro para la mera existencia del Estado turco; así es como
veían a los armenios en la Primera Guerra Mundial.
Mustafá Kemal Ataturk era tal vez un buen autócrata secular, admirado
incluso por Adolfo Hitler, pero su lucha por unificar a Turquía fue causada por
las mismas facciones que siempre acosaron a la patria turca, junto con las
sospechas oscuras (y racionales) de un complot de las potencias occidentales
contra el Estado.
En suma, este fin de semana han ocurrido sucesos más dramáticos de lo
que podrían parecer a simple vista. Desde la frontera de la Unión Europea, a
través de Turquía, Siria, Irak y vastas partes de la península del Sinaí en
Egipto y hasta Libia y –¿nos atreveremos a mencionar esto después de Niza?–
Túnez, existe ahora un rastro de anarquía y estados fallidos. Sir Mark Sykes y
François Georges-Picot comenzaron el desmembramiento del imperio otomano –con
ayuda de Arthur Balfour–, pero éste persiste hasta nuestros días.
En esta sombría perspectiva histórica debemos ver el golpe frustrado en
Ankara. Esperen otro en los meses o años por venir.