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Erdogan, el sultán herido



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Turquía sufrió un brutal atentado justo cuando comenzaba a hacer caminar su proyecto de consolidación como potencia de frontera entre Europa y Oriente, lo que choca con los planes de todos los demás actores de la región.



El atentado en el aeropuerto de Estambul llegó en un momento muy delicado y de fuertes cambios. Turquía, última frontera entre Europa y el Oriente en conflicto, y principal potencia de la OTAN en la región, emprendió en los últimos meses un lento pero sensible cambio de su inserción estratégica internacional, intentando mostrar una cara más amigable para Occidente.



Las explosiones llegaron al día siguiente del anuncio por parte del primer ministro turco, Binali Yildirim desde Suiza, y su par israelí Benjamin Netanyahu desde Roma, del restablecimiento formal de las relaciones entre ambos países tras seis años de crisis diplomática. Los contactos se habían cortado luego de que en mayo de 2010 soldados israelíes asaltaran al carguero turco Mavi Marmara que se dirigía con ayuda humanitaria a las costas de Gaza. En el ataque los israelíes mataron a diez pacifistas turcos e hirieron a otros 60, hecho por el cual Ankara cortó relaciones con Tel Aviv hasta 2013, cuando bajo petición de EEUU el gobierno de Israel pidió disculpas oficialmente y comenzaron las negociaciones que terminaron con el restablecimiento diplomático recién anunciado.



Turquía es un aliado clave para Netanyahu en la región. Fue, en 1949, el primer país de mayoría musulmana en reconocer a Israel, y durante años la cooperación económica y militar se mantuvo sólida. La llegada de Recep Tayyip Erdogan al poder en 2005 no fue bien vista en Tel Aviv. Con un perfil más pro-árabe, Erdogan lideró la ruptura diplomática de 2010 en su rol de primer ministro. Hoy, como presidente, entendió que el clima cambió.



Al giro de la relación con Israel le antecedió un reposicionamiento turco frente a la Unión Europea. Erdogan supo aprovechar -no sin cierto cinismo- la crisis de los refugiados para negociar con la UE la revisión de su postulación para integrar el grupo. En lo que ha pasado a conocerse internacionalmente como “el pacto de la vergüenza”, Turquía se comprometió en marzo pasado a recibir y mantener en su territorio a los refugiados expulsados de territorio europeo y evitar que nuevos migrantes salgan de sus fronteras hacia las costas griegas. A cambio, recibirá 6.000 millones de euros en dos tramos en concepto de ayuda, verá suprimido el pedido de visa para ciudadanos turcos que quieran ingresar a la Unión, se acelerará la resolución del conflicto con Chipre y se examinará su caso para evaluar un futuro ingreso a la UE.



Un negocio redondo, si no fuera que Bruselas mantiene un control estricto del cumplimiento por parte de los turcos, que no cumplió aún con nada de lo que prometió. La semana pasada, el gobierno de Erdogan volvió a amenazar con cancelar el acuerdo, después de que Bruselas le exigiera modificar su definición legal de terrorismo -entre otras 70 exigencias- para empezar a negociar el levantamiento de las visas.



El gobierno de Erdogan es claramente un gobierno autoritario, basado en un poder patriarcal y paternalista, centrado en representar los intereses de un sector ligado a las finanzas, las empresas y el poder político local. Una forma de gobernar que choca con la pulcra imagen del funcionario neoliberal europeo y que está en la base de la desconfianza mutua.



Hubo, sin embargo, otra ocasión en que la UE logró modificar la visión de Turquía sobre sus problemas internos, a cambio de activar negociaciones para analizar su ingreso en el club. Fue hace más de 15 años, cuando Europa exigió el reconocimiento de la nación kurda como tal, que hasta ese entonces eran denominados oficialmente como “turcos de la montaña”. Y a pesar del cambio en la nomenclatura, el conflicto con los kurdos sigue intacto.



En septiembre de 2015 Ankara anunció su intervención en el conflicto en Siria. Oficialmente se trataba de un apoyo a las operaciones occidentales contra el Estado Islámico. Pero en la práctica, nueve de cada diez bombardeos fueron contra las milicias kurdas en el norte de Siria.



Los kurdos resistieron el avance del EI, se desligaron de las demás fuerzas yihadistas en combate (el frente Al-nusra y Al-Qaeda) y mostraron total desinterés en la continuidad del gobierno de Bashar Al-Assad, a tal punto que anunciaron la formación de una federación independiente en una zona fronteriza justamente con Turquía. Esta coherencia de las fuerzas políticas y militares kurdas les valió el apoyo de EEUU y las principales fuerzas occidentales empantanadas en Siria, e irritó sobremanera al gobierno de Erdogan. El 40% de la población kurda reside en Turquía, y la posibilidad de que allí se intente seguir el ejemplo de sus pares en Siria desvela al gobierno turco.



Pero para Occidente los kurdos son un aliado necesario en la lucha contra el EI -aunque ideológicamente se encuentran en las antípodas-. Y quienes mandan en Occidente son también quienes ocupan tres de los cinco lugares del Consejo de Seguridad de la ONU, organismo cuyo apoyo se vuelve indispensable para el proyecto político turco de convertirse en una moderna potencia en las puertas de Oriente. Para ello, Erdogan ha retomado incluso las relaciones con Rusia, rotas luego del derribo de un avión de guerra ruso en noviembre pasado por las fuerzas antiaéreas turcas.



La Turquía de Erdogán busca revitalizar su rol internacional. El reciente cambio de primer ministro, el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, las negociaciones con la UE y la intervención en Siria lo ubican como país codiciado y necesario para quienes quieran influir en la región. Esto también lo expone a situaciones extremas, como la de los atentados del martes por la tarde.



El rol que hoy cumple Ankara en todo esto es, entonces, por demás peligroso. Su proyecto no coincide con el de ninguna de las fuerzas en pugna en la región (UE, yihadistas, Estado Islámico, Israel-EEUU, por no hablar de Irán y Arabia Saudita, las dos principales potencias regionales enfrentadas), y la política emprendida por su hosca y autoritaria dirigencia política, la expone al hostigamiento -diplomático, financiero o militar- de cada uno de ellos. Sólo resta ver, tras la declaración de solidaridad por parte del resto del mundo hacia Turquía, cuál será la estrategia de cara al futuro y, especialmente si este tipo de hechos será manipulado por parte del gobierno turco para seguir cometiendo todo tipo crímenes contra kurdos y opositores.