Wilfredo Miranda Aburto - Confidencial
www.cpalsocial.org/110716
Colonos invaden territorios, secuestran y matan a los miskitos. CIDH
ordenó medidas cautelares de urgencia para proteger a esta comunidad indígena
en Honduras y Nicaragua, pero la presencia del Estado es inexistente.
Reproducimos por su interés este artículo original de Confidencial.
Amalia Ralf tiene 172 días sin saber si su marido está vivo o muerto.
Francisco Josep atendía su plantío de frijoles cuando fue secuestrado el pasado
17 de diciembre. Ralf salió apresurada de su casa al escuchar gritos.
Eran los comunitarios que pudieron escapar de los colonos. Ella buscaba
a su marido entre los que bajaban despavoridos de la montaña. Pero Josep, un
hombre con un pequeño bigote de chivo, gorra y de mirada absorta (según el
retrato que nos enseña Ralf una mañana de mayo en la comunidad de Esperanza, a
la vera del Río Wawa y cerca de Waspam, en el Caribe Norte de Nicaragua), no
alcanzó a huir.
– Desde que lo secuestraron, tenemos entendido que lo tienen amarrado…
lo torturaron un día entero – dice Ralf.
Un crucifijo de oro laminado cuelga sobre la camisa negra de esta mujer
indígena. Su mirada se posa tristemente sobre la tumba de Rey Müller, otro
líder indígena asesinado ese mismo día a causa de la violencia que azota a
estas comunidades enclavadas en el Caribe Norte de Nicaragua.
La colonización provocada por mestizos del Pacífico y centro del país
para destruir los bosques, sembrar y vender las tierras ha dejado 28 muertos,
18 secuestrados, decenas de heridos (la mayoría de gravedad) y 3 desaparecidos,
entre ellos Josep, según estadísticas de organizaciones de derechos humanos.
– Personas allegadas nos dicen que ya lo mataron –suelta Ralf tras
tomar un respiro. Sus ojos se anegan de lágrimas, pero esta miskita y pastora
morava logra contener las gotas saladas para que no caigan sobre los
pronunciados pómulos. Lo que más le duele es que si en realidad Josep fue
asesinado, no pudo enterrarlo como se lo merecía. Ralf vuelve la vista hacia la
tumba de Müller. El sepulcro, hecho de piedra y cemento, está en el centro de
la comunidad de Esperanza. No tiene lápida, pero todos saben quién yace ahí. Es
un recordatorio de ese 17 de diciembre, cuando los colonos irrumpieron en el
poblado a punta de balazos tras los secuestros, pero también es un tormento
para Ralf: Le arrebataron a su amor en vida y, parece, que también hasta en la
muerte.
Josep fue atrapado por los colonos junto a Valerio Mirgildo y otro
indígena conocido como Ata, de acuerdo a las medidas cautelares número 505-15
emitidas con carácter de urgencia por la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos (CIDH) en enero de 2016 ante el desborde de la violencia en las
comunidades. Confidencial visitó las comunidades más diezmadas: Esperanza
(donde estamos ahora), Wisconsin, Santa Clara y Francia Sirpi en el territorio
Wangki Twi-Tasba Raya, y otras localizadas sobre el curso del río Coco.
La mañana que llegamos a Esperanza la bruma todavía estaba anclada a las
copas de los árboles y de los cocoteros. Atrás dejamos un bosque de pinos que
rodea el territorio de Tasba Raya. El trino de los pájaros, el chillido de los
cerdos, el canto de los gallos y el chirrido de los grillos despabilaba la
mañana. Ponciano Zamora agregó otro sonido al ambiente al simular con su boca
el tableteo de las armas automáticas de los colonos abriendo fuego. Nos mostró
la casa donde fue abatido Müller, cerca de la tumba donde, minutos después,
Ralf contaría parte de su zozobra.
Zamora es joven. Fornido. Y profesor. Ha cambiado las tizas y los
borradores por el arma artesanal que lleva al cinto. Después que Daniel Ortega
entregó los títulos de propiedad en 2006, solo tenemos entendido que invadieron
los colonos, personas que no son indígenas – sostiene Zamora.
Lo que recuerda el profesor de primaria es cuando el comandante Ortega,
reestrenando la presidencia de la República, inició la titulación de los 23
territorios indígenas que existen en la Costa Caribe. De esa manera, el
caudillo sandinista cumplía con la penúltima etapa que establece la Ley de
Régimen de Propiedad Comunal. La ley 445 fue aprobada en enero de 2003 y, desde
entonces, las autoridades indígenas han ido efectuando los pasos del proceso de
demarcación y titulación de los territorios. Sin embargo, la etapa más clave, y
que corresponde al Estado de Nicaragua, no ha sido impulsada.
La primera etapa fue la “presentación de solicitud”, la segunda
“solución de conflicto”, la tercera “medición y amojonamiento”, la cuarta
“titulación”, y la quinta la de “saneamiento”. El incumplimiento de la última
es otro factor que ha propiciado la invasión de colonos.
Sanear implica expulsar a “terceros” de las tierras ancestrales. Es una
tarea difícil ante la cantidad de mestizos que habitan y explotan estas
tierras, y también algunas reservas naturales protegidas. La comunidad de Awas
Tingni es un referente cuando se habla de la colonización en la Costa. En los
años 90, el gobierno de Arnoldo Alemán concedió a la empresa surcoreana
SOLCARSA una concesión para explotar madera. Los indígenas lograron que la CIDH
reconociera que el Estado había violado sus derechos. El organismo de la
Organización de Estados Americanos (OEA) obligó a Nicaragua a ordenar los
territorios. Pero el mandato está lejos de ser cumplido.
Invasión sin freno
La presidenta de la organización CEJUDHCAN, Lottie Cunningham, realizó
un diagnóstico sobre Awas Tingni. En 2004 encontró 44 familias de colonos. En
2012, el número fue de 475. En 2015 la cifra aumentó de manera notable.
“Hay otros institutos de universidades sobre el mismo territorio que
reflejan más de 800 familias en la actualidad. Y existen 23 territorios en la
costa”, dimensiona Cunningham. Ella es una persona conocida en las comunidades
al ser miskita. Es al CEJUDHCAN donde recurren los indígenas que son atacados.
La organización lleva una lista detallada de los heridos, muertos, secuestrados
y desaparecidos. En ella encontramos a Ana Lampson, quien en su mano derecha
tiene la herida provocada por un machetazo. Los colonos la secuestraron junto a
su hijo y su marido.
“Me hirieron porque hablaba en miskito con mi esposo. Ambos estábamos amarrados”,
recuerda Lampson. La mujer irradia tristeza. Habla cabizbaja mientras se soba
la herida cicatrizada, como si aún le doliera. Una noche, sus captores la
soltaron junto a su pequeño. Antes, le dieron un mensaje escrito en un papel
para llevar a los líderes de la comunidad.
“Si quieren a estos hombres, vengan a rescatarlos”, decía el papel. Los
colonos acostumbran a dejar mensajes a los comunitarios. El enviado a la
comunidad de Santa Clara rezaba: “Vamos a matar con mucho valor, nosotros somos
españoles y ustedes son moscos”.
Los miskitos llaman a los no indígenas “españoles”. Los primeros
conflictos entre indígenas y mestizos datan de los tiempos de Somoza, cuando
hubo explotación indebida de madera en la Costa Caribe. Después devendría el
conflicto armado hasta 1990, que mantuvo “congelada” la frontera agrícola. Esta
es la tesis de Gilles Bataillon, un sociólogo francés que lleva desde los
noventa estudiando los conflictos de esta región.
Bataillon suele entrevistar por horas a miskitos para luego escribir
análisis en publicaciones académicas y periodísticas de largo aliento en países
como Francia y México. El desarme de los noventa produjo desmovilizados de
todos los bandos de esa guerra fratricida.
“La Contra, los del Ejército Popular Sandinista recibieron tierras
cuando fueron desmovilizados. A los desarmados de YATAMA también le dieron 50
manzanas por cabeza”, explica Bataillon en la ciudad de Puerto Cabezas.
El expresidente Arnoldo Alemán fue el primero que apoyó la invasión de
colonos a territorios indígenas. El caudillo liberal tomó esa decisión para
quitarse de encima la presión de campesinos que exigen tierras, y el hecho de
ganar capital político en la zona. Las invasiones continuarían durante el
gobierno de Enrique Bolaños y Daniel Ortega.
“Si unos son sandinistas y otros liberales, todos coinciden en esta
vieja visión de que los indígenas de la Costa no valoran el potencial de
desarrollo de la zona, y por eso hay que explotar las riquezas naturales”,
sostiene el sociólogo Bataillon.
Dos formas de vida opuestas
Esta situación produce un choque de visiones. Los indígenas viven en
armonía con la naturaleza: no destruyen el bosque, su agricultura no es feroz y
cazan y pescan para subsistir. En cambio, el colono cuando compra o invade la tierra,
despala y vende la madera preciosa, siembra hasta que la tierra no da más, y al
final la vuelve potrero. En toda esa cadena, primero llegan los madereros,
luego los agricultores y, por último, los ganaderos. Además, hay varias
concesiones mineras en las zonas.
Cuando dejamos Esperanza y nos dirigimos a la comunidad de Wisconsin
mediante una estrecha trocha, vemos cientos de tablones de madera a la orilla
del camino. Son los colonos. Saquean el bosque. Los comunitarios afirman que ya
no es posible encontrar madera preciosa en estas comunidades, como la caoba,
una especie muy cotizada por las mafias madereras. El paso de los invasores
también ha contaminado los riachuelos que las indígenas utilizan para saciar la
sed.
Historias de horror
Los comunitarios de Wisconsin están hartos. Nos reciben armados hasta
los dientes. Las pistolas y escopetas son rústicas. Están hechas de madera
tallada a mano y tubos galvanizados. En diciembre de 2015 sostuvieron uno de
los enfrentamientos más duros con los colonos. La anciana Leonarda Mercado
Benítez recuerda con horror cómo su casa fue atravesada por las balas.
– Mire este barril, mire la cocina, mire las paredes– dice la anciana
mientras recorre la casa a paso lento, señalando cada hueco que dejaron los
proyectiles. Es una vivienda pequeña, con pocas sillas, apenas una mesa para
comer, y catres. La luz que se filtra por las ventanas alumbra el único cuadro
colgado en la vivienda de tabla. Es el salmo 27:4: “Una cosa he demandado a
Jehová, ésta buscaré; que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi
vida”. La escopeta tampoco perdonó a Jehová.
– Me metí debajo de este colchón. Me salvó la vida– relata Mercado
Benítez. Reconstruye los movimientos que con su viejo cuerpo hizo durante el
ataque. Mueve el colchón (que es una de las inversiones más caras de la casa:
un Deluxe) y busca protección tras él. Se encoge en posición fetal y aprieta
sus arrugados párpados… Así se salvó. De milagro. Cuando salió del refugio, la
casa estaba llena de humo. Al salir, vio a los indígenas aún en posición de
ataque.
Edmundo Morales Peralta estaba herido, pero no se daba cuenta. Fue
cuando sintió la sangre hirviendo correr por su pierna que el dolor lo
acuchilló en la parte posterior de su muslo, muy cerca del trasero. Julián
Thomas se ríe de Morales Peralta porque le da pena bajarse el pantalón y
enseñar las heridas.
–Yo perdí mi dedo en ese enfrentamiento– muestra Thomas la mano
incompleta. Pone el arma a un lado y alza la extremidad hacia el sol, como para
que todos vean el daño con claridad.
–Los colonos tienen buenas armas, solo AK. Su plan es desaparecernos
como indígenas– interrumpe Omar Castellano Ortiz, el indígena armado más joven,
que está sentado sobre una piedra y carga la escopeta en las piernas.
Actualmente no vamos a las plantaciones y eso crea hambruna en las comunidades.
Rufino Rosales ha bajado de la casa de tambo de la Mercado Benítez. La
ayudó a acomodarse en una silla en el vano de la puerta.
–¿Cómo la ve? 75 años tiene esa abuela– dice Rosales, uno de los pocos
que hablan español en Wisconsin. La mirada de la anciana está perdida en el
horizonte, allá por donde se ve la iglesia morava, las montañas y el sol
indomable de mediodía.
– El gobierno tiene unas políticas de solo dar dos o tres cinco láminas
y buscan cédulas, cédulas… y después le dan zinc y chanchito, pero el gobierno
nos está afectando con el saneamiento –lamenta Rosales.
En los talleres que el CEJUDHCAN ofrece a los indígenas sanear los
territorios es definido como tener libertad y proteger los recursos naturales.
Para la presidenta de esta organización, Lottie Cunningham, si el proceso
hubiese sido implementado desde el 2008 la invasión no alcanzaría estos niveles
que provocan tensión en los territorios ancestrales. “Como nunca resolvieron el
problema, ahora la gente dice, no hay sanción entonces nos metemos”, dice
Cunningham.
Constantino Romel, presidente del gobierno territorial de Tasba Raya, ha
buscado fondos ante la Comisión Nacional de Demarcación y Titulación CONADETI
para realizar el saneamiento. Sin embargo, dijo que los recursos le fueron
negados pese a que la ley los contempla. Romel ha realizado un saneamiento en
el territorio que gobierna, pero ha suspendido la labor porque los colonos
atacaron a quienes levantaban la información en el terreno. En septiembre de
2015 Romel fue emboscado y atacado con armas de fuego. Le perforaron los
pulmones. La Policía Nacional y el Ejército de Nicaragua asumieron la autoría
de los que dispararon, pero aseguraron que la camioneta en la que viajaba Romel
desatendió la señal de alto.
En la comunidad de Santa Clara encontramos a Diógenes Molina, miembro
del Consejo de Ancianos, sentado bajo un frondoso árbol que da sombra. Él se
queja del saneamiento y de que los colonos asesinaron a dos hombres el 3 de
septiembre de 2015, a eso de las 4:30 de la mañana. “Aquí nadie, ningún
funcionario ha venido al territorio de Tasba Raya a realizar saneamiento”, se
queja Molina por medio de un español que le cuesta expresar.
Santa Clara es una comunidad cuyo centro lo ocupa un enorme predio
rodeado de casas. En la casa comunal hay dos tumbas: la de Benito Francisco y
la de Rosmeldo Solorzano.
En Francia Sirpi (en español Francia Pequeña) los comunitarios se
congregan en una escuela sin puertas, con las paredes desquebrajadas y los
hierros retorcidos. Los encargados del saneamiento tampoco han sido vistos por
aquí. Rodoy Ernesto Austin lo puede jurar. Tal vez, si el saneamiento de las
tierras fuese efectivo, hoy no estuviera acomodándose la prótesis de una pierna
de plástico, que tanto le estorba al muñón de la pierna mutilada.
Son 26 años los que carga Rodoy en esas muletas que apoya en un pupitre
esquelético. Fue el 9 de diciembre de 2015 que los colonos lo emboscaron. Le
dispararon y cayó desmayado. Cuando despertó, estaba en el hospital de Puerto
Cabezas. Movió sus piernas, pero la derecha ya no estaba allí.
“Los cambios en mi vida han sido terribles, porque mi preocupación ha
sido mi familia. Tengo hijos pequeños, tengo mujer, y con esta situación no voy
a mis plantaciones. Eso me ha afectado mucho porque no tengo apoyo de nadie”,
dice el joven.
En la Francia Pequeña también hay mutilados. Las víctimas, una tras
otra, buscan la cámara con desesperación para narrar sin palabras su drama.
Basta enseñar la mano partida a la mitad por el machete, los charnelazos en la espalda, el pómulo
deformado… Heridas muchas que sanan solas, sin intervención médica. Varios de
estos hombres han denunciado las agresiones a la Policía Nacional, pero a esta
comunidad no ha venido ningún oficial a levantar las denuncias.
En Wisconsin, Santa Clara, Francia Sirpi y Esperanza hay un compendio de
salvajismo, crueldad y abandono. Los indígenas quieren atención del Estado de
Nicaragua porque, como Amalia Ralf, también extrañan a los familiares que
mueren o desaparecen, y sufren por los heridos y mutilados.
Personalmente, Ralf quiere poner fin a esa zozobra dolorosa de 172 días
sin saber el destino de su esposo, Francisco Josep. Y porque lo ama. Porque los
colonos le han quitado al hombre con quien ha compartido la mayoría de su vida
a través de las pequeñas cosas: dividir el pescado del río Wawa, alegrarse por
la cosecha de frijol y racionarla en tiempos duros, buscar su mano en el catre
cuando el sol se asoma por la ventana y el gallo canta. La violencia ha herido
la esperanza de los indígenas. Por eso muchos han huido de las comunidades,
para salvar el pellejo de la familia. Las casas clausuradas en Tasba Raya son
el testigo tácito del éxodo que los indígenas del Caribe de Nicaragua vuelven a
reeditar.